Como el ateo respetuoso con sus semejantes y
aficionado a la historia medieval que soy, asisto con gran interés a la
canonización de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II. No me falta un poco de
perplejidad ni, al mismo tiempo, algo de admiración ante un espectáculo que
atesora tanto del pasado (los milagros, las reliquias preservadas, el proceso
en latín, esos cardenales, esa Guardia Suiza…) que es difícil creer que esté
sucediendo en 2014. Pero así es: dos papas vivos (desde el retiro dorado de
Félix V no se vio cosa parecida) y dos difuntos han proporcionado al
catolicismo una ceremonia universal de reafirmación impagable.
Cabe comentar el espectáculo desde el escepticismo:
a muchos (incluidos tantísimos creyentes) nos parece increíble que la Iglesia
pretenda fundar sus homenajes en la obtención de milagros. En el caso de Wojtyla
la curación del ictus cerebral de una ciudadana costarricense, y en el caso de
Roncalli la de la enfermedad de estómago de una monja napolitana, que ya había
recibido la extremaunción cuando obtuvo la misteriosa curación al contacto con
una estampita de dicho papa, demuestran a los expertos y a los fieles la
santidad de los aspirantes. Sin descender a argumentar contra la existencia o
no de los milagros, que no viene al caso, la pregunta que me resulta inevitable
es la siguiente: ¿no es posible aún que la Iglesia rinda sus reconocimientos
sin el recurso al milagro? ¿Acaso la canonización no significa que el papa, en
su infalibilidad, nos asegura la certeza de que el canonizado está en el cielo
por haber vivido una vida de santidad? ¿Es necesario, para apuntalar esa
cuestión de fe, introducir un elemento mágico? Al parecer en la Iglesia hay
quien opina que sí, aunque de manera cada vez más relativa: como el segundo
milagro de Juan XXIII no constaba, el papa Francisco lo dispensó de ese
requisito. Con todos los respetos, me pregunto cuándo se decidirán a
dispensarnos de todos los elementos de intolerable superstición que intelectualmente
nos repugnan de la Iglesia.
Pero desde el punto de vista publicitario no cabe duda de que se trata de una jugada
maestra. Canonizar a Juan XXIII supone avalar su política de reformas y tal vez
señalar a la Iglesia el camino del que nunca se debió despistar; y canonizar a
Juan Pablo II, blindar su figura –admirable desde muchos puntos de vista,
cuestionable desde otros– contra la crítica de los cristianos que no asumen ni
su conservadurismo ni su tibieza frente a problemas tan serios como la
pederastia eclesial o la opacidad financiera vaticana. Canonizar a un papa bondadoso,
bienhumorado y progresista y a un papa heroico, carismático y conservador ofrece
a los cristianos modelos complementarios de santidad –en la línea de
acercamiento del santoral a la sociedad iniciada por Wojtyla, que simplificó
los trámites del proceso e incrementó sobremanera el número de los santos
católicos– y concilia en un solo acto las sensibilidades existentes en la
Iglesia, mediante la autoridad del papa actual y la aquiescencia del anterior.
Me parece a mí que el beneficiario de toda esta jugada no se llama Juan ni Juan
Pablo, sino Francisco. Y el camino hacia un tercer concilio vaticano queda,
así, allanado. mallorcadiario.com.
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