Quien haya leído la novela Cerco de arena (Barcelona: Luis de Caralt, 1961; Puerto del Rosario: Cabildo de Fuerteventura, 1998), del médico y periodista grancanario Enrique Nácher, y, mejor, quien haya vivido personalmente las inclemencias climáticas de la Jandía de hace cincuenta años, recordarán el ciclo anual como una sucesión de calamidades, salpicada de vez en vez por un año de aguas fecundadoras, si bien nunca suficientes. La tierra ingrata, la sequía, la plaga de langosta africana y, finalmente, la lluvia torrencial azotaban unas existencias aparentemente sin otro sentido que el sufrimiento.
La novela, de una calidad muy limitada (al costumbrismo más ramplón añade un argumento trivial e, incluso, a veces una puntuación deficiente), tiene no obstante el mérito de atestiguar una época ya difunta. Jandía es, en sus páginas, un reino natural en el que los humanos no son sino una especie más en busca de su supervivencia; una especie que no siempre tiene éxito en ese designio. La muerte violenta, la emigración, el aislamiento son elementos siempre presentes en las vidas de los habitantes del Morro Jable novelado. En la relación establecida entre Naturaleza y hombre, el papel de la primera es el de protagonista, mientras que el segundo se limita a esperar el agua y a confiar en “el amparo de Dios”.
Hoy día parece que el majorero toma venganza en la Naturaleza que le fue tan hostil -y aún tan sincera- durante siglos. Leemos el reciente artículo de Montserrat Martín Reguera (“Sin paisaje no hay identidad”, Canarias 7, 16 de diciembre de 2001) y no podemos sino asentir, casi con lágrimas de rabia en los ojos, ante su enumeración de los desmanes autorizados por las instituciones majoreras. Hoy no sufre el hombre: sufren las gavias, los barrancos, los malpaíses, las calderas, las montañas, la fauna y la flora. Se cambiaron las tornas, y hoy es difícil encontrar en nuestra isla una comarca natural que no haya sido menoscabada por manos irresponsables.
Nos digan lo que nos digan nuestros políticos, no necesitamos este ritmo de crecimiento. No necesitamos miles de plazas hoteleras donde no hay población que atienda esas plazas. ¿Por qué crecer por encima de nuestras necesidades? ¿Por qué crecer en número de camas de alojamiento, pero no en camas de hospital ni en pupitres escolares? ¿Qué interés tienen nuestros políticos en que así sea? Me niego a aceptar que todos ellos sean incompetentes o corruptos. Me niego a aceptarlo, y por eso todavía me pregunto por qué sucede todo esto. Del cerco de arena hemos pasado a estar cercados por la falta de visión a largo plazo, por la mezquindad electoralista y por los intereses económicos. Y quienes sufren son la isla y nuestro futuro en ella.
Desde estas líneas nos unimos al colofón de Montserrat Martín Reguera. Ni una cama más. Canarias 7 Fuerteventura.
30 diciembre 2001
22 diciembre 2001
Armar un belén
Llegan la Navidad y, con ella, los belenes. Llega la Navidad y tal vez no recordamos el sentido de esas figuritas que ilustran el alumbramiento más relevante en la historia de Occidente y, si queremos, del mundo. A los cristianos corresponde seguramente preguntarse si el primitivo sentido de su celebración tiene hoy algún protagonismo, siquiera alguna presencia, en nuestras navidades. Quizá deban preguntárselo a sí mismos, y después trasladar sus dudas a los que administran sus impuestos y ministran su soberanía. Pero éste es otro asunto.
Aquí nos proponíamos solamente comentar con nostalgia esta hermosa costumbre de armar el belén: repartir sobre un gran tablero unas montañas de papel maché, una hierba de musgo o tapete verde, una nieve de harina o poliexpán, un río de papel de plata y unas figuritas que representan el nacimiento de Jesús de Nazaret. Varias escenas del Evangelio se resumen en el belén: la anunciación a los pastores, la adoración, la llegada de los Magos (y no, por cierto, del usurpador Papá Noel); y, por qué no, alguna extraevangélica: el pastor que evacúa sus necesidades detrás de un árbol, que lo sagrado no quita lo humano. Algunos de los mejores recuerdos de nuestra infancia tienen que ver con la colocación del belén en casa, que una vez al año nos ofrecía la posibilidad de ser creadores de un mundo diminuto pero acorde con nuestros deseos.
Nada tenía que ver aquello con los improvisados guiones de nuestros juegos de indios y vaqueros, con muñequitos de plástico de color azul o rojo que siempre se caían porque sus bases tenían una incómoda rebaba en el centro. Las figuritas del belén se mantenían en pie porque eran de cerámica o plástico bien acabado, mostraban todos los colores de una película de romanos y no lanzaban flechas ni sostenían el lazo de los vaqueros, un tanto ridículo en su inmóvil despliegue, sino que, más pacíficas, lavaban ropa en el río, portaban corderos en los hombros o admiraban el paso de los astrólogos orientales a lomos de unos camellos lujosamente enjaezados. El guión del belén estaba prefijado y nuestra labor se basaba en la fidelidad: aunque el río pasase por otro lado o el castillo de Herodes cayese en otra esquina, la escena debía ser completa y fiel a la historia sagrada. Un belén no se improvisa.
Y ¿qué me dicen de los pasos previos? Abrir la caja que había permanecido durante doce meses de rara hibernación en lo alto de un armario y que, sorprendentemente, en todo ese tiempo nunca había conseguido tentar nuestra curiosidad; liberar los paquetitos del embozo de espumillón y apartar las bolas de colores para el árbol; desempolvar y abrir los líos de papel de periódico y rescatar del voluntario olvido al ángel, a la pastora y a la familia de ocas... El gozo que nos procuraba toda aquella paciencia recompensada es irretornable. Sólo podemos aspirar a experimentar algo parecido gracias a la mediación de nuestros hijos.
José Jiménez Lozano nos acaba de recordar con concisión e ironía sobresalientes el origen de los belenes y de la expresión “armarse un belén” (Rinconete, 17 de diciembre de 2001, Centro Virtual Cervantes). Verdaderamente no parece muy acorde con lo establecido que el pueblo llano se acerque con sus regalos y su adoración a un pesebre habitado por un recién nacido antes que al castillo del rey, ni que éste ocupe en el paisaje una posición muy secundaria con respecto al humilde establo. Cierto carácter subversivo que en la Edad Media motivó que se prohibieran los belenes se puede así mismo predicar de quien “monta un belén” para protestar por una injusticia. Al hilo de esta reflexión recuerdo la acampada de los trabajadores de Sintel en el Paseo de la Castellana de Madrid, este año que acaba, durante muchos meses de frío y calor: tremendo y admirable belén armaron allá para lograr que sus derechos fuesen reconocidos y llevados a efecto. Un belén, con sus chocitas y sus figuras de carne y hueso, que recompensó la paciencia, la ilusión y un pacífico pero exigente concepto de la justicia social. Y posiblemente sólo sea ese sentido de la expresión “armar un belén” el que a nosotros, ya adultos sin remedio, nos puede satisfacer plenamente. Canarias 7 Fuerteventura.
Aquí nos proponíamos solamente comentar con nostalgia esta hermosa costumbre de armar el belén: repartir sobre un gran tablero unas montañas de papel maché, una hierba de musgo o tapete verde, una nieve de harina o poliexpán, un río de papel de plata y unas figuritas que representan el nacimiento de Jesús de Nazaret. Varias escenas del Evangelio se resumen en el belén: la anunciación a los pastores, la adoración, la llegada de los Magos (y no, por cierto, del usurpador Papá Noel); y, por qué no, alguna extraevangélica: el pastor que evacúa sus necesidades detrás de un árbol, que lo sagrado no quita lo humano. Algunos de los mejores recuerdos de nuestra infancia tienen que ver con la colocación del belén en casa, que una vez al año nos ofrecía la posibilidad de ser creadores de un mundo diminuto pero acorde con nuestros deseos.
Nada tenía que ver aquello con los improvisados guiones de nuestros juegos de indios y vaqueros, con muñequitos de plástico de color azul o rojo que siempre se caían porque sus bases tenían una incómoda rebaba en el centro. Las figuritas del belén se mantenían en pie porque eran de cerámica o plástico bien acabado, mostraban todos los colores de una película de romanos y no lanzaban flechas ni sostenían el lazo de los vaqueros, un tanto ridículo en su inmóvil despliegue, sino que, más pacíficas, lavaban ropa en el río, portaban corderos en los hombros o admiraban el paso de los astrólogos orientales a lomos de unos camellos lujosamente enjaezados. El guión del belén estaba prefijado y nuestra labor se basaba en la fidelidad: aunque el río pasase por otro lado o el castillo de Herodes cayese en otra esquina, la escena debía ser completa y fiel a la historia sagrada. Un belén no se improvisa.
Y ¿qué me dicen de los pasos previos? Abrir la caja que había permanecido durante doce meses de rara hibernación en lo alto de un armario y que, sorprendentemente, en todo ese tiempo nunca había conseguido tentar nuestra curiosidad; liberar los paquetitos del embozo de espumillón y apartar las bolas de colores para el árbol; desempolvar y abrir los líos de papel de periódico y rescatar del voluntario olvido al ángel, a la pastora y a la familia de ocas... El gozo que nos procuraba toda aquella paciencia recompensada es irretornable. Sólo podemos aspirar a experimentar algo parecido gracias a la mediación de nuestros hijos.
José Jiménez Lozano nos acaba de recordar con concisión e ironía sobresalientes el origen de los belenes y de la expresión “armarse un belén” (Rinconete, 17 de diciembre de 2001, Centro Virtual Cervantes). Verdaderamente no parece muy acorde con lo establecido que el pueblo llano se acerque con sus regalos y su adoración a un pesebre habitado por un recién nacido antes que al castillo del rey, ni que éste ocupe en el paisaje una posición muy secundaria con respecto al humilde establo. Cierto carácter subversivo que en la Edad Media motivó que se prohibieran los belenes se puede así mismo predicar de quien “monta un belén” para protestar por una injusticia. Al hilo de esta reflexión recuerdo la acampada de los trabajadores de Sintel en el Paseo de la Castellana de Madrid, este año que acaba, durante muchos meses de frío y calor: tremendo y admirable belén armaron allá para lograr que sus derechos fuesen reconocidos y llevados a efecto. Un belén, con sus chocitas y sus figuras de carne y hueso, que recompensó la paciencia, la ilusión y un pacífico pero exigente concepto de la justicia social. Y posiblemente sólo sea ese sentido de la expresión “armar un belén” el que a nosotros, ya adultos sin remedio, nos puede satisfacer plenamente. Canarias 7 Fuerteventura.
28 noviembre 2001
Guerra en Afganistán: la hipocresía al poder
En los Estados Unidos, la asociación de antiguos alumnos universitarios ACTA ha publicado un estudio acerca del “patriotismo” en las universidades norteamericanas. Para colgarle a estas instituciones el sambenito odioso de antipatriotas, este informe pone de manifiesto que el apoyo a la guerra, que es casi general en la población, baja si se hace la encuesta en los campus universitarios. La interpretación de este fenómeno por parte del estudio de ACTA no considera la posibilidad de que los profesores y estudiantes universitarios tengan una visión más informada, más inteligente o menos prejuiciosa del conflicto; al contrario, lo califica de “reacción de la Torre de Marfil”. Es decir, los universitarios viven en un mundo ideal, separados de los problemas del mundo real por sus lecturas y su actividad intelectual, que seguramente son excesivas...
Una institución privada tiene derecho a publicar los informes que estime convenientes. Lo único preocupante es que se trata de una asociación fuertemente vinculada al gobierno norteamericano a través de la familia Cheney. Eso, unido al hecho de que ya se empiezan a elaborar listas de profesores “patriotas” y “antipatriotas” y a analizar sus manifestaciones en clave de patriotismo, hace temer una regresión a los tiempos del maccarthismo y la caza de brujas. Por otra parte, es sabido que el FBI ha presionado en favor de la autorización de los “métodos especiales” (es decir, de la tortura) en el interrogatorio de los detenidos por sospechosos de colaboración con Al-Qaeda. ¿Qué mejor victoria se le puede brindar a Osama Bin Laden y sus descerebrados que suprimir en nuestros regímenes la libertad de expresión y el habeas corpus?
El ministro español de Interior ha dicho recientemente que “esta batalla la van a ganar la decencia y la moral, y quienes creen que la vida de las personas, sus derechos y libertades están por encima de la actuación de cualquier loco y de cualquier motivación que pueda esgrimir para hacerlo”. La frase fue pronunciada por Mariano Rajoy tras haber transmitido el pésame del Gobierno a la familia del ertzaina recientemente asesinado, Javier Mijangos. Efectivamente, los derechos y libertades de los vascos están por encima de todo; pero los de todos los vascos. Incluso los de los delincuentes. Eso es lo que aprendimos de la indigna aventura del GAL, y eso es lo que nos legitima; o al menos eso creíamos.
Y no obstante, el mismo gobierno cuyo ministro emite esas palabras, un gobierno que con toda razón condenó el GAL promovido por el gobierno de Felipe González, hoy apoya y es cómplice de una carnicería generalizada en Afganistán. El gobierno de los Estados Unidos ha autorizado la intervención en suelo afgano de su Delta Force, una unidad de combatientes de elite sin control ni sujeción a norma alguna. Ese gobierno, y a su lado el de España y el resto de los occidentales, han apoyado a las tropas de una Alianza del Norte que no podemos considerar los buenos de la película, tras conocer sus hazañas. Nuestros aliados mujaidines gustan de decapitar, torturar y matar en general y con crueldad extrema. Contra lo previsto por la Convención de Ginebra, fríen hasta la muerte a sus prisioneros dentro de contenedores metálicos abandonados al sol del desierto. Despojan a las mujeres del burka sólo para violarlas. Éstos son nuestros aliados, a los que en nombre de la justicia y del antiterrorismo toleramos tropelías sin fin. Son nuestra carne de cañón y nuestros sicarios. Ellos asesinan mientras mantenemos nuestras manos limpias y nuestros discursos altisonantes. Caerá Osama Bin Laden y ellos seguirán torturando, produciendo la heroína que la mafia rusa comercializa, asesinando a periodistas, entregándose al latrocinio y al terror.
Semejante va a ser el resultado de la campaña bélica en que con tanto ardor desea participar el presidente Aznar. Pero, en buena lógica, si el GAL no es de recibo, la matanza en Afganistán tampoco. No porque hospitales sean bombardeados por error o sin él, ni porque mueran niños inocentes en un campo de minas, sino porque también en nuestro trato con los delincuentes estamos sometidos a la ley. También ellos son sujetos de derechos. Aunque posiblemente ellos no merezcan que sus derechos sean respetados, nosotros no nos merecemos que nuestros gobiernos caigan tan bajo como ellos. Ningún deseo de justicia, ni tras la catástrofe neoyorquina ni tras ninguna, deroga los derechos de los afganos, ni tampoco los de los terroristas. Ninguna forma de pensar, ningún fin por justo que sea justifica medios ilegales en un presunto estado de derecho, ni en una comunidad internacional que presuntamente se rige por el derecho de gentes.
En el País Vasco el gobierno autónomo tolera y a veces patrocina la actividad de quienes amparan y dan cobertura a ETA. Dado el paralelismo que entre los integristas islámicos y los integristas abertzales continuamente establecen nuestros gobernantes, los siguientes pasos del presidente Aznar ya nos los imaginamos: bombardear San Sebastián, Bilbao y Vitoria, ocupar los valles de Guipúzcoa y entregarlos al saqueo por parte del Ejército o de alguna milicia ad hoc, violar a las habitantes de los caseríos a conciencia, perseguir y encarcelar a presuntos etarras sin preocuparse de recabar antes pruebas de sus delitos, eliminar la presunción de inocencia en aras de la justicia, eliminar los distingos de cualquier género, torturar por una buena causa, sustituir a los etarras por una banda de matones proespañolistas que aterroricen el campo euscaldún. Ejecutar sumariamente a los que matan. Muy importante: acusar de antipatriota a quien alce una voz contra tamaña barbarie, purgar las universidades de elementos pensantes y, si es posible, repartir muchos televisores entre la población. Es más: si el gobierno pretende mantener una mínima coherencia intelectual, le es exigible proceder así. Y, si no lo hace, siempre nos cabrá la duda de si evita actuar de esa forma meramente por desconfianza en el éxito de una campaña tal o por auténtico convencimiento y fe en las libertades públicas.
Mas en el caso de los Estados Unidos en Afganistán sí hay confianza, y eso es precisamente lo que el mundo está haciendo en Afganistán: ignorar las libertades, saltar por encima de la ley, insultar nuestra inteligencia y, lo que es peor, provocar muerte, dolor y ansia de venganza. Y, francamente, no nos lo merecemos. Canarias 7.
Una institución privada tiene derecho a publicar los informes que estime convenientes. Lo único preocupante es que se trata de una asociación fuertemente vinculada al gobierno norteamericano a través de la familia Cheney. Eso, unido al hecho de que ya se empiezan a elaborar listas de profesores “patriotas” y “antipatriotas” y a analizar sus manifestaciones en clave de patriotismo, hace temer una regresión a los tiempos del maccarthismo y la caza de brujas. Por otra parte, es sabido que el FBI ha presionado en favor de la autorización de los “métodos especiales” (es decir, de la tortura) en el interrogatorio de los detenidos por sospechosos de colaboración con Al-Qaeda. ¿Qué mejor victoria se le puede brindar a Osama Bin Laden y sus descerebrados que suprimir en nuestros regímenes la libertad de expresión y el habeas corpus?
El ministro español de Interior ha dicho recientemente que “esta batalla la van a ganar la decencia y la moral, y quienes creen que la vida de las personas, sus derechos y libertades están por encima de la actuación de cualquier loco y de cualquier motivación que pueda esgrimir para hacerlo”. La frase fue pronunciada por Mariano Rajoy tras haber transmitido el pésame del Gobierno a la familia del ertzaina recientemente asesinado, Javier Mijangos. Efectivamente, los derechos y libertades de los vascos están por encima de todo; pero los de todos los vascos. Incluso los de los delincuentes. Eso es lo que aprendimos de la indigna aventura del GAL, y eso es lo que nos legitima; o al menos eso creíamos.
Y no obstante, el mismo gobierno cuyo ministro emite esas palabras, un gobierno que con toda razón condenó el GAL promovido por el gobierno de Felipe González, hoy apoya y es cómplice de una carnicería generalizada en Afganistán. El gobierno de los Estados Unidos ha autorizado la intervención en suelo afgano de su Delta Force, una unidad de combatientes de elite sin control ni sujeción a norma alguna. Ese gobierno, y a su lado el de España y el resto de los occidentales, han apoyado a las tropas de una Alianza del Norte que no podemos considerar los buenos de la película, tras conocer sus hazañas. Nuestros aliados mujaidines gustan de decapitar, torturar y matar en general y con crueldad extrema. Contra lo previsto por la Convención de Ginebra, fríen hasta la muerte a sus prisioneros dentro de contenedores metálicos abandonados al sol del desierto. Despojan a las mujeres del burka sólo para violarlas. Éstos son nuestros aliados, a los que en nombre de la justicia y del antiterrorismo toleramos tropelías sin fin. Son nuestra carne de cañón y nuestros sicarios. Ellos asesinan mientras mantenemos nuestras manos limpias y nuestros discursos altisonantes. Caerá Osama Bin Laden y ellos seguirán torturando, produciendo la heroína que la mafia rusa comercializa, asesinando a periodistas, entregándose al latrocinio y al terror.
Semejante va a ser el resultado de la campaña bélica en que con tanto ardor desea participar el presidente Aznar. Pero, en buena lógica, si el GAL no es de recibo, la matanza en Afganistán tampoco. No porque hospitales sean bombardeados por error o sin él, ni porque mueran niños inocentes en un campo de minas, sino porque también en nuestro trato con los delincuentes estamos sometidos a la ley. También ellos son sujetos de derechos. Aunque posiblemente ellos no merezcan que sus derechos sean respetados, nosotros no nos merecemos que nuestros gobiernos caigan tan bajo como ellos. Ningún deseo de justicia, ni tras la catástrofe neoyorquina ni tras ninguna, deroga los derechos de los afganos, ni tampoco los de los terroristas. Ninguna forma de pensar, ningún fin por justo que sea justifica medios ilegales en un presunto estado de derecho, ni en una comunidad internacional que presuntamente se rige por el derecho de gentes.
En el País Vasco el gobierno autónomo tolera y a veces patrocina la actividad de quienes amparan y dan cobertura a ETA. Dado el paralelismo que entre los integristas islámicos y los integristas abertzales continuamente establecen nuestros gobernantes, los siguientes pasos del presidente Aznar ya nos los imaginamos: bombardear San Sebastián, Bilbao y Vitoria, ocupar los valles de Guipúzcoa y entregarlos al saqueo por parte del Ejército o de alguna milicia ad hoc, violar a las habitantes de los caseríos a conciencia, perseguir y encarcelar a presuntos etarras sin preocuparse de recabar antes pruebas de sus delitos, eliminar la presunción de inocencia en aras de la justicia, eliminar los distingos de cualquier género, torturar por una buena causa, sustituir a los etarras por una banda de matones proespañolistas que aterroricen el campo euscaldún. Ejecutar sumariamente a los que matan. Muy importante: acusar de antipatriota a quien alce una voz contra tamaña barbarie, purgar las universidades de elementos pensantes y, si es posible, repartir muchos televisores entre la población. Es más: si el gobierno pretende mantener una mínima coherencia intelectual, le es exigible proceder así. Y, si no lo hace, siempre nos cabrá la duda de si evita actuar de esa forma meramente por desconfianza en el éxito de una campaña tal o por auténtico convencimiento y fe en las libertades públicas.
Mas en el caso de los Estados Unidos en Afganistán sí hay confianza, y eso es precisamente lo que el mundo está haciendo en Afganistán: ignorar las libertades, saltar por encima de la ley, insultar nuestra inteligencia y, lo que es peor, provocar muerte, dolor y ansia de venganza. Y, francamente, no nos lo merecemos. Canarias 7.
19 septiembre 2001
Sed de justicia
En estos días de tribulación y alarma internacional, cualquier persona que albergue un mínimo sentimiento de humanidad experimentará sentimientos encontrados. Hemos escuchado voces que claman venganza. Personajes populares la solicitan en sus intervenciones televisivas. El presidente Bush habla de “cazar” al terrorista. La ciudadanía norteamericana convierte en objeto de sus iras a los musulmanes que residen en su país y a sus templos e intereses, y ya se han producido los primeros ataques. Reconozcámoslo: será muy difícil mantener la serenidad.
Pero ése es el talante de las naciones democráticas: la serenidad. No cabe duda de que los luctuosos hechos del pasado martes requieren contestación. No queremos, ni nadie podría, invocar ningún hecho ni derecho que se oponga a que los norteamericanos respondan a la matanza; pero, con toda la indecente brutalidad de ésta, cada quien se encuentra donde se encuentra, la brutalidad se nos supone ajena y no debería contagiarnos.
La lucha contra el terror, sea éste local o internacional, es necesaria y obligada, y cada vez resulta más claro que con los terroristas sólo caben medidas policiales. En buena lógica, los criminales, cuya actividad nada tiene que ver con la política ni con la fe y cuyas acciones no han de ser valoradas de forma benigna por presuntas motivaciones políticas o religiosas, han de ser detenidos, juzgados y condenados conforme a derecho. Contra el terrorismo, policías, jueces y autoridades han de emplear el máximo rigor de la ley. Y rigor, no lo olvidemos, significa dureza, pero también limpieza.
El apoyo que Occidente ha manifestado hacia los Estados Unidos es más que exigible; y se ha de concretar en la formalización de un frente informativo y represivo común. Pero la implicación militar de la OTAN y el entendimiento del ataque masivo contra los Estados Unidos como un acto de guerra nos parecen desafortunados. La guerra, con toda su crudeza, es un instrumento de defensa reconocido por el derecho internacional y tiene lugar entre estados. Los hechos del martes pertenecen al ámbito de la delincuencia; a gran escala, sí, pero delincuencia, de la misma índole que un atentado etarra. Sólo la negativa de un estado a entregar al responsable y a sus cómplices, incluso aunque éstos fuesen altos cargos ejecutivos de ese estado, supondría un casus belli que justificaría la acción armada.
Pero todos tememos que la forma de saciar la actual sed de venganza del pueblo norteamericano sea una acción de guerra. Y si esa sed es comprensible, nunca está de más recordar que son las elites políticas, elegidas supuestamente, entre otras cosas, por su calidad ética, las que deben reconducir ese sentimiento estéril hacia otro democráticamente más legítimo: la sed de justicia. Sólo cumpliendo las normas jurídicas y reclamando justicia nos diferenciamos de las bestias que volaron el corazón de Manhattan. Es bueno recordar que el Antiguo Testamento, esa recopilación de textos históricos, legales y religiosos en que se recoge el viejo criterio del ojo por ojo, diente por diente, fue redactado y recopilado hace varios miles de años en el seno de una sociedad semibárbara.
Una acción de guerra indiscriminada, sobre ilegítima, sería inoportuna; Oriente Medio ya acumula suficiente odio. El régimen de Afganistán, si es cierto que ha apoyado al cerebro de ésta y otras acciones terroristas y se le prueba, debe pagar sus culpas; pero el pueblo afgano también sufre la barbarie integrista y sería injusto sacrificarlo para calmar la sed de sangre de los más exaltados. Sobre todo, hay que recordar que Afganistán, además de con Irán, mantiene fronteras con tres potencias nucleares: China, Pakistán y, a través de las repúblicas exsoviéticas, Rusia; y pertenece al mismo contexto geocultural que otra, la India. De esos países sólo uno, Pakistán, es aliado estratégico de los Estados Unidos, y en cuanto a China ya sabemos que cada vez se toma más en serio su papel de potencia mundial, máxime en Asia. Una acción a gran escala en la zona sería una grave imprudencia, y la OTAN debería refrenar los deseos de venganza de su aliado americano para que comenzase a utilizar conceptos como embargo económico, tratado de extradición, tribunal internacional de justicia. El uso de la fuerza por la fuerza se ha demostrado inútil sobradamente.
La enorme tragedia, de la que sólo conocemos los aspectos más espectaculares y cuya magnitud sólo empezamos a entrever, debería servirnos para activar nuestra cara más humana. Su dramática simpleza (el terror siempre es simple y ése es precisamente su poder disolvente) no debe hacernos perder de vista la complejidad de la situación ni la capacidad de apreciar los conflictos en sus justos términos: Israel crucifica a la nación palestina con la connivencia de Occidente; en Irak, todo un pueblo sigue sometido a la doble opresión de su tirano y de los ejércitos occidentales; Oriente Medio y Asia Central son, por muchos motivos, peligrosos polvorines; el Islam es una religión tan digna o tan poco digna como las demás, y generalizar como solemos hacer los occidentales, identificar a todo musulmán con el fanatismo, es sencillamente estúpido. Todo esto no deja de suceder porque haya habido un atentado en Nueva York y Washington, por muy horrible que éste haya sido y por mucho que nos conmueva también aquí, en Puerto del Rosario, tan lejos y tan cerca de la catástrofe. Los terroristas han de pagar sus crímenes, pero su ceguera jamás justificaría la de Occidente. Canarias 7.
Pero ése es el talante de las naciones democráticas: la serenidad. No cabe duda de que los luctuosos hechos del pasado martes requieren contestación. No queremos, ni nadie podría, invocar ningún hecho ni derecho que se oponga a que los norteamericanos respondan a la matanza; pero, con toda la indecente brutalidad de ésta, cada quien se encuentra donde se encuentra, la brutalidad se nos supone ajena y no debería contagiarnos.
La lucha contra el terror, sea éste local o internacional, es necesaria y obligada, y cada vez resulta más claro que con los terroristas sólo caben medidas policiales. En buena lógica, los criminales, cuya actividad nada tiene que ver con la política ni con la fe y cuyas acciones no han de ser valoradas de forma benigna por presuntas motivaciones políticas o religiosas, han de ser detenidos, juzgados y condenados conforme a derecho. Contra el terrorismo, policías, jueces y autoridades han de emplear el máximo rigor de la ley. Y rigor, no lo olvidemos, significa dureza, pero también limpieza.
El apoyo que Occidente ha manifestado hacia los Estados Unidos es más que exigible; y se ha de concretar en la formalización de un frente informativo y represivo común. Pero la implicación militar de la OTAN y el entendimiento del ataque masivo contra los Estados Unidos como un acto de guerra nos parecen desafortunados. La guerra, con toda su crudeza, es un instrumento de defensa reconocido por el derecho internacional y tiene lugar entre estados. Los hechos del martes pertenecen al ámbito de la delincuencia; a gran escala, sí, pero delincuencia, de la misma índole que un atentado etarra. Sólo la negativa de un estado a entregar al responsable y a sus cómplices, incluso aunque éstos fuesen altos cargos ejecutivos de ese estado, supondría un casus belli que justificaría la acción armada.
Pero todos tememos que la forma de saciar la actual sed de venganza del pueblo norteamericano sea una acción de guerra. Y si esa sed es comprensible, nunca está de más recordar que son las elites políticas, elegidas supuestamente, entre otras cosas, por su calidad ética, las que deben reconducir ese sentimiento estéril hacia otro democráticamente más legítimo: la sed de justicia. Sólo cumpliendo las normas jurídicas y reclamando justicia nos diferenciamos de las bestias que volaron el corazón de Manhattan. Es bueno recordar que el Antiguo Testamento, esa recopilación de textos históricos, legales y religiosos en que se recoge el viejo criterio del ojo por ojo, diente por diente, fue redactado y recopilado hace varios miles de años en el seno de una sociedad semibárbara.
Una acción de guerra indiscriminada, sobre ilegítima, sería inoportuna; Oriente Medio ya acumula suficiente odio. El régimen de Afganistán, si es cierto que ha apoyado al cerebro de ésta y otras acciones terroristas y se le prueba, debe pagar sus culpas; pero el pueblo afgano también sufre la barbarie integrista y sería injusto sacrificarlo para calmar la sed de sangre de los más exaltados. Sobre todo, hay que recordar que Afganistán, además de con Irán, mantiene fronteras con tres potencias nucleares: China, Pakistán y, a través de las repúblicas exsoviéticas, Rusia; y pertenece al mismo contexto geocultural que otra, la India. De esos países sólo uno, Pakistán, es aliado estratégico de los Estados Unidos, y en cuanto a China ya sabemos que cada vez se toma más en serio su papel de potencia mundial, máxime en Asia. Una acción a gran escala en la zona sería una grave imprudencia, y la OTAN debería refrenar los deseos de venganza de su aliado americano para que comenzase a utilizar conceptos como embargo económico, tratado de extradición, tribunal internacional de justicia. El uso de la fuerza por la fuerza se ha demostrado inútil sobradamente.
La enorme tragedia, de la que sólo conocemos los aspectos más espectaculares y cuya magnitud sólo empezamos a entrever, debería servirnos para activar nuestra cara más humana. Su dramática simpleza (el terror siempre es simple y ése es precisamente su poder disolvente) no debe hacernos perder de vista la complejidad de la situación ni la capacidad de apreciar los conflictos en sus justos términos: Israel crucifica a la nación palestina con la connivencia de Occidente; en Irak, todo un pueblo sigue sometido a la doble opresión de su tirano y de los ejércitos occidentales; Oriente Medio y Asia Central son, por muchos motivos, peligrosos polvorines; el Islam es una religión tan digna o tan poco digna como las demás, y generalizar como solemos hacer los occidentales, identificar a todo musulmán con el fanatismo, es sencillamente estúpido. Todo esto no deja de suceder porque haya habido un atentado en Nueva York y Washington, por muy horrible que éste haya sido y por mucho que nos conmueva también aquí, en Puerto del Rosario, tan lejos y tan cerca de la catástrofe. Los terroristas han de pagar sus crímenes, pero su ceguera jamás justificaría la de Occidente. Canarias 7.
28 agosto 2001
Lobos o la confirmación
Imagine el lector a una madre. Basta con que imagine a una madre pero, si necesita más detalles, imagínela negra y muy pobre. Imagínela habitante de una populosa ciudad nigeriana en que una multinacional del petróleo sustituye a la Administración, o de una aldea de Sierra Leona azotada por la guerrilla que le disputa al Gobierno el control del tráfico de los diamantes que embellecen nuestras joyas. Imagínese a esa madre ingeniándoselas cada día para sobrevivir al hambre, para cuidar a sus numerosos retoños y para escapar al SIDA, a las asechanzas de un marido impuesto y a la caprichosa violencia de la mafia que domina su barrio. De vez en cuando, cuando tiene unos minutos para sentarse, piensa en su hijo mayor, para el que reunió todo el dinero de que disponía y un buen pellizco de deuda, el hijo que robó hasta juntar el astronómico precio del pasaje, que cruzó selvas, saheles, desiertos y un océano, pisó ciudades desconocidas, fue estafado en decenas de idiomas ajenos, recibió palos en comisarías y bazofias hediondas en campamentos. Piensa en él, recuerda su nombre y, pese a la falta de noticias, cree que logró su objetivo y que un día le llegará una carta desde España u otro país europeo. Ella conoce el principio de la historia.
Disculpe el lector si en el tono hay algún matiz melodramático e imagine ahora lo que en estos momentos pasará por la cabeza de alguna de las personas que ayudaron a rescatar los cadáveres de los jóvenes muertos hace unos días en Isla de Lobos. Los nueve jóvenes acabaron ahogados o estrellados contra las rocas tras haber sido arrojados al mar por los patrones de las pateras que los transportaban desde la costa del continente a cambio de medio millón de pesetas. Imagine, si no es uno de ellos, lo que esos miembros de Cruz Roja o de las Fuerzas de Seguridad sentirán en estos momentos. Entre sus brazos han sentido el frío de la muerte más injusta, la muy simbólica rigidez de estos ahogados. Ellos conocen el trágico final de unas vidas, pero no saben más. Y, no obstante, antes de esos cadáveres hay nueve historias: infancias, juventudes, luces, olores, sabidurías, ignorancias, amores, odios, necesidades, sufrimientos, aprendizajes, alegrías, madres.
Todavía imagine el lector, si tiene paciencia y no se cansa de seguir tanta sugerencia, a un desprevenido visitante del cementerio municipal de La Oliva. Un turista alemán, un peninsular poco informado o un inmigrante ilegal que recién arribó, por ejemplo. Pasea por el camposanto porque allí enterraron a un familiar lejano, o porque está ocioso, o quizá por esa rara afición de los anglosajones a pasear por los cementerios. No ha leído las noticias. No sabe nada antes de leer sobre la tapa de un nicho, por toda leyenda: “Africano”, y una fecha. El turista de Hamburgo, el albañil gallego o el refugiado guineano lee y no sabe nada. De toda una vida (de una vida, además, curtida en mil experiencias y paisajes), sólo nos queda una fecha. El lector accidental de esa inscripción sobre el cemento mortuorio no conoce siquiera el final. Decir “africano” y una fecha es tanto como no decir nada.
Y ahora permita el lector que pasemos por alto la tragedia que supone el desperdicio de un puñado de vidas que empezaban y que no expresemos nuestro dolor por el posible desamparo de nueve posibles madres, que no saben que han perdido a sus hijos. Nuestro lamento, en este momento en que escribimos, es por todos nosotros: por los que vivimos en una sociedad que asume con naturalidad tal desarraigo, la desconexión entre el principio y el final, la inoperancia, la incomunicación absoluta más allá de la muerte, el despojo de la personalidad, la gratuita aniquilación de las historias individuales, la desvirtuación de lo humano. El mundo, desde que esos cadáveres fueron encontrados en Lobos, nos es un poco más desconocido que antes, un poco más incomprensible, y en ello somos nosotros quienes padecemos menoscabo. Estamos incompletos y, a poco que indaguemos, sabremos que lo que nos falta, eso que no vemos o no queremos ver, es el ingrediente más importante de nuestra esencia como especie civilizada. Aceptar semejante deshumanización con el mismo desparpajo con que comentamos el último entrenamiento de Zineddine Zidane es la antesala de algo. No sabemos de qué, pero nos tememos que de algo muy sucio y terrible. Canarias 7 Fuerteventura.
Disculpe el lector si en el tono hay algún matiz melodramático e imagine ahora lo que en estos momentos pasará por la cabeza de alguna de las personas que ayudaron a rescatar los cadáveres de los jóvenes muertos hace unos días en Isla de Lobos. Los nueve jóvenes acabaron ahogados o estrellados contra las rocas tras haber sido arrojados al mar por los patrones de las pateras que los transportaban desde la costa del continente a cambio de medio millón de pesetas. Imagine, si no es uno de ellos, lo que esos miembros de Cruz Roja o de las Fuerzas de Seguridad sentirán en estos momentos. Entre sus brazos han sentido el frío de la muerte más injusta, la muy simbólica rigidez de estos ahogados. Ellos conocen el trágico final de unas vidas, pero no saben más. Y, no obstante, antes de esos cadáveres hay nueve historias: infancias, juventudes, luces, olores, sabidurías, ignorancias, amores, odios, necesidades, sufrimientos, aprendizajes, alegrías, madres.
Todavía imagine el lector, si tiene paciencia y no se cansa de seguir tanta sugerencia, a un desprevenido visitante del cementerio municipal de La Oliva. Un turista alemán, un peninsular poco informado o un inmigrante ilegal que recién arribó, por ejemplo. Pasea por el camposanto porque allí enterraron a un familiar lejano, o porque está ocioso, o quizá por esa rara afición de los anglosajones a pasear por los cementerios. No ha leído las noticias. No sabe nada antes de leer sobre la tapa de un nicho, por toda leyenda: “Africano”, y una fecha. El turista de Hamburgo, el albañil gallego o el refugiado guineano lee y no sabe nada. De toda una vida (de una vida, además, curtida en mil experiencias y paisajes), sólo nos queda una fecha. El lector accidental de esa inscripción sobre el cemento mortuorio no conoce siquiera el final. Decir “africano” y una fecha es tanto como no decir nada.
Y ahora permita el lector que pasemos por alto la tragedia que supone el desperdicio de un puñado de vidas que empezaban y que no expresemos nuestro dolor por el posible desamparo de nueve posibles madres, que no saben que han perdido a sus hijos. Nuestro lamento, en este momento en que escribimos, es por todos nosotros: por los que vivimos en una sociedad que asume con naturalidad tal desarraigo, la desconexión entre el principio y el final, la inoperancia, la incomunicación absoluta más allá de la muerte, el despojo de la personalidad, la gratuita aniquilación de las historias individuales, la desvirtuación de lo humano. El mundo, desde que esos cadáveres fueron encontrados en Lobos, nos es un poco más desconocido que antes, un poco más incomprensible, y en ello somos nosotros quienes padecemos menoscabo. Estamos incompletos y, a poco que indaguemos, sabremos que lo que nos falta, eso que no vemos o no queremos ver, es el ingrediente más importante de nuestra esencia como especie civilizada. Aceptar semejante deshumanización con el mismo desparpajo con que comentamos el último entrenamiento de Zineddine Zidane es la antesala de algo. No sabemos de qué, pero nos tememos que de algo muy sucio y terrible. Canarias 7 Fuerteventura.
27 junio 2001
Noche de San Juan
En el barrio de Tamogán se disfrutó mucho la noche del fuego. Los vecinos pusieron bien alto el merengue y la salsa, abrieron las ventanas, bajaron a la calle mesas y sillas de campo, ollas, tarteras y bebida y encendieron sus barbacoas con la candela del santo: sardinas, chuletas, salchichas a la parrilla... Cenaron mirando el fuego. Los de Protección Civil se pasaban de vez en cuando en su landrover y saludaban a los vecinos, que los invitaban a algún bocado y a algún trago. En Puerto del Rosario, la fiesta popular todavía es posible. Sobre las tres de la mañana los mayores ya hacía un rato que se habían retirado, pero algunos jóvenes jugaban aún a las cartas y los niños -era una noche excepcional- seguían por la calle.
Los más chicos habían contemplado boquiabiertos las llamaradas durante horas, habían esperado a que el fuego se les fuera quedando chico, empezaron acercándosele poco a poco y por fin le tiraron piedras con furia. Vi a dos realmente pequeños coger entre ambos un bloque de hormigón, de los de construcción, balancearlo para darle impulso y lanzarlo contra las brasas: disfrutaban viendo elevarse la nube de pavesas sin que las llamas les pudiesen ya morder. Los más osados hacían desmoronarse los últimos tizones enteros a patadas. Nuevos prometeos, dominando el fuego vencían el miedo y negaban la obediencia. Algo debe tener si nos cautiva así y lo convierte todo -un asadero, los juegos infantiles- en ritual.
Esto sucede así, posiblemente, en cualquier rincón del mundo occidental y desde los tiempos del paganismo. No se sabe muy bien qué es el fuego: sabemos qué es lo que se quema, a qué temperatura sucede, qué debemos hacer para provocarlo, qué queda después de la hoguera. Pero no existe por sí mismo, sin la combustión de algo que es distinto. ¿Qué cosa es exactamente el fuego? Lo misterioso de su naturaleza puede haber contribuido a la veneración -privada y pública- de que ha sido y es objeto. Gaston Bachelard observó que lo primero que los niños aprenden sobre él es que no se debe tocar, y así constituye uno de nuestros primeros tabúes.
De todos es conocida, y la otra noche lo hemos vuelto a experimentar, la atracción que el fuego ejerce sobre la vista. Una vez que nuestros ojos se posan en la pira, qué difícil es retirar la mirada. Qué difícil es no entregarse a reflexiones y sentimientos no acostumbrados. Miraríamos horas y seguiría fascinándonos: es tan hermoso, tan sugerente y tan inasible que parece sobrenatural. El fuego, sólo con su presencia, nos devuelve por unos momentos nuestra condición de seres espirituales y, por tanto, mejores.
Su carácter física y espiritualmente purificador y su evidente relación con el sol lo hicieron centro de religiones y manifestación de devoción o santidad. Recordamos la osadía de Prometeo, el testimonio homérico de los funerales de Patroclo o el fuego eterno del zoroastrismo, que aún pervive en la ciudad iraní de Yazd. El fuego da la vida o la quita. Participa en todos los ritos de iniciación conocidos. Curiosamente, el judaísmo y el cristianismo, que conforman el núcleo de la cultura occidental, no conocieron el significado sagrado del fuego hasta que la Iglesia se vio forzada a asimilar las celebraciones paganas, imposibles de desarraigar de la cultura popular, y transformarlas en fiestas del santoral cristiano.
La noche de San Juan, los vecinos de San Pedro Manrique (Soria) caminan sobre una alfombra de brasas. En otros muchos lugares de España, los mozos saltan sobre la hoguera. El hombre joven inaugura esa noche una forma de relacionarse con el fuego que les está vedada a los no adultos: quiere integrarse con él, no ser su enemigo. Es la prueba de fuego que ha pasado al lenguaje coloquial, el rito de iniciación que, prescindiendo de cualquier nexo con la doctrina cristiana, hunde sus raíces en la más pagana noche de los tiempos. En la noche de San Juan las normas se relajan; a veces adopta un matiz erótico que tiene también mucho de iniciación.
La noche de San Juan se celebra desde épocas ancestrales, muy anteriores a la predicación de Jesús de Nazaret; sólo que entonces se relacionaba con el solsticio de verano, el día en que las horas de sol son más largas y su divinidad ejerce, por consiguiente, su mayor poder. La Iglesia situó a San Juan en una fecha que convenía cristianizar, por las fuertes connotaciones paganas que en un mundo eminentemente agrícola tenían el solsticio y la ceniza fertilizadora. Hoy no dependemos como ayer del ciclo solar, pero el calor de la hoguera nos puede ayudar a recordar, aun inconscientemente, que no todo existe en términos de otredad; también caben la comunión con la naturaleza y una espiritualidad alejada de la teología. El fuego, con su misterio, nos anima a observar los matices de la realidad más de cerca, con la mente y los poros abiertos. Canarias 7 Fuerteventura.
Los más chicos habían contemplado boquiabiertos las llamaradas durante horas, habían esperado a que el fuego se les fuera quedando chico, empezaron acercándosele poco a poco y por fin le tiraron piedras con furia. Vi a dos realmente pequeños coger entre ambos un bloque de hormigón, de los de construcción, balancearlo para darle impulso y lanzarlo contra las brasas: disfrutaban viendo elevarse la nube de pavesas sin que las llamas les pudiesen ya morder. Los más osados hacían desmoronarse los últimos tizones enteros a patadas. Nuevos prometeos, dominando el fuego vencían el miedo y negaban la obediencia. Algo debe tener si nos cautiva así y lo convierte todo -un asadero, los juegos infantiles- en ritual.
Esto sucede así, posiblemente, en cualquier rincón del mundo occidental y desde los tiempos del paganismo. No se sabe muy bien qué es el fuego: sabemos qué es lo que se quema, a qué temperatura sucede, qué debemos hacer para provocarlo, qué queda después de la hoguera. Pero no existe por sí mismo, sin la combustión de algo que es distinto. ¿Qué cosa es exactamente el fuego? Lo misterioso de su naturaleza puede haber contribuido a la veneración -privada y pública- de que ha sido y es objeto. Gaston Bachelard observó que lo primero que los niños aprenden sobre él es que no se debe tocar, y así constituye uno de nuestros primeros tabúes.
De todos es conocida, y la otra noche lo hemos vuelto a experimentar, la atracción que el fuego ejerce sobre la vista. Una vez que nuestros ojos se posan en la pira, qué difícil es retirar la mirada. Qué difícil es no entregarse a reflexiones y sentimientos no acostumbrados. Miraríamos horas y seguiría fascinándonos: es tan hermoso, tan sugerente y tan inasible que parece sobrenatural. El fuego, sólo con su presencia, nos devuelve por unos momentos nuestra condición de seres espirituales y, por tanto, mejores.
Su carácter física y espiritualmente purificador y su evidente relación con el sol lo hicieron centro de religiones y manifestación de devoción o santidad. Recordamos la osadía de Prometeo, el testimonio homérico de los funerales de Patroclo o el fuego eterno del zoroastrismo, que aún pervive en la ciudad iraní de Yazd. El fuego da la vida o la quita. Participa en todos los ritos de iniciación conocidos. Curiosamente, el judaísmo y el cristianismo, que conforman el núcleo de la cultura occidental, no conocieron el significado sagrado del fuego hasta que la Iglesia se vio forzada a asimilar las celebraciones paganas, imposibles de desarraigar de la cultura popular, y transformarlas en fiestas del santoral cristiano.
La noche de San Juan, los vecinos de San Pedro Manrique (Soria) caminan sobre una alfombra de brasas. En otros muchos lugares de España, los mozos saltan sobre la hoguera. El hombre joven inaugura esa noche una forma de relacionarse con el fuego que les está vedada a los no adultos: quiere integrarse con él, no ser su enemigo. Es la prueba de fuego que ha pasado al lenguaje coloquial, el rito de iniciación que, prescindiendo de cualquier nexo con la doctrina cristiana, hunde sus raíces en la más pagana noche de los tiempos. En la noche de San Juan las normas se relajan; a veces adopta un matiz erótico que tiene también mucho de iniciación.
La noche de San Juan se celebra desde épocas ancestrales, muy anteriores a la predicación de Jesús de Nazaret; sólo que entonces se relacionaba con el solsticio de verano, el día en que las horas de sol son más largas y su divinidad ejerce, por consiguiente, su mayor poder. La Iglesia situó a San Juan en una fecha que convenía cristianizar, por las fuertes connotaciones paganas que en un mundo eminentemente agrícola tenían el solsticio y la ceniza fertilizadora. Hoy no dependemos como ayer del ciclo solar, pero el calor de la hoguera nos puede ayudar a recordar, aun inconscientemente, que no todo existe en términos de otredad; también caben la comunión con la naturaleza y una espiritualidad alejada de la teología. El fuego, con su misterio, nos anima a observar los matices de la realidad más de cerca, con la mente y los poros abiertos. Canarias 7 Fuerteventura.
07 junio 2001
Una fiesta de los sentidos
Muchos pensarán que los libros son cosa del espíritu. Paradójicamente, una feria de libro viejo y de ocasión es, además, todo un regalo para los sentidos del buen aficionado. Quienes pertenecen a esa especie rara e incomprendida que son los bibliófilos saben que el contacto con un libro, y especialmente con un libro viejo, desafía al que lo toma en sus manos con toda una serie de estímulos no muy lejanos a los que en el gourmet despiertan los platos mejor aliñados.
Cuando rebuscamos en los anaqueles repletos de pieles gastadas y de papeles que amarillean, es inevitable un leve picor en las narices: las partículas de polvo añejo que arrojan a la atmósfera los libros al ser manipulados, hojeados o cerrados con un pequeño golpe aportan un entrañable elemento de sacrificio, parecido al lagrimeo del cocinero al cortar la cebolla. Las yemas de los dedos sucias al terminar el huroneo por las estanterías son también consustanciales con esta actividad.
La vista conoce el amarilleo característico que proporcionan los muchos años de sol; las manchas que procuran la humedad y el moho; el desgaste que en lomos y cantones provoca el mucho uso. El bibliófilo avezado distingue colecciones y editoriales ipso facto, sólo por sus características físicas. Si encuentra algo que le gusta, exagera su cara de desinterés al preguntar el precio. El librero avezado, por su parte, reconoce ese gesto y nunca rebajará el artículo. Una vez en casa, el coleccionista experimentará el deleite de abrir con el abrecartas, uno a uno, los pliegos del libro que permanecía intonso (pocas palabras hay tan hermosas en el diccionario), a la espera de un dueño y lector.
Los que gustan del libro de ocasión conocen el placer sublime que reporta el encontrar en la fila de los 3 por 1.500 aquel ejemplar que llevaban buscando años, esa monografía apasionante publicada por una editorial humilde y con poco acceso a la distribución, muy poco vendida, descatalogada pronto y, por tanto, condenada al agujero de los restos de edición. Después de dar tumbos por almacenes y puestos de feria, de cambiar de manos sumergidos en la marea de los lotes comprados y vendidos casi al peso, el libro encontró su destinatario; porque de esto se trata: de cumplir un destino. Todo libro llega a su lector; es cuestión de tiempo. Canarias 7 Fuerteventura.
Cuando rebuscamos en los anaqueles repletos de pieles gastadas y de papeles que amarillean, es inevitable un leve picor en las narices: las partículas de polvo añejo que arrojan a la atmósfera los libros al ser manipulados, hojeados o cerrados con un pequeño golpe aportan un entrañable elemento de sacrificio, parecido al lagrimeo del cocinero al cortar la cebolla. Las yemas de los dedos sucias al terminar el huroneo por las estanterías son también consustanciales con esta actividad.
La vista conoce el amarilleo característico que proporcionan los muchos años de sol; las manchas que procuran la humedad y el moho; el desgaste que en lomos y cantones provoca el mucho uso. El bibliófilo avezado distingue colecciones y editoriales ipso facto, sólo por sus características físicas. Si encuentra algo que le gusta, exagera su cara de desinterés al preguntar el precio. El librero avezado, por su parte, reconoce ese gesto y nunca rebajará el artículo. Una vez en casa, el coleccionista experimentará el deleite de abrir con el abrecartas, uno a uno, los pliegos del libro que permanecía intonso (pocas palabras hay tan hermosas en el diccionario), a la espera de un dueño y lector.
Los que gustan del libro de ocasión conocen el placer sublime que reporta el encontrar en la fila de los 3 por 1.500 aquel ejemplar que llevaban buscando años, esa monografía apasionante publicada por una editorial humilde y con poco acceso a la distribución, muy poco vendida, descatalogada pronto y, por tanto, condenada al agujero de los restos de edición. Después de dar tumbos por almacenes y puestos de feria, de cambiar de manos sumergidos en la marea de los lotes comprados y vendidos casi al peso, el libro encontró su destinatario; porque de esto se trata: de cumplir un destino. Todo libro llega a su lector; es cuestión de tiempo. Canarias 7 Fuerteventura.
21 abril 2001
Troyanos
Esto de los troyanos es cuando menos curioso. Me dice el informático:
-Ese virus será un troyano.
Y yo digo:
-Ah.
Y él me mira con cara de sabidillo y me dice:
-Conoces la historia del caballo de Troya, ¿no?
-Sí.
Y él, con cara de pero-hay-que-ver-qué-ignorante:
-Pues por eso se llama “troyano”: porque se te mete en el ordenador y te ataca desde dentro.
Y yo pensé: y entonces, ¿no se debería llamar “aqueo”? Seguro que esto es cosa de los americanos. Pero no le dije nada: la informática es una ciencia misteriosa que debe tener su propia lógica.
-Ese virus será un troyano.
Y yo digo:
-Ah.
Y él me mira con cara de sabidillo y me dice:
-Conoces la historia del caballo de Troya, ¿no?
-Sí.
Y él, con cara de pero-hay-que-ver-qué-ignorante:
-Pues por eso se llama “troyano”: porque se te mete en el ordenador y te ataca desde dentro.
Y yo pensé: y entonces, ¿no se debería llamar “aqueo”? Seguro que esto es cosa de los americanos. Pero no le dije nada: la informática es una ciencia misteriosa que debe tener su propia lógica.
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