28 febrero 2006
¿Cuál debe ser la respuesta de Occidente a la violencia islámica?
Desde la opulencia es muy fácil reclamar actitudes civilizadas a aquéllos a quienes contribuimos a oprimir y empobrecer. También es fácil generalizar respecto a la barbarie contra la realidad insoslayable: el mundo islámico comprende mil doscientos millones de personas (campesinos, artistas, panaderos, madres, filósofos) que, por pacíficas que puedan ser, no se olvidarán súbitamente de Jerusalén, Guantánamo, Abu Graib... Cuando bajemos del pedestal del poder –manchado de petróleo y de sangre– comenzará el diálogo. Hasta entonces, que no nos pase nada. Última Hora.
05 febrero 2006
Más sobre Ceuta, Melilla, España...
Es curioso cómo los asuntos que a uno en principio le parecen menos polémicos suelen atraer más comentarios. Uno de mis breves anteriores, dedicado a la -no por esperada menos impertinente- injerencia de las autoridades marroquíes en la tímida visita del presidente del gobierno a las ciudades españolas del norte de África, genera varios argumentos que creo debo contestar.
Jamás las tribus bereberes del norte de lo que hoy se denomina Marruecos se sintieron miembros de ese estado. Ni siquiera hoy podría asegurarse que los rifeños no preferirían un estado propio o, incluso, pertenecer a España antes que ser súbidtos del sátrapa alauí. Ni su existencia ni sus circunstancias guardan relación con las ciudades españolas del norte de África. Por otro lado, Ceuta no fue conquistada por los españoles, sino por los portugueses; España la heredó de ellos. Melilla sí fue conquistada por España, exactamente igual que antes Granada, Toledo, Valencia o Tarragona e igual que Navarra aún años después; pero su carácter de conquista no es motivo suficiente para dudar de su españolidad, porque no estamos hablando de la conquista de una colonia, sino de la de un territorio que desde entonces forma parte integrante de la nación. Como Vladivostok en Rusia; como Normandía en Francia; como el Algarve o las Azores en Portugal; como Nápoles en Italia. Tampoco es motivo para dudar de la españolidad de Ceuta y Melilla el hecho de que sus circunstancias geoestratégicas determinen una estrecha vinculación con el Ejército; que yo sepa, la presencia continuada de cuarteles militares en un territorio no indica su condición ajena, sino, precisamente, la soberanía efectiva del estado a que pertenece.
Pero todo esto resulta secundario con respecto a la verdadera causa de estas polémicas. Me inspiran mucha curiosidad todas esas personas, generalmente de izquierdas y la mayoría de buena fe, que, contra el sentido común histórico, aceptarían de buen grado un referéndum en Cataluña o Euskadi, o directamente su independencia, porque es muy democrático y muy estupendo, y en cambio defienden a capa y espada la marroquinidad de Ceuta y Melilla sin atender a que su población -incluso la musulmana- pretende seguir siendo española; tal vez ceutíes y melillenses no sean dignos de ese respeto a que los nacionalistas catalanes y vascos son tan acreedores. Esas mismas personas, por otro lado, en el caso de Gibraltar suelen anteponer al derecho internacional los deseos de los llanitos de ser británicos, porque, "total, a mí un peñón más o menos me da lo mismo".
¿Cuál es la diferencia que hace que estas personas empleen criterios tan incuestionablemente dispares aplicados a casos en parte semejantes, dependiendo de la soberanía que se cuestione? Que en unos casos se trata de defender la integridad de España y en otros de menoscabarla; y como el de España es un concepto desprestigiado para la izquierda, en San Sebastián hay que votar, clarísimo, pero en Melilla no. Porque de lo que se trata es de denostar a España y todo lo que huela a español, que es algo muy anticuado y seguramente fascista. Y antes que mostrar aprecio por la idea de España, es preferible hacerlo por cualquiera de quienes la combaten o estorban: los nacionalismos periféricos -incluidos los que incurren en terrorismo-, el tirano de Rabat, el ocupante británico. Es como la memez de no pronunciar nunca la palabra "España", sino "Estado español", no vaya a ser que nos salga un sarpullido.
Entregadas a este fin fundamentalmente denigrador, esas personas asumen como naturales definiciones tan falaces como las que leo todos los días en la prensa y pretenden justificar el sinsentido nacionalista, del siguiente tenor: "el estado plurinacional de los Reyes Católicos y de Felipe II", o "un estado en cuya legalidad quepan todas las naciones que existen en su territorio desde la caída del Imperio Romano" (impresionante descubrimiento). Vamos, que hay que comulgar con anacronismos, tergiversaciones, inconsecuencias y lo que haga falta con tal de no herir la susceptibilidad de los nacionalistas, de quienes todos reconocen se mueven "por sentimientos". No vale que nosostros nos movamos por razones, no. A los melillenses, en cambio, sí podemos herirles, porque su nacionalismo español es carca.
Vamos a dejarnos de tonterías: aquí nadie pretende ser más demócrata, ni más práctico, ni más justo, ni más nada. Aquí lo que pasa es que en lugar de estudiar historia vivimos de consignas y fútbol. Para los progres menos reflexivos, España es caca y meterse con ella queda mejor. Todavía duelen en nuestros oídos las palabras que el otro día y a media tarde dedicó a España en TV3 (recordémoslo: una televisión pública) un desquiciado Pepe Rubianes, para gran regocijo del conductor del programa: "Que se vaya a la mierda la puta España." "Que se metan a España en el puto culo a ver si les explotan los huevos." "A mí la unidad de España me suda la polla por delante y por detrás." Esto, de haber sucedido en Francia (lo cual es impensable), habría supuesto el paro perpetuo para el imbécil malhablado, para quien lo contrató y para el presentador que le rió la gracia, y eso con independencia del contexto en que hubieran sido pronunciadas. En España no pasa nada. Pero, eso sí, que nadie ose criticar aun educadamente al nacionalismo, porque éste clamará -arrogándose injustamente la representación de todos los catalanes o del pueblo vasco- al cielo de las libertades democráticas... De igual modo, llevar el nombre de España en la boca a todas horas debe ser mucho más patriótico y de orden y por esa razón tan sólida hay que comprar cava extremeño en Navidad. Hoy he vuelto a recibir un correo electrónico deplorable en que se insta al odio a los catalanes y a todo lo catalán. Circulan constantemente. También sé que es probable que algunos de mis suscriptores se den de baja de este blog a raíz de la publicación de estas notas apresuradas: los más nacionalistas porque desprecio y siempre despreciaré esa faramalla de prejuicios y falsedades que ellos llaman ideología; aquéllos que confían en la actual cúpula del Partido Popular porque los llamo y llamaré siempre usurpadores y manipuladores de la patria -además de torpes. Contra argumentos, consignas. Es así de sencillo y triste, pero así nos conducimos unos y otros.
Cada vez estoy más convencido: no me cansaré de repetir que no todas las ideas son válidas ni respetables, y cuando una persona o un colectivo (por muy amplio que éste sea) están equivocados hay que decírselo cuando aún es tiempo, antes de que se produzca, por ejemplo, un Holocausto, la quema de los conventos, un 11-S... Y los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, y también los del género nacional-aznarista, están sumamente equivocados; y los ciudadanos progresistas que históricamente se han dejado arrastrar por el prejuicio antiespañol y dejan en manos de personajes como Eduardo Zaplana o Ángel Acebes la defensa del concepto de España, son gravemente irresponsables y deberían tomar nota de la relación que mantienen con su patria los ciudadanos de izquierdas en Francia o el Reino Unido, por ejemplo. Así hay que decirlo cuantas veces sea necesario. Pero es que, además, no estoy dispuesto a que me comparen con ellos. Estoy muy convencido de que no ser nacionalista me hace -en el ámbito que corresponda y sólo en ése- infinitamente superior a los nacionalistas y a quienes se dejan engañar por su discurso, y por tanto los complejos sobran tanto como las generalizaciones. También sobran los odios: ante el error sólo cabe la tolerancia y mucha pedagogía.
Jamás las tribus bereberes del norte de lo que hoy se denomina Marruecos se sintieron miembros de ese estado. Ni siquiera hoy podría asegurarse que los rifeños no preferirían un estado propio o, incluso, pertenecer a España antes que ser súbidtos del sátrapa alauí. Ni su existencia ni sus circunstancias guardan relación con las ciudades españolas del norte de África. Por otro lado, Ceuta no fue conquistada por los españoles, sino por los portugueses; España la heredó de ellos. Melilla sí fue conquistada por España, exactamente igual que antes Granada, Toledo, Valencia o Tarragona e igual que Navarra aún años después; pero su carácter de conquista no es motivo suficiente para dudar de su españolidad, porque no estamos hablando de la conquista de una colonia, sino de la de un territorio que desde entonces forma parte integrante de la nación. Como Vladivostok en Rusia; como Normandía en Francia; como el Algarve o las Azores en Portugal; como Nápoles en Italia. Tampoco es motivo para dudar de la españolidad de Ceuta y Melilla el hecho de que sus circunstancias geoestratégicas determinen una estrecha vinculación con el Ejército; que yo sepa, la presencia continuada de cuarteles militares en un territorio no indica su condición ajena, sino, precisamente, la soberanía efectiva del estado a que pertenece.
Pero todo esto resulta secundario con respecto a la verdadera causa de estas polémicas. Me inspiran mucha curiosidad todas esas personas, generalmente de izquierdas y la mayoría de buena fe, que, contra el sentido común histórico, aceptarían de buen grado un referéndum en Cataluña o Euskadi, o directamente su independencia, porque es muy democrático y muy estupendo, y en cambio defienden a capa y espada la marroquinidad de Ceuta y Melilla sin atender a que su población -incluso la musulmana- pretende seguir siendo española; tal vez ceutíes y melillenses no sean dignos de ese respeto a que los nacionalistas catalanes y vascos son tan acreedores. Esas mismas personas, por otro lado, en el caso de Gibraltar suelen anteponer al derecho internacional los deseos de los llanitos de ser británicos, porque, "total, a mí un peñón más o menos me da lo mismo".
¿Cuál es la diferencia que hace que estas personas empleen criterios tan incuestionablemente dispares aplicados a casos en parte semejantes, dependiendo de la soberanía que se cuestione? Que en unos casos se trata de defender la integridad de España y en otros de menoscabarla; y como el de España es un concepto desprestigiado para la izquierda, en San Sebastián hay que votar, clarísimo, pero en Melilla no. Porque de lo que se trata es de denostar a España y todo lo que huela a español, que es algo muy anticuado y seguramente fascista. Y antes que mostrar aprecio por la idea de España, es preferible hacerlo por cualquiera de quienes la combaten o estorban: los nacionalismos periféricos -incluidos los que incurren en terrorismo-, el tirano de Rabat, el ocupante británico. Es como la memez de no pronunciar nunca la palabra "España", sino "Estado español", no vaya a ser que nos salga un sarpullido.
Entregadas a este fin fundamentalmente denigrador, esas personas asumen como naturales definiciones tan falaces como las que leo todos los días en la prensa y pretenden justificar el sinsentido nacionalista, del siguiente tenor: "el estado plurinacional de los Reyes Católicos y de Felipe II", o "un estado en cuya legalidad quepan todas las naciones que existen en su territorio desde la caída del Imperio Romano" (impresionante descubrimiento). Vamos, que hay que comulgar con anacronismos, tergiversaciones, inconsecuencias y lo que haga falta con tal de no herir la susceptibilidad de los nacionalistas, de quienes todos reconocen se mueven "por sentimientos". No vale que nosostros nos movamos por razones, no. A los melillenses, en cambio, sí podemos herirles, porque su nacionalismo español es carca.
Vamos a dejarnos de tonterías: aquí nadie pretende ser más demócrata, ni más práctico, ni más justo, ni más nada. Aquí lo que pasa es que en lugar de estudiar historia vivimos de consignas y fútbol. Para los progres menos reflexivos, España es caca y meterse con ella queda mejor. Todavía duelen en nuestros oídos las palabras que el otro día y a media tarde dedicó a España en TV3 (recordémoslo: una televisión pública) un desquiciado Pepe Rubianes, para gran regocijo del conductor del programa: "Que se vaya a la mierda la puta España." "Que se metan a España en el puto culo a ver si les explotan los huevos." "A mí la unidad de España me suda la polla por delante y por detrás." Esto, de haber sucedido en Francia (lo cual es impensable), habría supuesto el paro perpetuo para el imbécil malhablado, para quien lo contrató y para el presentador que le rió la gracia, y eso con independencia del contexto en que hubieran sido pronunciadas. En España no pasa nada. Pero, eso sí, que nadie ose criticar aun educadamente al nacionalismo, porque éste clamará -arrogándose injustamente la representación de todos los catalanes o del pueblo vasco- al cielo de las libertades democráticas... De igual modo, llevar el nombre de España en la boca a todas horas debe ser mucho más patriótico y de orden y por esa razón tan sólida hay que comprar cava extremeño en Navidad. Hoy he vuelto a recibir un correo electrónico deplorable en que se insta al odio a los catalanes y a todo lo catalán. Circulan constantemente. También sé que es probable que algunos de mis suscriptores se den de baja de este blog a raíz de la publicación de estas notas apresuradas: los más nacionalistas porque desprecio y siempre despreciaré esa faramalla de prejuicios y falsedades que ellos llaman ideología; aquéllos que confían en la actual cúpula del Partido Popular porque los llamo y llamaré siempre usurpadores y manipuladores de la patria -además de torpes. Contra argumentos, consignas. Es así de sencillo y triste, pero así nos conducimos unos y otros.
Cada vez estoy más convencido: no me cansaré de repetir que no todas las ideas son válidas ni respetables, y cuando una persona o un colectivo (por muy amplio que éste sea) están equivocados hay que decírselo cuando aún es tiempo, antes de que se produzca, por ejemplo, un Holocausto, la quema de los conventos, un 11-S... Y los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, y también los del género nacional-aznarista, están sumamente equivocados; y los ciudadanos progresistas que históricamente se han dejado arrastrar por el prejuicio antiespañol y dejan en manos de personajes como Eduardo Zaplana o Ángel Acebes la defensa del concepto de España, son gravemente irresponsables y deberían tomar nota de la relación que mantienen con su patria los ciudadanos de izquierdas en Francia o el Reino Unido, por ejemplo. Así hay que decirlo cuantas veces sea necesario. Pero es que, además, no estoy dispuesto a que me comparen con ellos. Estoy muy convencido de que no ser nacionalista me hace -en el ámbito que corresponda y sólo en ése- infinitamente superior a los nacionalistas y a quienes se dejan engañar por su discurso, y por tanto los complejos sobran tanto como las generalizaciones. También sobran los odios: ante el error sólo cabe la tolerancia y mucha pedagogía.
Democracia e intereses
Resulta que si un fiscal mantiene criterios diferentes a los del partido en el gobierno, es fulminado a las primeras de cambio. Si el presidente de una Caja no se ajusta a las exigencias de los políticos que controlan la entidad, es sustituido. Si la persona que dirige una televisión pública no cumple con las expectativas del partido mayoritario, es reemplazada. Cuando una importante empresa de energía se opone en libre competencia a otra empresa rival más cercana al grupo político en el poder y al grupo mediático que lo apoya, le cae una OPA. El acceso al CGPJ, al Tribunal Supremo y al Tribunal Constitucional está igualmente determinado por la coyuntura política.
Tan absoluto control de las instituciones públicas y privadas que articulan el estado por la aritmética parlamentaria puede parecer signo de democracia genuina, y quizá lo sería si las mayorías parlamentarias representasen con fidelidad los deseos de la ciudadanía. Lo cierto, me temo, es que nadie debe su acta de diputado a la defensa independiente de unos principios asumidos por una voluntad popular críticamente formada, sino sólo –en virtud de un sistema electoral perverso y de la televisión– a la cúpula de un partido; y en éstas no prevalece el interés público, sino un denso entramado de intereses económicos en que no importa tanto qué beneficia al ciudadano (al trabajador, al inmigrante, al medio ambiente, al hombre y la mujer libres, al niño que necesita educación de calidad) como qué es lo que permite mantener intactas las cuotas de poder de quienes deben disfrutarlas. Así de triste es nuestro estado de derecho, porque así lo queremos. Y si no, que se lo pregunten a Eduardo Fungairiño. Última Hora.
Tan absoluto control de las instituciones públicas y privadas que articulan el estado por la aritmética parlamentaria puede parecer signo de democracia genuina, y quizá lo sería si las mayorías parlamentarias representasen con fidelidad los deseos de la ciudadanía. Lo cierto, me temo, es que nadie debe su acta de diputado a la defensa independiente de unos principios asumidos por una voluntad popular críticamente formada, sino sólo –en virtud de un sistema electoral perverso y de la televisión– a la cúpula de un partido; y en éstas no prevalece el interés público, sino un denso entramado de intereses económicos en que no importa tanto qué beneficia al ciudadano (al trabajador, al inmigrante, al medio ambiente, al hombre y la mujer libres, al niño que necesita educación de calidad) como qué es lo que permite mantener intactas las cuotas de poder de quienes deben disfrutarlas. Así de triste es nuestro estado de derecho, porque así lo queremos. Y si no, que se lo pregunten a Eduardo Fungairiño. Última Hora.
03 febrero 2006
No te jode
Lo único que nos faltaba es que sea el señor Benabdelá, ministro marroquí de Comunicación (que es como llama aquel régimen al jefe de Propaganda), quien evalúe la oportunidad de las visitas del presidente del gobierno español a dos ciudades españolas. Propongo que algún portavoz del gobierno Zapatero señale la inoportunidad de la próxima visita del déspota alauí a, no sé, por ejemplo, Fez. Y, de paso, la ilegalidad de sus visitas a El Aaiún. Las del déspota y las de sus tanquetas. Última Hora.
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