Me llega un mensaje de la campaña “Ante la guerra, actúa”, que aglutina los esfuerzos de cuatro prestigiosas organizaciones (Amnistía Internacional, Greenpeace, Intermón y Médicos sin Fronteras) por evitar la gran catástrofe bélica que se avecina. El mensaje pide mi voto y la difusión de su campaña. He votado y he propagado en lo posible esta iniciativa por medio de mi directorio electrónico.
Un amigo me sorprende con su lacónica contestación: “Yo estoy a favor”. Digo que me sorprende porque uno podría esperar que alguien esté en contra de esta guerra, o que se muestre transigente o incluso desinteresado con respecto a ella; pero nunca que nadie se declare llanamente a favor del conflicto. No hay que decir que la respuesta de mi amigo -un tipo excelente, por cierto- me ha llevado a plantearme una cuestión: ¿por qué nadie honrado podría estar a favor de la turbia matanza que nos amenaza?
Aclararé primero que mi punto de vista no es el de un pacifista: no soy aficionado a guerras, pero jamás discutiría, por ejemplo, el derecho de la República Saharaui a defenderse por las armas de su ocupación por el régimen despótico de Mohamed VI. Si ninguna guerra es justa, sí me parece que haya guerras en las que uno de los dos bandos persigue una causa justa, previamente menoscabada o pisoteada por el otro bando. Estamos hablando, claro está, del defensor y del agresor: es legítimo defenderse mediante la guerra, y el derecho internacional reconoce una serie de casus belli que justifican esa respuesta; pero no entendemos como legítima la agresión inmotivada.
Ello me hace pensar que mi amigo, el que apoya la guerra que viene, está persuadido de que, como los señores Bush, Blair y Aznar insisten en demostrar, el régimen de Sadam Husein es una peligrosa amenaza para la integridad de Occidente: un motivo para la guerra. Recuerdo que, ya en 1991, la campaña propagandista que precedió a la recuperación de Kuwait por las armas de George Bush padre nos aturdió durante semanas con la irrisoria estimación del ejército iraquí como el cuarto más potente de la Tierra. Hoy día, la amenaza estriba en la presunta alianza de Sadam Husein con la red terrorista de Osama bin Laden y en su sospechada posesión de armas de destrucción masiva: armas biológicas y químicas del tipo de las que, por poner sólo algunos ejemplos, cultivan y almacenan los laboratorios militares norteamericanos, británicos, franceses, rusos e israelíes. Si en una guerra se enfrentan civilización y barbarie, mi amigo cree, sin duda, que la civilización está de nuestro lado. Al fin y al cabo, en las películas siempre hemos sido los buenos y, quizá, lo inmoral no es fabricar y almacenar el virus del carbunco, sino hacerlo sin pertenecer al club de los buenos. Rezo para que los empresarios amigos de George Bush no se fijen nunca en nuestros antepasados morenitos y nos señalen con su autorizado dedo.
Hace un año la amenaza era Afganistán. En poco tiempo se debeló a los feroces talibán, se impuso en Kabul un gobierno prooccidental y todo quedó en eso: Bin Laden no fue capturado; al-Qaeda sobrevive; miles de afganos, eso sí, murieron; las mujeres afganas siguen hoy vistiendo el burka; tenemos -tenemos- presos en Guantánamo en condiciones indignas; el integrismo sigue campando a sus anchas en aquel país, de igual modo que los señores de la guerra, aquellos nuestros infames aliados de la Alianza del Norte, célebres por su sadismo y su sed de sangre; no hay democracia en Afganistán. Pero me equivoco; algo cambió, sí. El oleoducto que los talibán iban a firmar con China hoy se firma con los americanos: el petróleo de Asia Central será más barato para las multinacionales (que no para nosotros: los precios no bajarán, ellos tendrán más beneficios). He aquí las consecuencias de una guerra amparada por el siniestro fantasma de las Torres Gemelas.
Con Irak, nos juran, está en juego la seguridad de Occidente. Pero resulta que, a día de hoy, los esfuerzos de Occidente por presentar pruebas de la escalada armamentista de Sadam y de su relación con al-Qaeda -incluidos los chuscos gráficos caseros presentados ante la ONU y ante el Senado norteamericano por Colin Powell- han sido infructuosos. En cualquier caso, si se demostrasen ambos extremos, no estaríamos muy lejos de lo que ocurre en la amiga Rusia, imperio que fabrica y emplea en Chechenia armas de destrucción masiva y al que nadie amenaza con bombardear; o en Arabia Saudí, cuyos vínculos religiosos -el islam wahabí allí oficial nunca nos pareció integrista hasta hoy-, financieros y humanos con la red de Bin Laden son tan evidentes que han enfriado notablemente la tradicionalmente sólida alianza saudí-norteamericana.
Tanto la han enfriado que actualmente, en una época de fuerte crisis petrolera en los Estados Unidos y con perspectivas de agotamiento de las reservas fósiles de la Tierra en cuestión de décadas, el crudo proveniente de la Península Arábiga ha dejado de estar asegurado. Y, claro, sería harto difícil justificar la invasión de un país -al menos nominalmente- aliado, de modo que a las multinacionales se les hace perentorio controlar el petróleo de Irak, uno de los pocos que hoy no está sometido a su oligopolio y que, para mayor comodidad, pertenece a un país enemigo y ciertamente tiranizado por un dictador sin escrúpulos.
¿Alguien cree de verdad que Occidente se asoma al Éufrates y al Tigris en pos de la justicia universal y de la fraternidad entre los pueblos? ¿Que la hidra terrorista desaparecerá tras la victoria? Por el contrario, en esta guerra se debatirá el futuro inmediato de la energía de Occidente. Y quizá no está de más recordar también en este punto que las energías renovables -como la solar- estarían hoy en un estadio mucho más avanzado de desarrollo investigador y de explotación si no fuera porque ello habría aminorado el gran negocio del petróleo, negocio en el que participan las multinacionales, por un lado, y los estados por otro, a través de los enormes impuestos indirectos que soportan los ciudadanos cada vez que llenan el depósito de sus vehículos. Que el petróleo sea caro no importa; que genere episodios como la marea negra que sufren actualmente España y Francia, tampoco; que suponga la prolongada sujeción neocolonial de amplias regiones de la Tierra, menos; que haya sido, sea y siga siendo motivo de guerras crueles, a consecuencia de las cuales mueren miles o millones de civiles, mucho menos. Para lavar nuestras conciencias, siempre podremos improvisar alguna justificación; y de ahí la gran utilidad de esos dos vástagos de la CIA llamados Sadam Husein y Osama Bin Laden, que nos permiten esgrimir la bandera de la civilización frente a la oscura barbarie de los fanáticos. Pero utilizar falsas justificaciones no nos hará menos bárbaros que ellos. Sólo más hipócritas.
Asistimos a una campaña de desinformación brutal, desatada por gobiernos y medios de comunicación de masas (también multinacionales) para marear la perdiz de las armas de destrucción masiva y de la amenaza terrorista. Se nos anuncia que la CIA ha detectado un significativo aumento en la intensidad de ciertas comunicaciones vía Internet -cuánta indeterminada información, cuánto misterio-, un aumento que apunta hacia un atentado masivo en las próximas semanas. Si efectivamente se produce un atentado, algo de lo que nunca estamos libres, se lo adjudicaremos inmediatamente a al-Qaeda o llanamente a un cuñado de Sadam Husein, porque no faltarán evidencias que aducir -eso sí: secretas, porque los ciudadanos somos unos chismosos y no merecemos compartirlas-, y tendremos el casus belli perfecto. Por otro lado, estos días atravesamos la fase de prevención y pánico al ataque bioterrorista: el gobierno Aznar dona al de Israel y compra para uso local toneladas de productos farmacéuticos, antídotos y vacunas contra la viruela y el ántrax; de esta forma se cumplen dos objetivos: por un lado, el ciudadano desavisado toma conciencia de que algo verdaderamente grave para él está sucediendo y de que algo de razón tendrá el Gobierno, si asume semejante gasto; por otro -pero de esto nunca se habla: parecería que las vacunas se comprasen en el limbo de los inocentes y fuesen gratis-, millones y millones de euros pasan del bolsillo del contribuyente al de las multinacionales farmacéuticas. Coincidiendo con esta campaña, hay que apuntarlo, la televisión pública programa el 8 de febrero una película sobre un ataque con ántrax y, por supuesto, no dudo que se trata de una casualidad. Por último, los mass media y las castas política y diplomática se empeñan en debatir el sexo de los ángeles, de forma que al final parecerá que realmente estábamos hablando de armas biológicas y no de petróleo. Ante una campaña propagandística que habría conducido a un orgasmo múltiple al mismísimo doctor Goebbels, nada extraña que haya quien se declare partidario de la guerra.
Y cuando todo haya pasado y miles de cadáveres adornen las calles de Bagdad, cuando la Segunda Guerra del Golfo sea historia, un ulterior atentado nos hará comprobar que el fin del terrorismo no dependía del defenestramiento de Sadam Husein, y que continúa vivo. Para regocijo de la industria armamentística mundial.
Mientras reflexionamos, los pilotos de los bombarderos y de los carros de combate apostados en el desierto kuwaití afilan sus uñas. Bin Laden se desternilla de risa en su escondite, viendo por la televisión cómo todos sus sueños se cumplen, y George Bush recibe en la espalda palmadas de sus amigos, los todopoderosos industriales texanos y los miembros del lobby judío norteamericano. Pero no son éstos últimos, ni Sadam Husein, quienes se manchen las manos de sangre en el desierto asiático, no. Serán jóvenes negros y chicanos los que maten y mueran en la vieja Mesopotamia. Serán jóvenes iraquíes los que desaparezcan bajo los escombros en los bombardeos, los que sean lanzados a una muerte fanática y suicida por el demente Sadam, los que alimenten durante años tumores y malformaciones a consecuencia del uranio empobrecido empleado por los americanos en sus armas, como viene sucediendo desde la primera guerra del Golfo. Yo no veo la civilización por ningún lado, y sí mucha barbarie.
Quizá nuestros dirigentes no nos consideran suficientemente preparados para asumir las verdaderas razones de este crimen: la guerra salvaguarda nuestra relativa prosperidad, al menos a medio plazo, y aunque sea a costa de muchas vidas inocentes. Porque -también hay que reconocerlo- algo que quizá ignoran o prefieren ignorar muchos pacifistas a la Bardem (qué bochornoso espectáculo, el de los intelectuales del cine) es que hay que explicar las consecuencias de no ir a la guerra: carestía de combustible, agudización en la crisis de la economía norteamericana, efecto dominó en Europa y Japón, recesión, paro... Porque ya deberíamos saberlo: la prosperidad que disfrutamos está cimentada en un Tercer Mundo sumido en una miseria cada vez mayor y más indigna. Nada más absurdo que la hambruna que ha segado en Irak -un país pletórico de recursos naturales- la vida de tantos niños en estos doce años que ya se cuentan con seis ceros. Nada más lógico, sin embargo, si nos fijamos en el tren de vida derrochador y en la carencia de principios éticos que caracterizan la sociedad occidental. Podemos llenar nuestro armario con dos docenas de camisas porque en Irak -o en Somalia- hay dos docenas de seres humanos desnudos. Así de sencillo. Y, claro, una paz basada en un concepto ético y no exclusivamente capitalista de las relaciones internacionales despoblaría bastante nuestro ropero. Por no hablar de los roperos de los magnates de Shell, Exxon y compañía, ni de los de sus amantes. Todos estamos implicados en esto.
Sólo podemos gritar nuestro silencio, y no basta. Hay que colgar en el balcón una pancarta con el lema “No a la guerra”: qué elocuentes, qué instructivos serán el ruido de los bombarderos y los discursos de José María Aznar a favor de la guerra en ciudades llenas de pancartas en contra. Es necesario manifestarse pacíficamente, y sin afanes electoralistas, el próximo día 15 de febrero, y todos los días que nos quedan. Pero no basta. No basta con pronunciarse contra la guerra como el que escoge por teléfono a uno u otro candidato de Gran Hermano. No es una mera cuestión de opinión. En ello nos va un modelo de sociedad; nos va el futuro.
Supongo que mi amigo piensa, y que muchos piensan, que todas estas elucubraciones son fruto de una mente cegada por su antiamericanismo. Pero fíjense: uno no es antiamericano ni antiiraquí. Ningún pueblo merece lo que nos está sucediendo. Y es que las multinacionales no tienen otra patria que el dinero: ellas son las únicas que ganarán esta guerra inmoral. No ustedes. Busquen -pacíficamente, activamente, imaginativamente- el objeto de sus iras en su banco o en la gasolinera más próxima. No entre los escombros. Desde el Puerto.
[Publicado bajo el pseudónimo "ciudadano Juan López" en Desde el Puerto. Hoja volante contra la Guerra del Petróleo, núm. 1 (y único), Puerto del Rosario (Fuerteventura), 10 de febrero de 2003.]