A lo largo de la crónica de una muerte anunciada en
que se están convirtiendo estos días tras la comparecencia de su hijo, se están
publicando numerosas semblanzas del que fue, sin lugar a dudas, principal
artífice y firme timonel de la Transición. Hombro con hombro con el Rey y un
puñado de hombres valiosos y abnegados, Adolfo Suárez supo manejar iguales
dosis de sentido común, tolerancia y valentía para sacar adelante el país que
se le entregaba en 1976 entre la Escila de la dictadura y el Caribdis de la
amenaza de una segunda guerra civil, que hoy tal vez –gracias a su labor– nos
parece increíble pero que en la época supuso un riesgo cierto. Acosado por la
oposición y abandonado por los suyos, Suárez puso en práctica ese verbo que hoy
muy pocos saben conjugar: dimitir. Y lo hizo dos veces: en 1981 como presidente
del Gobierno, para no ser un obstáculo en la gobernación de España, y en 1991
como presidente del CDS, cuando llegó a la conclusión de que su trayectoria política
tocaba a su fin.
Como Suárez, muchos de aquellos hombres buenos y grandes
profesionales que entraron en política en una hora crítica para servir a las
libertades y a España se quemaron rápidamente, tan pronto como la política
española empezó a convertirse en el cambalache del que hoy es modelo acabado. A
Suárez y al puñado de hombres que aparecen en aquellas fotos en blanco y negro,
fumando juntos en los salones del franquismo mientras por el bien de los
españoles arrinconaban diferencias profundísimas (que empequeñecen las que hoy
hacen imposibles otros consensos), les debemos las libertades; y a sus
sucesores la degeneración del régimen democrático que él nos entregó. El
previsible final de Suárez –un presidente dimitido y sin apoyos en el mismo
Congreso en que, sin embargo, fuera casi el único en mantener la gallardía de
las instituciones democráticas frente a un golpista armado hasta los dientes– podría
servir como hito que marcase el final de una época y el necesario comienzo de
otra mejor.
Ignoro si a la publicación de este artículo se habrá
producido el desenlace que anunciaba anteayer su hijo y para el que las
instituciones han previsto justos homenajes. Suárez se marchó de la política
como los hombres de bien, sin hacer daño. Sin haberse enriquecido, sin
desembarcar en el consejo de administración de una gran empresa, sin aceptar
ninguna remuneración como expresidente. Es asombroso que todas las valoraciones
que hoy se hacen de su figura coincidan positivamente. Personalmente considero
a Suárez el mayor estadista que dio España en el último medio siglo, y los
reconocimientos oficiales así quieren mostrarlo: el ducado con grandeza de
España (1981), el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia (1996), el
excepcional toisón de oro que le otorgó el Rey (2007), el museo en Cebreros
(2009), así como varias vías públicas en toda España. Pero no en Palma.
He propuesto en el seno del Consejo Territorial de Baleares y del Consejo Local de
Palma del partido al que pertenezco que solicitemos al Ayuntamiento de Palma la
dedicatoria de una vía pública importante de nuestra ciudad a la figura de
Adolfo Suárez, con quien los palmesanos, como el resto de los españoles, permanecemos
en deuda de gratitud. En mi opinión personal, y pese a los trastornos burocráticos
y los gastos aparejados –que a veces se descuidan aun habiendo menos motivos
para el homenaje– sería un tributo acorde con la entidad del personaje, y muy simbólico
por las notables diferencias que marca, volver a apellidar la popular Rambla
como de Adolfo Suárez. La sustitución, por los motivos desgraciados que todos
conocemos, marcaría –ojalá– un cambio de época: de homenajear hasta hace bien
poco a un presunto corrupto pasaríamos a rendir tributo al estadista que
defendió las libertades y el interés común con entrega y honradez probadas.
Creo que el esfuerzo que supone un nuevo cambio de rótulo, en este caso,
quedaría más que justificado. mallorcadiario.com.
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