En el contexto del liberalismo decimonónico, solemos recordar al barón John Dalberg-Acton, historiador, consejero de Gladstone, liberal y uno de los ingleses más cultos de su época, por un aforismo muy célebre: “El poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente”. En esta sola línea se resume la necesidad de que los poderes del Estado encuentren un equilibrio y se controlen los unos a los otros: Montesquieu, al fin y al cabo, tan vigente en el siglo XIX como en el XXI. Sin embargo, encuentro mucho más interesante –y de similar o mayor actualidad– la siguiente afirmación de Lord Acton: “La libertad no es el poder de hacer lo que queremos, sino el derecho a ser capaces de hacer lo que debemos”.
En tan breve expresión se extracta todo lo que debe comportar nuestro sistema de libertades, más allá de la mera democracia formal. Efectivamente, la libertad no es poder hacer lo que queramos, pretensión que no deja de estar al alcance de un niño de cuatro años –manifestar un deseo y procurar su cumplimiento, independientemente de su valor de justicia y de su oportunidad. Si la voluntad no está determinada por el conocimiento, la madurez y el consenso con nuestros semejantes, la decisión no será fruto de la libertad, sino respectivamente de la ignorancia, del capricho y de la imposición. Y no hace falta explicar por qué la libertad está reñida con cualquiera de estas circunstancias: no se es verdaderamente libre cuando se actúa sin conocimiento de causa, ni cuando por imprevisión, precipitación o capricho la voluntad propia prevalece sobre la conveniencia general, ni cuando se impone sobre la voluntad de los demás sin atención a la opinión de la mayoría, o despreciando las de las minorías.
Es difícil hacer valer este principio en ua atmósfera viciada por el culto a la juventud y a la voluntad sin ataduras. En España, y me temo que en Occidente, sufrimos las consecuencias de haber descuidado durante décadas las tablas de la ley para adorar el dorado becerro de la juventud y, así, todo el proceso político está teñido de vicios muy propios de la adolescencia: impulsividad, improvisación, atolondramiento, cortoplacismo, falta de rigor intelectual... Unos hablan de derecho a decidir y de legitimidad como conceptos contrapuestos al estricto cumplimento de la ley. Otros desprecian las instituciones por mor de lo que quiere la gente... Disparates perfectamente inmaduros: populismo que abochorna la democracia y siembra el campo de frustración y de larvado enfrentamiento.
Recordar a Lord Acton (“libertad es el derecho a ser capaces de hacer lo que debemos”) significa no poner el acento en la expresión ruidosa de la voluntad sino, en primer lugar, en la necesidad de sentar las bases para una recta toma de decisiones; o, dicho de otra forma, en nuestro derecho a una educación de calidad, despolitizada y al alcance de todos y a una información libre de ataduras con el poder, así como en nuestra obligación de encarar la política con una actitud crítica y generosa, requisitos todos ellos sin los cuales o no hay democracia de calidad o no la hay en absoluto. Y, en segundo lugar, Acton nos recuerda que la libertad no es tal si nos lleva por la senda de nuestros maximalismos en lugar de la del compromiso con nuestros conciudadanos. Sus palabras, tan escuetas y tan preñadas, encierran toda una llamada a la responsabilidad (quiero acordarme también de Weber, que con tanta precisión supo distinguir la política del mesianismo) en la que queda claro que no es posible hacer lo que debemos si nuestro derecho a capacitarnos para hacerlo no está cubierto; y también que la libertad sin sujeción a la ley y a unos objetivos compartidos no es tal, sino capricho abocado al fracaso. Estas consideraciones, tan presentes en nuestra Transición, fallan hoy, por la pura negligencia de nuestros grandes partidos, en el régimen político que padecemos y en algunas de sus alternativas más vistosas.
Reformar las instituciones españolas es, más que necesario, urgente. Pero recurrir a los atajos, maniobrar los resortes más simples de un electorado decepcionado o asumir (explícitamente en algunos casos) la validez de la propaganda frente a la pedagogía democrática son, sin más vuelta de hoja, atentados contra la democracia y, por tanto, contra la misma libertad. Toda reforma que no siga los cauces de la participación institucional y del respeto a la Constitución y a las leyes estará sembrando las causas de su propia ruina. Yo me quedo con Lord Acton, con la responsabilidad y con el estado de derecho. mallorcadiario.com. El Español.
John Emerich Edward Dalberg-Acton (1834-1902), I barón Acton. |