Ayer se han reunido en Ibiza José Luis Rodríguez Zapatero y Romano Prodi con nutrido séquito de ministros. La denominada XIV Cumbre Hispanoitaliana ha tratado temas tan importantes como el Mediterráneo, las energías renovables ante el cambio climático, las “autopistas del mar”, los programas de investigación y desarrollo, el intercambio de información sobre mercados laborales y la dieta mediterránea. A algunos ha sorprendido la escasa atención que los medios han prestado a esta reunión.
Los dos próceres se han comprometido a “impulsar el desarrollo económico en la orilla sur del Mediterráneo”: un compromiso con muchas décadas de tradición y frutos objetivos más que evidentes. Han ratificado su compromiso con la estabilización del Líbano, que no depende de ellos, y han anunciado la creación (no nos dicen cuándo ni cómo) de una “Agencia Mediterránea para el Desarrollo Empresarial”.
En el apartado europeo, Zapatero ha vuelto a hacer gala de su particular gusto por los paralelismos y otros juegos verbales cuando ha proclamado a España e Italia dos países “hermanos en el Mediterráneo y socios en Europa”; bien está. Codo a codo con Prodi, ha asegurado “apoyar” a la presidencia alemana para pasar “de una etapa de estancamiento a un tiempo de iniciativa” y han apostado por encontrar una solución para el Tratado Constitucional que permita incorporar a los países que no lo han ratificado y que, al tiempo, mantenga su "esencia" para lograr una Europa "más unida y más eficaz", con nuevas reglas de funcionamiento. Toma, y yo. Ahora bien: ¿hay algo más concreto que el “apoyo” o la “apuesta por encontrar una solución”? Aparentemente, no. Prodi aportó su grano de arena al discurso, mostrándose “preocupado” por el futuro de Kosovo. Clarividente, Prodi.
En materia de cooperación bilateral, los dos presidentes “hablaron” de la fallida fusión de Abertis y Autostrade, y Prodi declaró su confianza en que, tras la modificación de la legislación italiana, “todo puede salir adelante” (así se habla, con confianza), aunque, claro, la decisión dependa exclusivamente de las empresas. Pero por hablarlo que no quede. También hubo acuerdos en favor de la cooperación tecnológica e industrial, “la dieta mediterránea”, la protección agrícola y el intercambio de información en materia laboral y de inmigración (algo que dábamos por hecho, pero al parecer nos equivocábamos) y se “analizó” el proyecto de las “autopistas del mar”, una alternativa ciertamente interesante al transporte terrestre.
Ahora veamos por qué me parece a mí que estas reuniones no generan interés; aunque no descarto que se me escapen algunos misterios de la cooperación bilateral.
1. Los presidentes de los gobiernos de dos estados sin apenas influencia política internacional se reúnen para resolver nada menos que el Mediterráneo, el Líbano, la Constitución de Europa y, ya que estamos, la dieta mediterránea.
2. Entre los dos países que acuden a la cumbre no hay conflicto importante alguno. A algún malpensado podría parecerle más interesante que Zapatero se reuniese, no sé, con George Bush, por ejemplo, para desbloquear la absurda relación que hoy mantienen España y Estados Unidos; o con representantes de Mauritania y Senegal para coordinar con una política realista y a largo plazo (y no con parches y talonario) los esfuerzos contra el acuciante problema del tráfico de inmigrantes. Pero no: nos reunimos con Italia, no vaya a ser que haya que discutir de algo un poco complicado y luego, en la foto, salgan las sonrisas forzadas.
3. A la reunión acuden, entre otros, personajes como Miguel Ángel Moratinos y Jesús Caldera, con lo cual descartamos inmediatamente cualquier intención de entablar un debate serio. Sólo faltaba Elena Salgado.
4. Como conclusión, se lanza una serie de manifestaciones de buena intención que poco tienen que ver con la realidad de los objetos “analizados”, ya que éstos dependen de las empresas, o del mercado, o de la Unión Europea (que nunca se ha caracterizado por seguir a pies juntilla las indicaciones de las cumbres hispanoitalianas), o de Israel y Hezbolá (que creo que tampoco).
5. Algunas de esas buenas intenciones se expresan mediante anuncios indefinidos: se va a crear este o aquel organismo bilateral con un nombre muy rimbombante para ocuparse de un asunto que, en el caso de que el organismo llegase a materializarse, no dependería de los estados, sino del mercado, ni desde luego de España e Italia, sino de muchos otros agentes internacionales. Así sucede con eso tan chulo de la “Agencia Mediterránea para el Desarrollo Empresarial”, que tanto nos recuerda aquel otro invento del “Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones”: una de esas entelequias con que Zapatero tiende tanto a solazarse en su presunta imagen de líder internacional, un proyecto en que enterrar eficazmente los dineros públicos, colocar a algunos funcionarios, por si hubiera pocos, o tal vez a algunos simpatizantes, en el peor caso, y de sustancia poco más. Dadas las dificultades estructurales e ideológicas para un entendimiento norte-sur, hoy aún más difícil que antaño, todas estas iniciativas, aun si somos condescendientes, se nos antojan cándidas.
6. Cuando entran a debatir un proyecto no solamente deseable, sino realmente factible, como es el de las “autopistas del mar”, nos dejan apenas el aroma de haber “analizado un proyecto”. ¿A qué nivel, con qué profundidad, qué proyecto es ése?
7. Todo ello transcurre en el escaso tiempo que separa los desayunos de un almuerzo de despedida con Jaume Matas; es decir, que si descontamos los saludos protocolarios, los no protocolarios, la revista al Regimiento Inmemorial del Rey, la recepción del presidente del Consejo de Ibiza (a quien Zapatero saludó como “alcalde”), la del alcalde de la capital insular (no nos consta con qué tratamiento se dirigió a él el Presidente), el inevitable comentario del Madrid-Bayern de anoche, las sesiones de fotos, el café y el aperitivo, díganme ustedes cuántas horas dedicaron estas personas (dos presidentes de gobierno, seis ministros españoles y siete italianos, por no hablar de secretarios, traductores, intérpretes, taquígrafos, bedeles, guardaespaldas, pilotos de aeronaves oficiales, policía local y nacional, etc.) a solucionar el mundo. Yo se lo diré: “algo más de una hora” reunidos en el Ayuntamiento de Ibiza. La capacidad de concentración de estos prohombres es inaudita.
A la vista de las circunstancias objetivas y de las conclusiones publicadas, uno puede imaginar la calidad de las conversaciones y, así, explicarse el escaso interés que estas cumbres bilaterales generan. Los asuntos que son objeto de auténtico debate dependen de los técnicos, son terriblemente densos y no se solucionan porque se reúnan “algo más de una hora” unos políticos absolutamente profanos en los temas que se van a tratar. Nadie espera ninguna solución de estas reuniones, por lo cual la primera pregunta que a cualquier cristiano le acomete es la siguiente: ¿por qué se celebran? El notable dispendio que suponen se justificaría si se utilizasen las cumbres para ratificar proyectos avalados por un trabajo previo, profesional y contrastado por parte de los técnicos ministeriales: los líderes firman una labor ya hecha y presentan con el máximo nivel de representación los resultados de una gestión común eficaz. Por el contrario, y salvo que alguien me demuestre lo contrario –y sinceramente me daría una alegría– estos espectáculos se plantean para, de forma ficticia, sentar las bases de unas tareas futuras que nadie tiene ni idea de cómo se desarrollarán, ni de si se desarrollarán; son foros donde hacerse fotos y proclamar bellas ideas generales e intenciones magníficas que nada solucionan, cuando no perogrulladas manifiestas como declarar “preocupación” por el futuro de Kosovo, o insultos a la inteligencia como dedicar una reunión al máximo nivel entre naciones vecinas para tratar de forma genérica nada menos que la dieta mediterránea.
Sólo motivos de imagen explican (ya que no justifican) la XIV Cumbre Hispanoitaliana. Pero ni siquiera este objetivo han logrado las gestiones gubernamentales: relegada a las páginas interiores de los periódicos, la noticia se disuelve en un océano de informaciones de mucha más sustancia. Si no nos pueden ofrecer nada mejor, por favor, que no nos tomen el pelo: que no se reúnan más, que no nos hagan perder nuestro tiempo ni el dinero de nuestros impuestos. Que, por cierto, en el caso del sueldo de nuestro presidente, parece un despilfarro clamoroso. Periodista Digital.
21 febrero 2007
19 febrero 2007
El referéndum andaluz, las autonomías y el futuro de España
El referéndum andaluz ha demostrado algo parecido a lo que demostró el catalán en su día: los políticos no han conseguido movilizar más de un tercio de su electorado en favor de una reforma estatutaria que al parecer a pocos interesaba salvo a ellos. De nuevo nos brindan la muestra de un divorcio entre la clase política y la sociedad que no puede traer nada bueno a España. Muchas de las interpretaciones de tan abrumadora abstención (el 63,74 por ciento) son chuscas.
La opinión oficial del PSOE andaluz es que los votantes se han abstenido “por exceso de confianza”. Es decir: como todos estaban de acuerdo y pensaron que el sí ganaría de todos modos, se quedaron celebrando el Carnaval. No es desinterés, no; es confianza. Todos se felicitan por un nuevo triunfo de la democracia y a Manuel Chaves, promotor de la reforma, ni se le pasará por la cabeza dimitir tras semejante ridículo. ¿Es que a nadie se le va a ocurrir hacer algo de autocrítica en este PSOE que gobierna un Rodríguez Zapatero sin sentido de estado, ni de la responsabilidad, ni brújula que le dé un norte?
Pero es que esta mañana en Punto Radio, en el programa de Julia Otero, he oído a Pilar Rahola (¿cómo no oír sus gritos?) asegurar que no hay que preocuparse de la baja participación en el referéndum. Según esta antigua diputada de ERC, lo normal es que cuando hay bienestar la gente no vote: los ciudadanos se movilizan más en momentos de crisis. O sea que toda la vida escuchando a los políticos celebrar “la alta participación ciudadana”, “el triunfo de la democracia” y “la madurez del pueblo español” tras las consultas populares y ahora resulta que, según esta antigua colaboradora de Crónicas Marcianas, la abstención es índice de buena salud democrática… Se me ocurren dos preguntas. Una: ¿no será más bien que la gente sólo vota cuando le interesa lo que le proponen, sea salvar una crisis o adoptar una medida de futuro que percibe como realmente justa o provechosa? Dos: ¿en calidad de qué habrá contratado Julia Otero a la inefable señora Rahola?
El PP andaluz, por su parte, tiene la poca vergüenza de venir ahora a ponerse medallas: no, si ya decíamos nosotros que esto no era una prioridad para los andaluces... ¿Y por qué, entonces, apoyaron el sí? ¿Por qué se avinieron a proclamar esa estupidez de la “realidad nacional” de Andalucía, en contra del sentir de prácticamente todos los andaluces, o a esa majadería de la “deuda histórica” del Estado? ¿Por qué aconsejaron a sus votantes algo en lo que no creían o, al menos, dijeron no creer cuando se trataba del Estatuto catalán, del que el andaluz ha tomado prestada una parte no pequeña de su articulado?
Reacciones más ecuánimes las hay también, pero me llama la atención la de Antonio Pérez Henares en su columna de hoy en Periodista Digital, que titula “Contra el Estado de las Autonomías”. Para él, éstas son el cáncer de la democracia española; el pozo sin fondo que se lleva todos sus recursos; el parche que se usó en 1978 para aplacar los separatismos, sin que este objetivo se haya alcanzado en treinta años de aplicación, sino todo lo contrario; la causa de una enorme ineficacia en la gestión de los problemas comunes; y el gran pesebre para una clase política que en pocas cosas se pone de acuerdo salvo, eso sí, en reformar los estatutos y –añado yo– en subirse desmesuradamente los sueldos. Para Pérez Henares, el pueblo es soberano y debería aspirar a cambiar este lamentable estado de cosas.
Es saludable leer de vez en cuando discursos como éste, que ningún político pronuncia en voz alta pero con los que comulga una buena parte de la ciudadanía, sin que por ello se la pueda acusar de reaccionaria. En la Alemania de Merkel el estado está recuperando competencias que antes residían en los länder (estados federados: algo no homólogo pero sí similar a nuestras comunidades autónomas). Y no olvidemos que las repúblicas francesa y portuguesa, por poner ejemplos cercanos, son estados centralizados, y no por ello más injustos ni menos prósperos que España.
No obstante, no estoy de acuerdo completamente con el argumento de Pérez Henares. La autonomía en España ha equilibrado mucho las inversiones públicas desde el punto de vista territorial, ha sido tremendamente beneficiosa para regiones que estaban abandonadas por el centralismo, como Extremadura o Canarias, en sectores como la sanidad o las carreteras, y cualquier usuario o testigo imparcial lo podrá atestiguar. Pero no estoy seguro de que ello compense los efectos negativos: la descoordinación en la gestión de problemas comunes hasta extremos tragicómicos (el reparto del agua, el combate de los incendios veraniegos), el gasto público desmedido, la desvertebración territorial y el innegable aliento a los nacionalismos regionales, que contemplan con enorme satisfacción cómo el modelo de estado se sitúa permanentemente al frente del debate político, como uno más de los asuntos con los que es posible presionar a un contrincante débil o escaso de principios, como es hoy el caso.
Creo que las autonomías no son malas per se; sí es malo, terrible, que nunca acaben de estar cerradas, que estén sometidas a perpetuo cambalache, que afecten a terrenos necesarios para la cohesión nacional y que un sistema electoral perverso las haya convertido en feudos sin control. Un federalismo moderno y bien entendido (solidario, con un reparto equilibrado y razonable de competencias, definitivo, no sujeto a contingencias electorales ni a la necesidad de formar mayorías parlamentarias, respetuoso tanto de la identidad de los entes federados como de la unidad nacional) podría constituir una solución práctica y, también, salvando evidentes anacronismos, conforme con cierta manera de entender la historia de España. Ni el centralismo ni el actual estado de las autonomías han demostrado serlo. Si ha de haber reformas, han de ir en este sentido; lo demás –lo de ayer– es demagogia en estado puro, y cada vez más evidente a todos. Periodista Digital.
La opinión oficial del PSOE andaluz es que los votantes se han abstenido “por exceso de confianza”. Es decir: como todos estaban de acuerdo y pensaron que el sí ganaría de todos modos, se quedaron celebrando el Carnaval. No es desinterés, no; es confianza. Todos se felicitan por un nuevo triunfo de la democracia y a Manuel Chaves, promotor de la reforma, ni se le pasará por la cabeza dimitir tras semejante ridículo. ¿Es que a nadie se le va a ocurrir hacer algo de autocrítica en este PSOE que gobierna un Rodríguez Zapatero sin sentido de estado, ni de la responsabilidad, ni brújula que le dé un norte?
Pero es que esta mañana en Punto Radio, en el programa de Julia Otero, he oído a Pilar Rahola (¿cómo no oír sus gritos?) asegurar que no hay que preocuparse de la baja participación en el referéndum. Según esta antigua diputada de ERC, lo normal es que cuando hay bienestar la gente no vote: los ciudadanos se movilizan más en momentos de crisis. O sea que toda la vida escuchando a los políticos celebrar “la alta participación ciudadana”, “el triunfo de la democracia” y “la madurez del pueblo español” tras las consultas populares y ahora resulta que, según esta antigua colaboradora de Crónicas Marcianas, la abstención es índice de buena salud democrática… Se me ocurren dos preguntas. Una: ¿no será más bien que la gente sólo vota cuando le interesa lo que le proponen, sea salvar una crisis o adoptar una medida de futuro que percibe como realmente justa o provechosa? Dos: ¿en calidad de qué habrá contratado Julia Otero a la inefable señora Rahola?
El PP andaluz, por su parte, tiene la poca vergüenza de venir ahora a ponerse medallas: no, si ya decíamos nosotros que esto no era una prioridad para los andaluces... ¿Y por qué, entonces, apoyaron el sí? ¿Por qué se avinieron a proclamar esa estupidez de la “realidad nacional” de Andalucía, en contra del sentir de prácticamente todos los andaluces, o a esa majadería de la “deuda histórica” del Estado? ¿Por qué aconsejaron a sus votantes algo en lo que no creían o, al menos, dijeron no creer cuando se trataba del Estatuto catalán, del que el andaluz ha tomado prestada una parte no pequeña de su articulado?
Reacciones más ecuánimes las hay también, pero me llama la atención la de Antonio Pérez Henares en su columna de hoy en Periodista Digital, que titula “Contra el Estado de las Autonomías”. Para él, éstas son el cáncer de la democracia española; el pozo sin fondo que se lleva todos sus recursos; el parche que se usó en 1978 para aplacar los separatismos, sin que este objetivo se haya alcanzado en treinta años de aplicación, sino todo lo contrario; la causa de una enorme ineficacia en la gestión de los problemas comunes; y el gran pesebre para una clase política que en pocas cosas se pone de acuerdo salvo, eso sí, en reformar los estatutos y –añado yo– en subirse desmesuradamente los sueldos. Para Pérez Henares, el pueblo es soberano y debería aspirar a cambiar este lamentable estado de cosas.
Es saludable leer de vez en cuando discursos como éste, que ningún político pronuncia en voz alta pero con los que comulga una buena parte de la ciudadanía, sin que por ello se la pueda acusar de reaccionaria. En la Alemania de Merkel el estado está recuperando competencias que antes residían en los länder (estados federados: algo no homólogo pero sí similar a nuestras comunidades autónomas). Y no olvidemos que las repúblicas francesa y portuguesa, por poner ejemplos cercanos, son estados centralizados, y no por ello más injustos ni menos prósperos que España.
No obstante, no estoy de acuerdo completamente con el argumento de Pérez Henares. La autonomía en España ha equilibrado mucho las inversiones públicas desde el punto de vista territorial, ha sido tremendamente beneficiosa para regiones que estaban abandonadas por el centralismo, como Extremadura o Canarias, en sectores como la sanidad o las carreteras, y cualquier usuario o testigo imparcial lo podrá atestiguar. Pero no estoy seguro de que ello compense los efectos negativos: la descoordinación en la gestión de problemas comunes hasta extremos tragicómicos (el reparto del agua, el combate de los incendios veraniegos), el gasto público desmedido, la desvertebración territorial y el innegable aliento a los nacionalismos regionales, que contemplan con enorme satisfacción cómo el modelo de estado se sitúa permanentemente al frente del debate político, como uno más de los asuntos con los que es posible presionar a un contrincante débil o escaso de principios, como es hoy el caso.
Creo que las autonomías no son malas per se; sí es malo, terrible, que nunca acaben de estar cerradas, que estén sometidas a perpetuo cambalache, que afecten a terrenos necesarios para la cohesión nacional y que un sistema electoral perverso las haya convertido en feudos sin control. Un federalismo moderno y bien entendido (solidario, con un reparto equilibrado y razonable de competencias, definitivo, no sujeto a contingencias electorales ni a la necesidad de formar mayorías parlamentarias, respetuoso tanto de la identidad de los entes federados como de la unidad nacional) podría constituir una solución práctica y, también, salvando evidentes anacronismos, conforme con cierta manera de entender la historia de España. Ni el centralismo ni el actual estado de las autonomías han demostrado serlo. Si ha de haber reformas, han de ir en este sentido; lo demás –lo de ayer– es demagogia en estado puro, y cada vez más evidente a todos. Periodista Digital.
05 febrero 2007
De Juana y el delito de opinión
El caso del terrorista Iñaki de Juana Chaos es naturalmente polémico. Acabo de recibir el comentario de una querida amiga que se lamenta de que, tras haber cumplido la condena que se le había impuesto, De Juana esté ahora encarcelado por un “delito de opinión”. Es evidente que mi amiga y yo estamos de acuerdo en que nadie debe ser encarcelado por delitos de opinión. La diferencia entre mi amiga y yo es que, mientras ella cae en la trampa del lenguaje nacionalista y se cree que estamos ante un caso de esa naturaleza, yo estoy convencido de que en España, afortunadamente, no hay delitos de opinión.
De Juana, como todos los ciudadanos españoles, está sometido al imperio de la ley y a la acción de la justicia, y órganos responsables de la administración de justicia han determinado que es culpable de un delito relacionado con el terrorismo. Todo ciudadano en España está sujeto, si comete un delito, a ser acusado, perseguido y privado de libertad si el juez competente así lo estima necesario. Un juez, no la perversa policía española, ni ese gobierno del PP lleno de malos malísimos. Esto es así en España y en todo el mundo que llamamos libre. Y en España, como en el resto de ese mundo libre, nadie es encarcelado por un delito de opinión. Si así fuera, estarían en la cárcel muchos dirigentes políticos vascos que han opinado y opinan públicamente lo mismo que opina De Juana aunque, eso sí, sin amenazar con un tiro en la nuca; una diferencia que a algunos puede parecer insignificante, pero a mí no me lo parece. En cambio, si a la opinión añadimos la amenaza y la apología de la violencia para imponer el propio parecer sobre el de los demás, entonces no estamos tratando de la víctima de un estado represor (como cualquiera diría al ver las imágenes que el reo acaba de difundir con la connivencia de The Times); nos hallamos ante una bestia sedienta de sangre que, no contenta con sus veinticinco cadáveres, por no hablar de los centenares o miles de personas a quienes ha arrancado la libertad, la alegría y la posibilidad de vivir en plenitud, asegura que no se arrepiente y encima amenaza por escrito con más muerte a quienes no cumplen con los insensatos requisitos de su delirio nacionalista.
A mi amiga le repito que compartimos el repudio por los delitos de opinión; pero ni De Juana es un mero opinador ni se le persigue por opinar. Él asesinó repetidas veces, pagó por ello de acuerdo con la ley –de manera insatisfactoria en opinión de la mayor parte de la sociedad, gracias a la laxitud normativa que le tocó en suerte, pero efectivamente pagó por ello– y entre tanto siguió amenazando con la violencia y usando el terror como argumento, lo que nos hace pensar que repetiría sus crímenes si tuviera la oportunidad. Él debe creer que señalar objetivos para las balas de sus siniestros cómplices es ejercer la libertad de expresión; pero es que ya deberíamos ser conscientes de que los que como él niegan la realidad para chapotear en su propia inmundicia siempre caen en errores de concepto. Por sus amenazas, De Juana aún no ha pagado; si de mí dependiera, las pagaría con todos y cada uno de los años, días y segundos de prisión con que la ley pueda amparar a sus víctimas potenciales. Porque eso y sólo eso somos todos para él. Pero su suerte no depende de mi voluntad ni de quien más odio pueda profesarle; depende de los jueces: un beneficio que, al contrario que él a sus víctimas, al criminal De Juana le garantiza el estado de derecho. Periodista Digital.
De Juana, como todos los ciudadanos españoles, está sometido al imperio de la ley y a la acción de la justicia, y órganos responsables de la administración de justicia han determinado que es culpable de un delito relacionado con el terrorismo. Todo ciudadano en España está sujeto, si comete un delito, a ser acusado, perseguido y privado de libertad si el juez competente así lo estima necesario. Un juez, no la perversa policía española, ni ese gobierno del PP lleno de malos malísimos. Esto es así en España y en todo el mundo que llamamos libre. Y en España, como en el resto de ese mundo libre, nadie es encarcelado por un delito de opinión. Si así fuera, estarían en la cárcel muchos dirigentes políticos vascos que han opinado y opinan públicamente lo mismo que opina De Juana aunque, eso sí, sin amenazar con un tiro en la nuca; una diferencia que a algunos puede parecer insignificante, pero a mí no me lo parece. En cambio, si a la opinión añadimos la amenaza y la apología de la violencia para imponer el propio parecer sobre el de los demás, entonces no estamos tratando de la víctima de un estado represor (como cualquiera diría al ver las imágenes que el reo acaba de difundir con la connivencia de The Times); nos hallamos ante una bestia sedienta de sangre que, no contenta con sus veinticinco cadáveres, por no hablar de los centenares o miles de personas a quienes ha arrancado la libertad, la alegría y la posibilidad de vivir en plenitud, asegura que no se arrepiente y encima amenaza por escrito con más muerte a quienes no cumplen con los insensatos requisitos de su delirio nacionalista.
A mi amiga le repito que compartimos el repudio por los delitos de opinión; pero ni De Juana es un mero opinador ni se le persigue por opinar. Él asesinó repetidas veces, pagó por ello de acuerdo con la ley –de manera insatisfactoria en opinión de la mayor parte de la sociedad, gracias a la laxitud normativa que le tocó en suerte, pero efectivamente pagó por ello– y entre tanto siguió amenazando con la violencia y usando el terror como argumento, lo que nos hace pensar que repetiría sus crímenes si tuviera la oportunidad. Él debe creer que señalar objetivos para las balas de sus siniestros cómplices es ejercer la libertad de expresión; pero es que ya deberíamos ser conscientes de que los que como él niegan la realidad para chapotear en su propia inmundicia siempre caen en errores de concepto. Por sus amenazas, De Juana aún no ha pagado; si de mí dependiera, las pagaría con todos y cada uno de los años, días y segundos de prisión con que la ley pueda amparar a sus víctimas potenciales. Porque eso y sólo eso somos todos para él. Pero su suerte no depende de mi voluntad ni de quien más odio pueda profesarle; depende de los jueces: un beneficio que, al contrario que él a sus víctimas, al criminal De Juana le garantiza el estado de derecho. Periodista Digital.
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