Los buenos resultados obtenidos en las elecciones de ayer por las ultraderechas nacionales (Frente Nacional francés, Partido Popular danés, UKIP británico), las izquierdas radicales (la Syriza griega o las españolas Izquierda Unida y Podemos) y los regionalismos exacerbados (como el de ERC o CiU) confirman los temores que muchos teníamos: suben en Europa los identitarismos excluyentes. El nacionalismo es eso: exclusión, miedo/odio a lo distinto, recetas simples para problemas complejos, oportunismo en el aprovechamiento de las ventajas del sistema, ensalzamiento irracional de lo propio, violencia explícita o implícita, populismo. Pero también el radicalismo de izquierdas se define por un rechazo primario –identitario– de lo instituido: los estados, la troika, las instituciones europeas, el norte colonial o el capitalismo diabólico. Todo simplismo es, en puridad, mentir y –lo que es peor– estorbar los intereses que a mí me parecen verdaderamente progresistas: los de avanzar en la integración y en la protección de los derechos de ciudadanía de todos –vengamos de donde vengamos y pensemos lo que pensemos–, que solo una Europa fuerte y unida en torno a sus ideales históricos de libertad podrá garantizar.
Paradójicamente, el mayor peligro para la continuidad de la Unión Europea no proviene de los partidos declaradamente euroescépticos ni del radicalismo antisistema, sino del europeísmo superficial de los grandes partidos. Angela Merkel anunció no hace muchos días –en un momento de sinceridad que delata un escaso aprecio por el parlamentarismo– que la Comisión se formará mediante una gran coalición popular-socialista que ya había sido negociada prescindiendo de los resultados que se iban a sumar ayer domingo. La política europea la siguen protagonizando legalmente actores que creen en Europa menos que en las pequeñas naciones. Mientras los líderes nacionales sigan puenteando el Parlamento Europeo y la Comisión no sea un verdadero gobierno europeo emanado de la cámara, y no de los acuerdos de cuotas entre naciones y grandes partidos, la Unión seguirá siendo un fantasma de lo que podría ser y no defenderá los intereses comunes de los europeos. Los que llevan décadas gobernando Europa de común acuerdo, socialistas y populares, no creen en Europa; la prueba es que, pese a haber ya pactado secretamente la Comisión Europea a pachas, PP y PSOE han desplegado sendos discursos electorales centrados en las consignas más manidas de la política española, en la herencia recibida y en el y tú más. Han ignorado la construcción europea porque estaban calentando para las generales de 2015, y el resultado, también en clave española, ha sido una gran debacle: partiendo del 80% que sumaron en 2009, PP y PSOE no alcanzan hoy el 50% de los sufragios para Europa.
Afortunadamente y gracias a la potente subida de UPyD y a sus cuatro flamantes diputados, hay ya una oportunidad para quienes pedimos una profunda reforma institucional de la Unión que dé protagonismo al Parlamento y suprima el Consejo donde solo se ventilan intereses nacionales; para quienes reclamamos la unión fiscal y financiera y una seguridad social y una inspección laboral comunes: para quienes sí creemos en Europa y en un futuro de mayor integración federal. Porque los europeístas superficiales, por su pobre legitimidad democrática, dan la razón a los euroescépticos y, por su escasa fe en las instituciones y en los valores comunes, jamás serán capaces de hacer frente ni a los xenófobos ni a los antisistema. ¿Para qué votar al Parlamento Europeo –dirían ayer algunos– si el gobierno de Europa lo acuerdan el PP y el PSOE a instancias de Merkel? Precisamente para que entrasen en esa cámara personas y partidos que sí creen en la importancia de profundizar en la Unión y la defiendan, como en España, contra la perniciosa hegemonía del bipartidismo. De encarar correctamente este asunto depende seriamente nuestro futuro. mallorcadiario.com.
26 mayo 2014
23 mayo 2014
O más Europa o menos libertades
Cuando el político se mete en un jardín es de los pocos momentos en que podemos confiar en su sinceridad. Cañete, con su frustrada exculpación, se delató como el machista visceral que es y, por lo tanto, sincero e inocente: incapaz de entender que nadie aborde el asunto de acuerdo con sus mismos prejuicios. Ya nunca se librará del remoquete de Homo cañetus con que lo han bautizado las redes sociales.
Los líderes del euroescéptico UKIP británico de Nigel Farage, por ejemplo, se delatan un día sí y otro también en sus palabras y en sus actos. Uno de sus candidatos, Roger Helmer, atacó el otro día a un ciudadano que le había preguntado por sus gastos y tuvieron que separarlos, ¡con el agravante de que el agredido solo tenía un brazo! Una forma expeditiva de demostrar a los votantes firmeza de carácter, a la par que sutil de solicitar su voto. Esto sucedió un día después de que un ayudante de Farage se encontrara, mientras repartía folletos, a unos ciudadanos que se manifestaban contrarios al UKIP; ni corto ni perezoso, los mandó textualmente “a tomar por el culo”. Por su parte, la asesora de prensa del partido de Farage (una experta en las sutilezas de la comunicación, se entiende) llamó gorda a una adversaria y remató la actuación haciéndole una higa. Al parecer, los miembros de este partido creen que, para defender la xenofobia, la homofobia y el resto de sus fobias (a las críticas y a las mujeres con sobrepeso, por ejemplo) y conseguir el voto de unos ciudadanos, es necesario agredir a otros. A su lado, Cañete es la discreción personificada. Es sorprendente pero varios sondeos dan al UKIP la victoria en estos comicios.
Como en el fondo son unos blandos, existe un grupo escindido del UKIP, el partido An Independence From Europe, que considera a Farage poco menos que un vendido a Bruselas. En su propaganda ofrecen cuatro lemas: "reclamar nuestra soberanía"; "mantener el dinero de nuestros contribuyentes en el Reino Unido", "detener la inmigración" y "recobrar el control de nuestro comercio internacional". Los lemas se explican en la letra pequeña así (los resumo): “nos molesta que otros europeos participen en el dictado de normas que nos afectan”; “si no compartimos nuestros impuestos con otros europeos más pobres tendremos más empleo y mejores servicios”; “los de fuera nos quitan el trabajo”; y “la independencia será mucho más beneficiosa que confundirnos con toda esa gentuza europea a la hora de vender nuestros productos”. ¿Les suena todo esto?
Curiosamente, la candidata de este grupo de modernos australopitecos en la circunscripción sureste de Inglaterra es la eurodiputada Laurence Stassen, del neerlandés Partido de la Libertad (PVV) de Geert Wilders, una mujer y un partido que se benefician, así, del ordenamiento jurídico transnacional y de las instituciones que afirman querer destruir. Al PVV también le espera un buen resultado electoral, gracias a su cóctel de antiislamismo y euroescepticismo, y en la cámara se aliará con el Front National de Le Pen y probablemente con el UKIP o con su escisión.
Se trata del mismo discurso insolidario y excluyente cuyas proclamas hemos leído todos los santos días de nuestras vidas en las portadas de los periódicos españoles, solo que nuestros equivalentes a Farage y Wilders, debido a los complejos posfranquistas de la democracia, siempre han conservado contra toda lógica una vitola de progresismo pese a que en algunos casos incluso defendieron sus ideas ya no a bofetadas, como Helmer, sino con bombas. El nacionalismo es eso: exclusión, miedo/odio a lo distinto (el alcalde nacionalista de Sestao, un impresentable racista llamado Josu Bergara, lo acaba de demostrar), recetas simples para problemas complejos, oportunismo en el aprovechamiento de las ventajas del sistema, ensalzamiento irracional de lo propio, violencia explícita o implícita, populismo. Es, en puridad, mentir y –lo que es peor– estorbar los legítimos intereses que a mí me parecen verdaderamente progresistas: los de avanzar en la integración y en la protección de los derechos de ciudadanía de todos –vengamos de donde vengamos, pensemos lo que pensemos e, incluso, pesemos lo que pesemos–, que solo una Europa fuerte y unida en torno a sus ideales históricos de libertad podrá garantizar.
Paradójicamente, el mayor peligro para la continuidad de la Unión Europea no proviene de los partidos declaradamente euroescépticos, sino del europeísmo superficial de los grandes partidos. Angela Merkel acaba de anunciar –en otro de esos momentos de sinceridad que delatan, en este caso, un escaso aprecio por el parlamentarismo– que la Comisión se formará mediante una gran coalición popular-socialista que ya ha sido negociada prescindiendo de los resultados que se sumen el próximo domingo. La política europea la siguen protagonizando legalmente actores que creen en Europa menos que en las pequeñas naciones. Mientras los líderes nacionales sigan puenteando el Parlamento Europeo y la Comisión no sea un verdadero gobierno europeo emanado de la cámara, y no de los acuerdos de cuotas entre naciones y grandes partidos, la Unión seguirá siendo un fantasma de lo que podría ser y no defenderá los intereses comunes de los europeos. Los que llevan décadas gobernando Europa de común acuerdo, socialistas y populares, no creen en Europa; la prueba es que, pese a haber ya pactado secretamente la Comisión Europea a pachas, PP y PSOE prosiguen su teatro electoral centrado en las consignas más manidas de la política española, en la herencia recibida y en el y tú más. Ignoran el Parlamento Europeo y siguen calentando para las generales de 2015.
Es hora de dar una oportunidad a quienes pedimos una profunda reforma institucional de la Unión que dé protagonismo al Parlamento y suprima el Consejo donde solo se ventilan intereses nacionales; a quienes reclamamos la unión fiscal y financiera y una seguridad social y una inspección laboral comunes: a quienes sí creemos en Europa y en un futuro de mayor integración federal. Porque los europeístas superficiales, por su pobre legitimidad democrática, dan la razón a los euroescépticos; y, por su escasa fe en las instituciones y en los valores comunes, jamás serán capaces de hacer frente a los xenófobos. ¿Para qué votar al Parlamento Europeo –dirán algunos– si el gobierno de Europa lo acuerdan el PP y el PS europeos a instancias de Merkel? Precisamente para que entren en esa cámara personas y partidos que sí crean en la importancia de profundizar en la Unión y la defiendan, como en España, contra la perniciosa hegemonía del bipartidismo. De este asunto depende seriamente nuestro futuro.
Los líderes del euroescéptico UKIP británico de Nigel Farage, por ejemplo, se delatan un día sí y otro también en sus palabras y en sus actos. Uno de sus candidatos, Roger Helmer, atacó el otro día a un ciudadano que le había preguntado por sus gastos y tuvieron que separarlos, ¡con el agravante de que el agredido solo tenía un brazo! Una forma expeditiva de demostrar a los votantes firmeza de carácter, a la par que sutil de solicitar su voto. Esto sucedió un día después de que un ayudante de Farage se encontrara, mientras repartía folletos, a unos ciudadanos que se manifestaban contrarios al UKIP; ni corto ni perezoso, los mandó textualmente “a tomar por el culo”. Por su parte, la asesora de prensa del partido de Farage (una experta en las sutilezas de la comunicación, se entiende) llamó gorda a una adversaria y remató la actuación haciéndole una higa. Al parecer, los miembros de este partido creen que, para defender la xenofobia, la homofobia y el resto de sus fobias (a las críticas y a las mujeres con sobrepeso, por ejemplo) y conseguir el voto de unos ciudadanos, es necesario agredir a otros. A su lado, Cañete es la discreción personificada. Es sorprendente pero varios sondeos dan al UKIP la victoria en estos comicios.
Como en el fondo son unos blandos, existe un grupo escindido del UKIP, el partido An Independence From Europe, que considera a Farage poco menos que un vendido a Bruselas. En su propaganda ofrecen cuatro lemas: "reclamar nuestra soberanía"; "mantener el dinero de nuestros contribuyentes en el Reino Unido", "detener la inmigración" y "recobrar el control de nuestro comercio internacional". Los lemas se explican en la letra pequeña así (los resumo): “nos molesta que otros europeos participen en el dictado de normas que nos afectan”; “si no compartimos nuestros impuestos con otros europeos más pobres tendremos más empleo y mejores servicios”; “los de fuera nos quitan el trabajo”; y “la independencia será mucho más beneficiosa que confundirnos con toda esa gentuza europea a la hora de vender nuestros productos”. ¿Les suena todo esto?
Curiosamente, la candidata de este grupo de modernos australopitecos en la circunscripción sureste de Inglaterra es la eurodiputada Laurence Stassen, del neerlandés Partido de la Libertad (PVV) de Geert Wilders, una mujer y un partido que se benefician, así, del ordenamiento jurídico transnacional y de las instituciones que afirman querer destruir. Al PVV también le espera un buen resultado electoral, gracias a su cóctel de antiislamismo y euroescepticismo, y en la cámara se aliará con el Front National de Le Pen y probablemente con el UKIP o con su escisión.
Se trata del mismo discurso insolidario y excluyente cuyas proclamas hemos leído todos los santos días de nuestras vidas en las portadas de los periódicos españoles, solo que nuestros equivalentes a Farage y Wilders, debido a los complejos posfranquistas de la democracia, siempre han conservado contra toda lógica una vitola de progresismo pese a que en algunos casos incluso defendieron sus ideas ya no a bofetadas, como Helmer, sino con bombas. El nacionalismo es eso: exclusión, miedo/odio a lo distinto (el alcalde nacionalista de Sestao, un impresentable racista llamado Josu Bergara, lo acaba de demostrar), recetas simples para problemas complejos, oportunismo en el aprovechamiento de las ventajas del sistema, ensalzamiento irracional de lo propio, violencia explícita o implícita, populismo. Es, en puridad, mentir y –lo que es peor– estorbar los legítimos intereses que a mí me parecen verdaderamente progresistas: los de avanzar en la integración y en la protección de los derechos de ciudadanía de todos –vengamos de donde vengamos, pensemos lo que pensemos e, incluso, pesemos lo que pesemos–, que solo una Europa fuerte y unida en torno a sus ideales históricos de libertad podrá garantizar.
Paradójicamente, el mayor peligro para la continuidad de la Unión Europea no proviene de los partidos declaradamente euroescépticos, sino del europeísmo superficial de los grandes partidos. Angela Merkel acaba de anunciar –en otro de esos momentos de sinceridad que delatan, en este caso, un escaso aprecio por el parlamentarismo– que la Comisión se formará mediante una gran coalición popular-socialista que ya ha sido negociada prescindiendo de los resultados que se sumen el próximo domingo. La política europea la siguen protagonizando legalmente actores que creen en Europa menos que en las pequeñas naciones. Mientras los líderes nacionales sigan puenteando el Parlamento Europeo y la Comisión no sea un verdadero gobierno europeo emanado de la cámara, y no de los acuerdos de cuotas entre naciones y grandes partidos, la Unión seguirá siendo un fantasma de lo que podría ser y no defenderá los intereses comunes de los europeos. Los que llevan décadas gobernando Europa de común acuerdo, socialistas y populares, no creen en Europa; la prueba es que, pese a haber ya pactado secretamente la Comisión Europea a pachas, PP y PSOE prosiguen su teatro electoral centrado en las consignas más manidas de la política española, en la herencia recibida y en el y tú más. Ignoran el Parlamento Europeo y siguen calentando para las generales de 2015.
Es hora de dar una oportunidad a quienes pedimos una profunda reforma institucional de la Unión que dé protagonismo al Parlamento y suprima el Consejo donde solo se ventilan intereses nacionales; a quienes reclamamos la unión fiscal y financiera y una seguridad social y una inspección laboral comunes: a quienes sí creemos en Europa y en un futuro de mayor integración federal. Porque los europeístas superficiales, por su pobre legitimidad democrática, dan la razón a los euroescépticos; y, por su escasa fe en las instituciones y en los valores comunes, jamás serán capaces de hacer frente a los xenófobos. ¿Para qué votar al Parlamento Europeo –dirán algunos– si el gobierno de Europa lo acuerdan el PP y el PS europeos a instancias de Merkel? Precisamente para que entren en esa cámara personas y partidos que sí crean en la importancia de profundizar en la Unión y la defiendan, como en España, contra la perniciosa hegemonía del bipartidismo. De este asunto depende seriamente nuestro futuro.
19 mayo 2014
La importancia de votar
El chiste de Forges lo deja bien claro. “Todos los políticos son iguales”, dice el político (uno de esos de Forges, corpulento, con bigotito, traje y gafas negras); y el ciudadano, menudo y más bien despeinado pero socarrón, le contesta: “Eso es lo que ustedes quisieran”.
Efectivamente, a algunos les gustaría que los ciudadanos llegasen definitivamente a esa conclusión y, desesperados, dejasen masivamente de votar. Sé que esta afirmación me ganará acusaciones de demagogo y populista (milito desde hace casi siete años en UPyD y ya me lo habían dicho), pero fíjense ustedes en la campaña de perfil bajo que están haciendo el PP y el PSOE; fíjense en las dificultades y los recortes que la Junta Electoral de España ha impuesto en la campaña institucional europea de fomento del voto; observen que ninguno de los dos partidos grandes habla en esta campaña de Europa: se centran en si los unos son machistas y los otros feministas, se hacen fotos con sobrasadas, se acusan de los zapateriles males del pasado y de los dramas marianos del presente y, en definitiva, se comportan como si dos terceras partes de la legislación que nos afecta a diario no se aprobase en esa cámara europea que estamos convocados a elegir el próximo domingo, 25 de mayo. La campaña europea del PP y del PSOE está siendo un eco modesto del debate político nacional y un precalentamiento nada disimulado para las elecciones generales, autonómicas y locales del año que viene. Toda interpretación de los comicios del 25 de mayo hecha por el PP y el PSOE lo es en clave nacional. Electoralismo de la peor especie, rancio y desnortado. Lo que seguramente tiene bastante que ver con el hecho de que, a estas alturas, solo un 17% de los consultados en cierta encuesta estén seguros de que el domingo es la fecha de las elecciones europeas.
Si alguno duda que lo que digo sea cierto, aplique ese principio tan útil en criminología que suele enunciarse mediante unos versos de la Medea de Séneca: Cui prodest scelus, is fecit. ¿Quién se beneficia si el personal, hastiado porque todos los políticos son iguales o por simple desinterés hacia Europa, se queda en casa el domingo y no vota? Es evidente que los partidos grandes, porque los votos que los descontentos del PP y del PSOE no emitan no iban a ser, en todo caso, para ellos. Los perjudicados del desánimo electoral son los partidos pequeños, esos que pueden ser clave para que las reformas necesarias se lleven a cabo; y eso lo saben muy bien el PP y el PSOE.
Por eso fingen pelearse entre ellos dos en la televisión, en algo que llaman debate y no es más que una lectura de invectivas por turnos, pero previamente pactan no sacar a relucir la corrupción, uno de los problemas más graves que tiene España y que mancha por igual a los dos grandes partidos. Algo muy parecido al pressing catch, donde los actores fingen hacerse daño pero en ningún momento se lo hacen. Rosa Díez lo ha dicho hace muy poco: si el domingo nos abstenemos, estaremos indultando a los responsables de tanta corrupción e ineficacia; estaremos validando esas extrañas prioridades por las que preferimos rescatar a los bancos con el dinero de los ciudadanos mientras a estos se les recorta el sueldo; estaremos primando maquinarias obsoletas e hiperdimensionadas que se han financiado irregularmente, que han permitido que algunos sinvergüenzas roben el dinero que se nos concedía en Europa para la formación de los parados, o que podamos sospechar fundadamente que se otorgaron contratos públicos a cambio de sobres.
Aunque al PP y al PSOE les interese que pensemos que todos los políticos son iguales, el ciudadano de Forges tiene razón: no es cierto. Mientras unos se han colocado durante décadas en los consejos de las Cajas de Ahorros que llevaron a la quiebra, UPyD ha denunciado sus malas prácticas en el Parlamento y ante los tribunales. Mientras unos miraban para otro lado mientras sanguijuelas sin escrúpulos estafaban a miles de españoles escandalosamente, UPyD se querelló por el caso de las preferentes. Mientras sus imputados se atrincheran en sus 10.000 aforamientos judiciales, UPyD pide la abolición de este privilegio indigno de una democracia. Mientras se reparten el Consejo General del Poder Judicial, UPyD pide su despolitización. Mientras otros se aferraban al coche oficial, UPyD se encargaba de reducir el absurdo parque móvil madrileño. Mientras siguen colocando miles de cargos a dedo en toda España, UPyD pide la supresión de las diputaciones provinciales, la fusión de ayuntamientos y la supresión de toda duplicidad administrativa. Mientras todos los partidos asignan a sus fieles los jugosos cargos que la ley les otorga en los consejos de las televisiones públicas, UPyD se queda fuera porque entiende que la prensa debe ser independiente. Por lo mismo, mientras otros siguen gastando en subvenciones y publicidad institucional en la prensa, UPyD pide su supresión. Mientras algunos hablan de establecer nuevas fronteras, nosotros seguimos emperrados en que debemos propiciar más y mejor unión, yendo hacia una España federal dentro de una Europa federal. En cuanto a gestión interna, mientras el reciente informe de Transparencia Internacional suspende al PP (4,5) y al PSOE (3), a UPyD le asigna un sobresaliente (9), a enorme distancia del siguiente partido, que es IU (6).
No es cierto, por tanto, que todos los partidos políticos sean iguales. Y entre la ciudadanía ya ha cundido y corre como la pólvora un concepto que inauguró UPyD en la política española (¡uno más!): el del bipartidismo. O, como circula por las redes sociales, el PPSOE. No en vano el PSOE gobierna en Asturias con el apoyo del PP, después de romper su acuerdo con UPyD con tal de no reformar la ley electoral. No por nada escuchamos cada vez más llamadas a un gobierno de gran coalición PP-PSOE (entre ellas la de Felipe González). Ellos preferirán aliarse entre sí para salvaguardar todos los intereses que comparten desde hace muchos años, y que pocas veces coinciden con los de los españoles. Así se lo confesó José Manuel García-Margallo hace muy poco a Rosa Díez, al mencionar esta la imparable decadencia del bipartidismo. El ministro de Exteriores contestó a la portavoz magenta: “No te equivoques; si ponéis en riesgo el bipartidismo, el PP y el PSOE nos aliaremos y os aplastaremos como se aplasta una nuez”. Esa es la partida real; el debate a dos televisivo es teatro para seguir rodando.
El domingo los ciudadanos somos soberanos. No faltarán las llamadas al voto útil, pero ¿qué voto es más útil? ¿El otorgado a un partido que dispone de muchos escaños pero no cumple con las mínimas exigencias del decoro democrático, ni tiene fe en la separación de poderes, ni aprueba en transparencia ni acepta debatir sobre la corrupción, ni cumple sus promesas ni aporta soluciones valientes? ¿O el voto dado a un pequeño partido que con sus pocos diputados es capaz de poner sobre la mesa las reformas necesarias? Por no mencionar el hecho de que, por tratarse de una sola circunscripción, las elecciones europeas son las más proporcionales y justas de todas aquellas en las que participamos y todos los votos se traducen, así, en escaños. Aprovechemos esta circunstancia.
Mi obligación como portavoz y candidato de UPyD es pedir al lector el voto de este domingo para mi partido; pero, antes que eso, es mi deseo de ciudadano que nadie se quede en casa y que, entre todos, votemos a quien votemos, pongamos a los responsables del desaguisado donde merecen. Porque no sé si lo había mencionado pero en Europa también llevan muchos años viajando juntos y ya va siendo hora de darles el primer susto. mallorcadiario.com. El Mundo-El Día de Baleares.
Efectivamente, a algunos les gustaría que los ciudadanos llegasen definitivamente a esa conclusión y, desesperados, dejasen masivamente de votar. Sé que esta afirmación me ganará acusaciones de demagogo y populista (milito desde hace casi siete años en UPyD y ya me lo habían dicho), pero fíjense ustedes en la campaña de perfil bajo que están haciendo el PP y el PSOE; fíjense en las dificultades y los recortes que la Junta Electoral de España ha impuesto en la campaña institucional europea de fomento del voto; observen que ninguno de los dos partidos grandes habla en esta campaña de Europa: se centran en si los unos son machistas y los otros feministas, se hacen fotos con sobrasadas, se acusan de los zapateriles males del pasado y de los dramas marianos del presente y, en definitiva, se comportan como si dos terceras partes de la legislación que nos afecta a diario no se aprobase en esa cámara europea que estamos convocados a elegir el próximo domingo, 25 de mayo. La campaña europea del PP y del PSOE está siendo un eco modesto del debate político nacional y un precalentamiento nada disimulado para las elecciones generales, autonómicas y locales del año que viene. Toda interpretación de los comicios del 25 de mayo hecha por el PP y el PSOE lo es en clave nacional. Electoralismo de la peor especie, rancio y desnortado. Lo que seguramente tiene bastante que ver con el hecho de que, a estas alturas, solo un 17% de los consultados en cierta encuesta estén seguros de que el domingo es la fecha de las elecciones europeas.
Si alguno duda que lo que digo sea cierto, aplique ese principio tan útil en criminología que suele enunciarse mediante unos versos de la Medea de Séneca: Cui prodest scelus, is fecit. ¿Quién se beneficia si el personal, hastiado porque todos los políticos son iguales o por simple desinterés hacia Europa, se queda en casa el domingo y no vota? Es evidente que los partidos grandes, porque los votos que los descontentos del PP y del PSOE no emitan no iban a ser, en todo caso, para ellos. Los perjudicados del desánimo electoral son los partidos pequeños, esos que pueden ser clave para que las reformas necesarias se lleven a cabo; y eso lo saben muy bien el PP y el PSOE.
Por eso fingen pelearse entre ellos dos en la televisión, en algo que llaman debate y no es más que una lectura de invectivas por turnos, pero previamente pactan no sacar a relucir la corrupción, uno de los problemas más graves que tiene España y que mancha por igual a los dos grandes partidos. Algo muy parecido al pressing catch, donde los actores fingen hacerse daño pero en ningún momento se lo hacen. Rosa Díez lo ha dicho hace muy poco: si el domingo nos abstenemos, estaremos indultando a los responsables de tanta corrupción e ineficacia; estaremos validando esas extrañas prioridades por las que preferimos rescatar a los bancos con el dinero de los ciudadanos mientras a estos se les recorta el sueldo; estaremos primando maquinarias obsoletas e hiperdimensionadas que se han financiado irregularmente, que han permitido que algunos sinvergüenzas roben el dinero que se nos concedía en Europa para la formación de los parados, o que podamos sospechar fundadamente que se otorgaron contratos públicos a cambio de sobres.
Aunque al PP y al PSOE les interese que pensemos que todos los políticos son iguales, el ciudadano de Forges tiene razón: no es cierto. Mientras unos se han colocado durante décadas en los consejos de las Cajas de Ahorros que llevaron a la quiebra, UPyD ha denunciado sus malas prácticas en el Parlamento y ante los tribunales. Mientras unos miraban para otro lado mientras sanguijuelas sin escrúpulos estafaban a miles de españoles escandalosamente, UPyD se querelló por el caso de las preferentes. Mientras sus imputados se atrincheran en sus 10.000 aforamientos judiciales, UPyD pide la abolición de este privilegio indigno de una democracia. Mientras se reparten el Consejo General del Poder Judicial, UPyD pide su despolitización. Mientras otros se aferraban al coche oficial, UPyD se encargaba de reducir el absurdo parque móvil madrileño. Mientras siguen colocando miles de cargos a dedo en toda España, UPyD pide la supresión de las diputaciones provinciales, la fusión de ayuntamientos y la supresión de toda duplicidad administrativa. Mientras todos los partidos asignan a sus fieles los jugosos cargos que la ley les otorga en los consejos de las televisiones públicas, UPyD se queda fuera porque entiende que la prensa debe ser independiente. Por lo mismo, mientras otros siguen gastando en subvenciones y publicidad institucional en la prensa, UPyD pide su supresión. Mientras algunos hablan de establecer nuevas fronteras, nosotros seguimos emperrados en que debemos propiciar más y mejor unión, yendo hacia una España federal dentro de una Europa federal. En cuanto a gestión interna, mientras el reciente informe de Transparencia Internacional suspende al PP (4,5) y al PSOE (3), a UPyD le asigna un sobresaliente (9), a enorme distancia del siguiente partido, que es IU (6).
No es cierto, por tanto, que todos los partidos políticos sean iguales. Y entre la ciudadanía ya ha cundido y corre como la pólvora un concepto que inauguró UPyD en la política española (¡uno más!): el del bipartidismo. O, como circula por las redes sociales, el PPSOE. No en vano el PSOE gobierna en Asturias con el apoyo del PP, después de romper su acuerdo con UPyD con tal de no reformar la ley electoral. No por nada escuchamos cada vez más llamadas a un gobierno de gran coalición PP-PSOE (entre ellas la de Felipe González). Ellos preferirán aliarse entre sí para salvaguardar todos los intereses que comparten desde hace muchos años, y que pocas veces coinciden con los de los españoles. Así se lo confesó José Manuel García-Margallo hace muy poco a Rosa Díez, al mencionar esta la imparable decadencia del bipartidismo. El ministro de Exteriores contestó a la portavoz magenta: “No te equivoques; si ponéis en riesgo el bipartidismo, el PP y el PSOE nos aliaremos y os aplastaremos como se aplasta una nuez”. Esa es la partida real; el debate a dos televisivo es teatro para seguir rodando.
El domingo los ciudadanos somos soberanos. No faltarán las llamadas al voto útil, pero ¿qué voto es más útil? ¿El otorgado a un partido que dispone de muchos escaños pero no cumple con las mínimas exigencias del decoro democrático, ni tiene fe en la separación de poderes, ni aprueba en transparencia ni acepta debatir sobre la corrupción, ni cumple sus promesas ni aporta soluciones valientes? ¿O el voto dado a un pequeño partido que con sus pocos diputados es capaz de poner sobre la mesa las reformas necesarias? Por no mencionar el hecho de que, por tratarse de una sola circunscripción, las elecciones europeas son las más proporcionales y justas de todas aquellas en las que participamos y todos los votos se traducen, así, en escaños. Aprovechemos esta circunstancia.
Mi obligación como portavoz y candidato de UPyD es pedir al lector el voto de este domingo para mi partido; pero, antes que eso, es mi deseo de ciudadano que nadie se quede en casa y que, entre todos, votemos a quien votemos, pongamos a los responsables del desaguisado donde merecen. Porque no sé si lo había mencionado pero en Europa también llevan muchos años viajando juntos y ya va siendo hora de darles el primer susto. mallorcadiario.com. El Mundo-El Día de Baleares.
12 mayo 2014
Una Europa más integrada
No es verdad que todos los partidos sean iguales, ni es cierto que todos usen Europa como trampolín para las generales o las autonómicas. De hecho, muy al contrario, algunos llevamos mucho tiempo diciendo cosas en España que son coherentes, antes que nada, con la construcción europea.
La mayor amenaza para esa tarea histórica son sin duda los nacionalismos, sean estos antieuropeos o antinacionales. Por eso UPyD, que lleva años advirtiendo de la incompatibilidad del nacionalismo con el progreso, va a trabajar en el Parlamento Europeo para impedir el traslado de la mezquina perspectiva nacionalista a las instituciones europeas. Vamos a primar, una vez más, lo que nos une. Avanzar en la unidad financiera y fiscal, y no solo monetaria, permitirá ofrecer un frente común contra la actual crisis y contra las que se sucedan. Y eso requiere también una mayor integración política, social, laboral y educativa. Cualquier nacionalismo opera en el sentido contrario, generalmente asociado a la xenofobia y el rechazo del inmigrante. Progreso es, precisamente, eliminar fronteras y no levantarlas donde no las había.
Una Europa más integrada debe contar con instituciones que dispongan de competencias claramente definidas y que atiendan tanto la pluralidad de sus componentes como la aspiración a una política y un futuro comunes. El modelo que UPyD ha defendido y defiende para España, el federalismo cooperativo, es también el modelo que conviene al crecimiento de Europa. Creemos, además, que la Unión Europea debe contar con un gobierno más democrático: la Comisión debe ser ese gobierno, elegido por todos los ciudadanos de Europa conforme a una normativa única que genere un espacio electoral europeo consistente y que garantice la proporcionalidad en la representación; y por eso proponemos suprimir el Consejo, donde no están representados los ciudadanos sino los nacionalismos. Queremos más transparencia, más control parlamentario de las políticas y una perfecta rendición de cuentas, tanto en el contexto nacional como en el continental. Por economía, pero sobre todo por eficacia, la Unión Europea debe racionalizar sus instituciones: evitar duplicidades, ganar en agilidad, transparencia y simplicidad, establecer protocolos claros para la toma de decisiones, clarificar y catalogar las competencias de cada órgano.
La similitud entre nuestras aspiraciones institucionales para España y para Europa son fruto de nuestra nítida concepción de la política como servicio al ciudadano, tenga este el apellido que tenga –ciudadano balear, ciudadano español, ciudadano europeo– porque, al final, de lo que se trata es de que las administraciones sirvan al administrado. Todo lo demás –las llamadas a la identidad nacional o regional, los intentos de presentar estas elecciones como un mero conflicto entre los partidos viejos– no son más que una pérdida de tiempo y de recursos. La construcción de Europa no se beneficiará de tales mezquindades. mallorcadiario.com.
La mayor amenaza para esa tarea histórica son sin duda los nacionalismos, sean estos antieuropeos o antinacionales. Por eso UPyD, que lleva años advirtiendo de la incompatibilidad del nacionalismo con el progreso, va a trabajar en el Parlamento Europeo para impedir el traslado de la mezquina perspectiva nacionalista a las instituciones europeas. Vamos a primar, una vez más, lo que nos une. Avanzar en la unidad financiera y fiscal, y no solo monetaria, permitirá ofrecer un frente común contra la actual crisis y contra las que se sucedan. Y eso requiere también una mayor integración política, social, laboral y educativa. Cualquier nacionalismo opera en el sentido contrario, generalmente asociado a la xenofobia y el rechazo del inmigrante. Progreso es, precisamente, eliminar fronteras y no levantarlas donde no las había.
Una Europa más integrada debe contar con instituciones que dispongan de competencias claramente definidas y que atiendan tanto la pluralidad de sus componentes como la aspiración a una política y un futuro comunes. El modelo que UPyD ha defendido y defiende para España, el federalismo cooperativo, es también el modelo que conviene al crecimiento de Europa. Creemos, además, que la Unión Europea debe contar con un gobierno más democrático: la Comisión debe ser ese gobierno, elegido por todos los ciudadanos de Europa conforme a una normativa única que genere un espacio electoral europeo consistente y que garantice la proporcionalidad en la representación; y por eso proponemos suprimir el Consejo, donde no están representados los ciudadanos sino los nacionalismos. Queremos más transparencia, más control parlamentario de las políticas y una perfecta rendición de cuentas, tanto en el contexto nacional como en el continental. Por economía, pero sobre todo por eficacia, la Unión Europea debe racionalizar sus instituciones: evitar duplicidades, ganar en agilidad, transparencia y simplicidad, establecer protocolos claros para la toma de decisiones, clarificar y catalogar las competencias de cada órgano.
La similitud entre nuestras aspiraciones institucionales para España y para Europa son fruto de nuestra nítida concepción de la política como servicio al ciudadano, tenga este el apellido que tenga –ciudadano balear, ciudadano español, ciudadano europeo– porque, al final, de lo que se trata es de que las administraciones sirvan al administrado. Todo lo demás –las llamadas a la identidad nacional o regional, los intentos de presentar estas elecciones como un mero conflicto entre los partidos viejos– no son más que una pérdida de tiempo y de recursos. La construcción de Europa no se beneficiará de tales mezquindades. mallorcadiario.com.
05 mayo 2014
Europa, ámbito de libertad
La consolidación institucional de Europa nos conviene por muchos motivos. Además de elementos culturales comunes, pero que no nos harán mejores ciudadanos ni más felices por sí solos, existen necesidades económicas evidentes: la integración legal, administrativa y de mercados, las economías de escala, una mejor distribución de la riqueza, una mejor solidaridad interterritorial, una competencia eficaz con los gigantes norteamericano, chino y ruso. Pero suelo fijarme más en otra necesidad: la de proteger los derechos individuales. Europa es, por excelencia, la cuna histórica de los derechos y libertades y, por su propia idiosincrasia, el caldo de cultivo idóneo para su progreso.
Algunos que elogian sospechosas uniformidades y adhesiones patrióticas contra enemigos exteriores parecen olvidar el carácter multicultural que de manera insoslayable está en el ADN de Europa. Griegos, fenicios, iberos y celtas, cartagineses y romanos, escitas, francos, godos, sajones, hunos, árabes, bereberes, normandos, tártaros, eslavos, africanos, otra vez árabes, chinos, indios, indonesios, hispanoamericanos, chinos… Mediante la conquista, por favorecer el comercio, debido a la necesidad laboral de emigrar, por el deseo de disfrutar el sol meridional o la estabilidad nórdica, huyendo de persecuciones políticas o religiosas: Europa ha sido desde que nos acordamos de ella una tierra de mestizaje en la que, a veces de norte a sur y otras de sur a norte, individuos, colonias e incluso pueblos enteros han trasladado su residencia desde el exterior o en el seno de sus fronteras naturales. Solo Europa ha intercambiado todo tipo de flujos con el resto de los continentes, no siempre de manera pacífica, pero sí fructífera. Comparar a Europa con un crisol no es, por manido, menos cierto.
Hace siglos que Europa dejó atrás las querellas religiosas, y menos de cien que superamos los peores de nuestros conflictos bélicos. Este progreso ha ido estrictamente de la mano de los mayores niveles de integración política de la historia del continente. La Unión Europea es un artefacto imperfecto, sí, pero su existencia nos ha garantizado cotas desconocidas de bienestar y, sobre todo, un espacio de tolerancia. Europa es el ámbito donde la ley está por encima del privilegio y la solidaridad es objeto de políticas específicas. Es el lugar donde a nadie se persigue por sus ideas y, en cambio, se juzga sin piedad a los criminales de lesa humanidad; el paraguas bajo el que buscan asilo perseguidos políticos de todo el mundo. Con sus imperfecciones, Europa (junto a sus vástagos felices como Canadá o Australia) es ese lugar del mundo y del espíritu donde es posible que en una tienda de zapatos trabajen codo a codo un joven barbado de origen paquistaní, una judía nieta de supervivientes y un chico gay con los ojos pintados; donde en las aulas de cualquier universidad pueden compartir estudios y experiencia vital estudiantes de todos los rincones del continente o del mundo. Donde a nadie se le pregunta de dónde viene, sino qué es lo que sabe hacer o cómo contribuye a la prosperidad de sus conciudadanos.
Esa es la Europa a la que quiero pertenecer. Frente a esa Europa, hay otra mucho más miope en la que, en el mejor caso, se elogia el buen trabajo de alguien con la siguiente frase: “Pareces de aquí”. Una Europa mezquina y crédula en la que se afirma: “Si echamos a los inmigrantes (o, lo que es parecido: si dejamos la Unión Europea) nos irá mejor”. El recurso al enemigo exterior es el más viejo de los recursos populistas, y los nacionalismos se esfuerzan ante todo en marcar sus diferencias con el de fuera, con el foraster, con el extranjero. No vamos a hablar de los rancios nacionalismos catalán y vasco, porque ya sufrimos todos los días sus insufribles sermones. Se trata de todos los nacionalismos; los que afirman –obviando toda evidencia– que fuera del euro estaríamos mejor; los que insisten en que la culpa de todo la tienen los inmigrantes –esos que, según las estadísticas, proporcionalmente crean mayor número de empresas en España–; los que, como el UKIP de Nigel Farage o el PVV de Geert Wilders, cargan las tintas contra los que tienen un color distinto o un origen extranjero.
Independientemente de que económicamente nos compense o no, yo deseo que España integre y contribuya activamente a fortalecer las únicas instituciones que nos permitirán poner coto a la barbarie xenófoba y al fanatismo ideológico y percibir cada vez con más naturalidad la esencial diversidad de una sociedad en la que todos seamos conscientes de que la libertad y la prosperidad van de la mano de la tolerancia. Eso es Europa, y por eso merece la pena trabajar. mallorcadiario.com.
Algunos que elogian sospechosas uniformidades y adhesiones patrióticas contra enemigos exteriores parecen olvidar el carácter multicultural que de manera insoslayable está en el ADN de Europa. Griegos, fenicios, iberos y celtas, cartagineses y romanos, escitas, francos, godos, sajones, hunos, árabes, bereberes, normandos, tártaros, eslavos, africanos, otra vez árabes, chinos, indios, indonesios, hispanoamericanos, chinos… Mediante la conquista, por favorecer el comercio, debido a la necesidad laboral de emigrar, por el deseo de disfrutar el sol meridional o la estabilidad nórdica, huyendo de persecuciones políticas o religiosas: Europa ha sido desde que nos acordamos de ella una tierra de mestizaje en la que, a veces de norte a sur y otras de sur a norte, individuos, colonias e incluso pueblos enteros han trasladado su residencia desde el exterior o en el seno de sus fronteras naturales. Solo Europa ha intercambiado todo tipo de flujos con el resto de los continentes, no siempre de manera pacífica, pero sí fructífera. Comparar a Europa con un crisol no es, por manido, menos cierto.
Hace siglos que Europa dejó atrás las querellas religiosas, y menos de cien que superamos los peores de nuestros conflictos bélicos. Este progreso ha ido estrictamente de la mano de los mayores niveles de integración política de la historia del continente. La Unión Europea es un artefacto imperfecto, sí, pero su existencia nos ha garantizado cotas desconocidas de bienestar y, sobre todo, un espacio de tolerancia. Europa es el ámbito donde la ley está por encima del privilegio y la solidaridad es objeto de políticas específicas. Es el lugar donde a nadie se persigue por sus ideas y, en cambio, se juzga sin piedad a los criminales de lesa humanidad; el paraguas bajo el que buscan asilo perseguidos políticos de todo el mundo. Con sus imperfecciones, Europa (junto a sus vástagos felices como Canadá o Australia) es ese lugar del mundo y del espíritu donde es posible que en una tienda de zapatos trabajen codo a codo un joven barbado de origen paquistaní, una judía nieta de supervivientes y un chico gay con los ojos pintados; donde en las aulas de cualquier universidad pueden compartir estudios y experiencia vital estudiantes de todos los rincones del continente o del mundo. Donde a nadie se le pregunta de dónde viene, sino qué es lo que sabe hacer o cómo contribuye a la prosperidad de sus conciudadanos.
Esa es la Europa a la que quiero pertenecer. Frente a esa Europa, hay otra mucho más miope en la que, en el mejor caso, se elogia el buen trabajo de alguien con la siguiente frase: “Pareces de aquí”. Una Europa mezquina y crédula en la que se afirma: “Si echamos a los inmigrantes (o, lo que es parecido: si dejamos la Unión Europea) nos irá mejor”. El recurso al enemigo exterior es el más viejo de los recursos populistas, y los nacionalismos se esfuerzan ante todo en marcar sus diferencias con el de fuera, con el foraster, con el extranjero. No vamos a hablar de los rancios nacionalismos catalán y vasco, porque ya sufrimos todos los días sus insufribles sermones. Se trata de todos los nacionalismos; los que afirman –obviando toda evidencia– que fuera del euro estaríamos mejor; los que insisten en que la culpa de todo la tienen los inmigrantes –esos que, según las estadísticas, proporcionalmente crean mayor número de empresas en España–; los que, como el UKIP de Nigel Farage o el PVV de Geert Wilders, cargan las tintas contra los que tienen un color distinto o un origen extranjero.
Independientemente de que económicamente nos compense o no, yo deseo que España integre y contribuya activamente a fortalecer las únicas instituciones que nos permitirán poner coto a la barbarie xenófoba y al fanatismo ideológico y percibir cada vez con más naturalidad la esencial diversidad de una sociedad en la que todos seamos conscientes de que la libertad y la prosperidad van de la mano de la tolerancia. Eso es Europa, y por eso merece la pena trabajar. mallorcadiario.com.
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