24 octubre 2000

La televisión como síntoma

En los Paragüitas escucho a dos paisanos comentar las últimas novedades de la televisión. Hablan de esa abominable pareja de freaks formada por Tamara y Leonardo Dantés; bastante menos abominables, con todo, que quienes día tras día fomentan su popularidad desde sus tribunas mediáticas. Me acerco a la Iglesia y, en el quiosco, mientras Suso Machín, que es bastante sabio, prefiere alimentar a las palomas, alguien defiende acaloradamente a alguno de los concursantes de El Bus, ese programa -concurso tan falso y desprovisto de enjundia como su exitoso predecesor, Gran Hermano. En todos los rincones de España sucede, a esta misma hora, tres cuartos de lo mismo.

El enaltecimiento de lo kitsch, el abuso de lo cutre y el adocenamiento de todo discurso destinado al público presiden la programación de los medios de comunicación de masas. La superficialidad de sus contenidos y la repetición ilimitada de esos mensajes triviales consiguen que, en completa desconexión con respecto a una ética mínima e imprescindible, el público aplauda y eleve a sus altares a personajes que en otras fases de nuestra historia colectiva hubieran sido despreciados por todos, cuando no reprobados: busconas de lujo, especialistas del braguetazo y -lo peor de todo- vagos, buenos para nada, nulidades que tuvieron la fortuna de nacer en la familia más adecuada, deficientes mentales transformados en estrellas en virtud de la magia televisiva.

Ésos son hoy nuestros dioses. Y ocupan nuestra conversación y nuestro pensamiento hasta el punto de, en algunos casos especialmente graves, ocasionar agrias disputas. He visto a venerables ancianas insultarse violentamente en defensa de sus respectivos favoritos para el premio final de uno de esos programas basura con que las cadenas atentan contra nuestra salud mental.

El fenómeno no es nuevo: en el capítulo XXIV de la primera parte del Quijote, el Caballero de la Triste Figura y Cardenio llegan a las manos a causa de las enfrentadas valoraciones que hacen de cierto cotilleo de tintes sexuales sobre el maestro Elisabat y la reina Madásima. Vemos así que, en el siglo XVII, los libros de caballerías -la literatura popular, lo más parecido entonces a los mass media- aportan a los locos como Don Quijote y el Roto argumentos que, siendo banales, ocupan el lugar, el tiempo y la oportunidad que deberían reservarse a los que son de vital importancia.

¿Es todo ello síntoma del ocaso de una civilización que da sus últimas boqueadas o, por el contrario, se trata de un rasgo común a toda época y, por tanto, no nos debe preocupar? Yo confieso que no tengo respuesta para esta pregunta. Cervantes, como hemos visto, nos es testigo de que, al menos en su siglo -un siglo, por cierto, de decadencia reconocida-, el problema también existía. Nietzsche, por su lado, en El gay saber señaló como uno de los síntomas de la corrupción de un pueblo la fe en “todo lo que está bien dicho”, con independencia de su contenido. En ésas estamos. Canarias 7 Fuerteventura.

19 octubre 2000

Conquistar a Bethencourt

De paseo por Puerto de la Peña, Vega de Río Palmas y Betancuria, es imposible no sentir en la nuca el hálito de la Historia. El viajero no puede sino imaginar los primeros días de la dominación española, llevada a cabo en este caso por sorprendidos caballeros franceses, descendientes de los guerreros nórdicos que hasta el siglo XI habían aterrorizado a los habitantes de todas las costas de Europa. A principios del siglo XV, Jean de Bethencourt ganaba para el rey de Castilla Fuerteventura, a cuya primera capital había de dar nombre con el suyo. Muchos siglos después, miles de canarios e hispanoamericanos descendientes de canarios aún llevan su apellido: Bethencourt, Betancur. Él y otros como él fueron los fundadores de un tramo irrenunciable de nuestra historia.

Imagino al corsario francés recién llegado de la verde Normandía, plantado en lo alto del Morro de la Cruz y boquiabierto, contemplando el hermoso espectáculo que ofrecen la mitad norte de la Isla y lo que el buen tiempo permite ver de Lanzarote. Lo imagino dispuesto a disfrutar de la tranquilidad del feraz valle de Betancuria; a retirarse como soldado viejo y dedicarse, nuevo Diocleciano, al cultivo de su huerto. Lo quiero imaginar humano, sencillo, cansado de la sangre. Me gusta verlo como el precursor de esos nórdicos inofensivos que también invaden la Isla con el solo afán de disfrutarla...

Pero he visto a la mayoría de esos turistas nórdicos habitar hoteles en los que la gastronomía es sustituida por la pitanza rápida y al gusto europeo, sin mucho interés por compartir nada que no tengan ya en casa. He visto a una respetable señora rubia visitar Ajuí y llevarse de Caleta Negra, como estúpido souvenir, fragmentos de una roca que llevaba allí, sin molestar a nadie, la fruslería de cien millones de años. He podido ver a algunos ensuciar, consumir, trivializar. A otros los he visto comprender.

Es posible que Bethencourt también comprendiese lo que, movido por su afán de lucro, conquistaba. Que para él los aborígenes que colaboraban con los suyos no fueran únicamente objetos utilizables, ni sus tierras tan sólo un fácil botín de guerra. Quizá Bethencourt, a su manera, apreciase o respetase aquella cultura que estaba destruyendo. Espero que esta sensibilidad satisficiera de alguna forma a los majoreros por él sometidos y esclavizados.
De alguna forma hemos de encontrar el elemento que, en este nuevo tramo de historia majorera que se inaugura, nos satisfaga. Parece inevitable que, en el plazo de no demasiados años, la mitad de nuestros paisanos se apelliden Hoffmann, Müller o Williams. Busquemos un mestizaje razonable que nos complete económica y espiritualmente. No nos dejemos conquistar, sin más, por el afán de lucro de ellos, que es el nuestro. Invitemos a Bethencourt a compartir nuestra casa y conquistemos al invasor. Canarias 7 Fuerteventura.

17 octubre 2000

Tontos del culo

Anoche hemos visto por televisión La lista de Schindler, la obra maestra del genial cineasta Steven Spielberg. Uno no se cansaría jamás de gozar de la trágica y evocadora belleza de sus imágenes en blanco y negro, ni de admirar las imponentes interpretaciones de Liam Neeson y Ben Kingsley, ni de sorprenderse con las crudas secuencias de brutalidad que en ella se recrean, casi como si se tratara de un documental sobre el exterminio de los judíos por la Alemania nazi.

Estremece la película por su perenne actualidad: las terribles escenas, más o menos noveladas, a que hemos asistido en la obra del judeoamericano, han sido y son realidad hoy en demasiados rincones de este contradictorio mundo nuestro, que es global sólo en lo que se refiere a la explotación económica, pero no para los derechos humanos. Bosnia, el Sahara Occidental, Kosovo, Sierra Leona y Timor Oriental, pese a su proximidad, son sólo nombres borrosos en nuestra memoria colectiva del horror; pero sus desafortunados habitantes conocen de primera mano lo que Spielberg quiso denunciar en su filme. La lista de Schindler es un alegato eficaz contra la violencia; un alegato un tanto maniqueo, como corresponde a la firma de Spielberg y al mercado estadounidense a que está inicialmente destinado, pero decidido, militante, nada tibio. Consigue sacar a flor de piel todo lo que de bueno llevamos en nuestro interior.

También estremece porque, a través de las figuras de los judíos alemanes y polacos, que en muy pocos años pasan de vivir como reyes a trabajar como esclavos y morir como perros, nos avisa de lo fácil que es que en el delicado equilibrio social, aprovechando un período de recesión en el ciclo económico, se abra de pronto una fractura. Si esto sucede, suele pillar por medio a los diferentes, a los que no son como la mayoría, porque son más fácilmente identificables como culpables. La barbarie se acredita de pronto para arrasarlo todo, con la participación de esa mayoría o gracias a su tibieza. Ahora nos resulta inexplicable: los abuelos de los verdugos nazis fueron Bach, Schiller, Goethe y Beethoven, y sus nietos hoy hacen windsurf en Jandía.

La Historia y la Antropología nos enseñan que, en uno u otro grado, todos somos mestizos biológica, política y culturalmente y que esto, precisamente, no supone otra cosa que fertilidad. Algunos cierran los ojos a esta realidad histórica, dialéctica como todas las realidades y fecunda como todas las dialécticas. Y los que voluntariamente cierran sus ojos a la realidad aspiran a tontos. Aspiró a tonto Adolf Hitler, aspiró a tonto Sabino Arana y aspiró a tonto el recién defenestrado Slobodan Milosevic. De hecho, sacaron matrícula de honor.

Aspiran a tontos también esos jóvenes botarates que, quizá para resolver alguna cuenta personal pendiente o, lo que sería peor, porque se han creído los argumentos contra los que han luchado desde siempre Oskar Schindler y muchos hombres de bien, optan por atacar con fuego la Residencia Fuerteventura, donde se alojan casi cuarenta niños marroquíes. Echan la culpa de sus males al que es distinto. ¡Cuántas veces hemos tenido que soportar estas patéticas conductas! Si no fuera porque ellos son la simiente de un posible Adolfo Hitler, darían risa. Pudiendo aspirar a ciudadanos, sólo aspiran a tontos del culo. Pobres. Canarias 7 Fuerteventura.

07 octubre 2000

Los caballitos

Ha llegado la feria a Puerto del Rosario, y en su tiovivo Super Ratón persigue a Bart Simpson, y éste al Inspector Gadget. Distintas fases de nuestra infancia e, incluso, distintas infancias se dan cita en el abigarrado carrusel, y los esmaltes brillantes de los coches no parecen sufrir el paso de los años. Son vestigio de un tiempo en que se medía de otra forma la importancia de lo novedoso frente a lo viejo; de un tiempo menos apresurado.

Antaño el ocio de los jóvenes y de los adultos se desgranaba de otra forma. Había una época para la feria, otra para la semana santa o el carnaval, otra para las vacaciones estivales, otra para las navidades... Los períodos dedicados a la diversión se distribuían a lo largo del año conforme nos marcaba el ritmo de las faenas de nuestros padres y del calendario escolar, y sólo en ocasiones especiales, que esperábamos como agua de mayo, era puesta a prueba nuestra capacidad de sorpresa. Uno de esos momentos especiales era la feria. Y, dentro de la feria, el de montar en los caballitos.

¿Cuántas veces no les habremos llorado a nuestros padres para que nos dejasen montar una vez más en los caballitos, con una insistencia que amenazaba con arruinar su presupuesto mensual? Si por fin accedían, lo difícil luego era decidir en cuál de aquellos artefactos móviles y mágicos íbamos a invertir la moneda conseguida después de tanto trabajo: la libertad de elegir siempre exige una renuncia. Y así también aprendíamos.

La feria viene de un pasado en que la vida estaba sujeta al ritmo de las estaciones, compuesta, por consiguiente, por una sucesión más o menos razonable de sacrificios y alegrías. Hoy, desde chicos, disfrutamos a lo largo de todo el año de distracciones sin cuento, de las que nos aburrimos sin remedio al poco de gastar su novedad. Liberados casi completamente del contrapeso del esfuerzo en el estudio y en el trabajo y sometidos, en cambio, al vértigo del mercado, valoramos los objetos de nuestro ocio únicamente por su precio y por su adecuación a las modas.

En la feria, sin embargo, sobrevive algún jirón del viejo espíritu: padres e hijos tiran con carabina, ganan peluches, juegan en la tómbola y montan en los coches chocones, envueltos en el aroma mestizo y popular del chorizo y los churros humeantes. Disfrutan con las mismas atracciones que conocieron sus padres y sus abuelos. No existe la moda en la feria. No existen las prisas. Los caballitos siguen girando y siguen siendo nuevos. Canarias 7 Fuerteventura.