Una de las transformaciones que el progreso ocasionó en el campo majorero, como en el de otras regiones de España, fue la apresurada sustitución de aperos, adornos, muebles e indumentarias de antaño por otros más prácticos y acordes con modas más urbanas. Viviendas y taros vomitaron de pronto su herencia secular, que acabó descartada en vertederos y traperías sin que quienes habían empuñado el arado volvieran a darle tal vez valor alguno.
En algún pasaje de Las cordilleras del alba, el poeta albercano José Luis Puerto alude a la relación que en otro tiempo existió entre las personas y las cosas en el mundo rural: “De las cosas, su materia, su inmovilidad, su quietud, el don apacible de su compañía. Más duraderas que nosotros, venían de un mundo anterior a nuestro principio y, seguramente, se prolongarían más allá de nuestro acabamiento. Y el tiempo era un aprender a vivir con ellas, con su estar ahí, con su silencio, con su nombre”.
Quizá en eso radique el atractivo que ejerce ese mundo sobre nosotros, los que hoy encontramos imposible conectar de ningún modo con los objetos que nos rodean porque carecen absolutamente de durabilidad. Quizá por eso es aquí, en el campo de lo que paradójicamente se ha denominado cultura material, donde podemos esperar encontrar el pulso espiritual que esconden las cosas.
De ahí la importancia de mantener y mejorar la excelente red de museos, centros de interpretación y salas de carácter etnográfico que las autoridades cabildicias de patrimonio histórico mantienen en Antigua (Centro de Artesanía Molino de Antigua), Betancuria (Museo de Betancuria), La Oliva (Museo del Grano o Casa de la Cilla), Tefía (Ecomuseo de La Alcogida) y Tiscamanita (Centro de Interpretación de los Molinos), aparte alguna colección privada como la de La Rosita en Villaverde. De la conservación de los objetos que ilustran nuestra intrahistoria depende en gran medida la conservación de nuestra identidad. Canarias 7 Fuerteventura.
23 noviembre 2000
16 noviembre 2000
Israel y los mitos
Publica el pasado miércoles 1 don Ricardo Lezcano uno de sus habituales artículos en la sección de Opinión de Canarias 7, con el nombre de “Palestina y la historia”. Y, si bien siempre nos alegramos de encontrar posturas más o menos conscientes sobre el tema (y no meras simpatías irreflexivas, que es lo más frecuente), no podemos estar de acuerdo con su planteamiento. Don Ricardo repasa parcialmente la historia del sionismo y de la lucha de los palestinos por su independencia y viene a afirmar que la culpa del conflicto es de los árabes: si éstos “hubieran aceptado la partición de 1947, Palestina sería hoy un Estado independiente, con mayor territorio que el que le queda actualmente, y no se hubieran producido los casi cien mil muertos que costó el error de 1948”. Curiosa perspectiva la del señor Lezcano.
Dice don Ricardo que no se ajusta a la verdad histórica la afirmación de que Palestina es la patria de los palestinos. Arguye que, del 2000 a. C. al 135 d. C., los hebreos poseyeron esa tierra y que, después de su expulsión, Tierra Santa perteneció a bizantinos, persas, turcos y británicos. No es menos cierto, no obstante, que la presunta posesión de Palestina por los hebreos no supuso sino el intermitente dominio de poco más que una tribu, entre los numerosos pueblos semitas y étnicamente indiferentes que poblaban el Canaán bíblico, sobre las demás. Por otra parte, no entiendo nada: ¿ha de ser mejor argumento una presencia interrumpida hace dos mil años que otra ininterrumpida y que hoy duplica esa antigüedad? Sólo aceptando las bases teológicas del irredentismo judío y negando, por tanto, toda evidencia histórica y antropológica es posible manejar tal argumento.
El estado judío basa su ficticia identidad en mitos fundacionales que encontramos en las Escrituras, y fija su edad gloriosa en los emblemáticos reinados de David y Salomón, hace la friolera de tres mil años. Pero lo cierto es que en Tierra Santa se sucedieron estados de composición étnica mixta (los principados cananeos y filisteos, Moab, Edom, Judá, Israel, Damasco, etc.) e imperios que acarrearon mestizajes y deportaciones masivas (Egipto, Asiria, Persia, la Siria helenística, Roma, etc.). Incluso en el terreno religioso el Israel de los tiempos bíblicos fue muy heterogéneo; la ortodoxia judía que hoy conocemos es una elaboración posterior y muy sofisticada. En una marea demográfica de cuatro mil años, lo hebreo se difumina. Lo que sucede es que en ninguna otra de esas entidades políticas o religiosas se ha dado la circunstancia de que sus textos sagrados se hayan convertido en textos sagrados universales y sus mitos se hayan tomado en serio, dos y tres mil años después, como si de crónicas históricas se tratase.
El sionismo, nacido en el siglo XIX, hace de la Jerusalén bíblica el objetivo de todo un pueblo, aunque antes se hubieran barajado otras posibilidades: durante una época, los judíos pensaron en establecerse en la Patagonia aunque, por fortuna para la República Argentina, el proyecto sionista resultó más atractivo. Durante la primera mitad de este siglo los judíos, perseguidos en casi toda Europa, consiguen la aquiescencia del poder colonial (el Plan Balfour de 1917) para adueñarse de la tierra que su libro sagrado les señala como prometida. Con la ayuda del capital de los judíos del mundo y, especialmente, de los norteamericanos, colonizan Palestina, marginan a la mayoría árabe, organizan bandas terroristas que imponen el caos en el mandato británico, instrumentan eficaces campañas propagandísticas aprovechando la mala conciencia occidental tras el holocausto nazi y obtienen de la ONU el reconocimiento y un plan de partición del territorio que para ellos, que tienen dinero y se pueden permitir esperar, es sólo un paso: nunca tuvieron, por ejemplo, la intención de renunciar a Jerusalén). Los más radicales de los palestinos contestan entonces al terror con el terror y dan argumentos a los partidarios de los israelíes.
Tras la partición de 1947, que los que no deseen parecer tan inocentes como el señor Lezcano habrán de reconocer era inviable, y la proclamación del Estado de Israel en 1948, los hebreos estiman necesario quedarse con todo el territorio al oeste del Jordán e imponen la fuerza de su poderoso ejército y de la diplomacia y los apoyos económicos occidentales. Expulsan a la mayor parte de la población autóctona, que hasta la guerra de los Seis Días (1967) superaba aún el 50%, e imponen un apartheid de hecho sobre la que permanece, olvidando las persecuciones hasta poco antes padecidas. En determinadas fases proyectan (Plan Allon) anexionar Cisjordania, Gaza y territorios que pertenecen a terceros países: el Sinaí egipcio, los Altos del Golán sirios, el sur del Líbano, etc., para lo cual prosiguen con su estrategia mixta de colonización civil y ocupación militar.
El hecho es que el Estado de Israel, pese a que mientras la situación internacional se lo ha permitido siempre ha alegado la defensa propia, ha sido y es un estado expansionista que durante la guerra fría contó con el decidido apoyo del mundo capitalista, ya que era su mejor baluarte en Oriente Medio. Cuando los palestinos luchan por sus derechos con el apoyo de países vecinos que les son amigos, en cambio, el mundo los llama terroristas y llega el señor Lezcano y les echa la culpa del conflicto por no haberse resignado en su día a la desmembración y al expolio del país en el que llevan viviendo milenios.
Todo, en cualquier caso, tiene raíces religiosas: étnicamente, los palestinos de hoy (los cananeos de ayer) no son muy diferentes a los hebreos expulsados por los romanos. Incluso sus lenguas son similares, mucho más que el español respecto del inglés. Por no hablar del mestizaje experimentado por los hebreos durante su bimilenaria diáspora: las elites del estado de Israel tienen mucha más sangre germánica o eslava que semita. Los ciudadanos de un estado que fundamenta su ciudadanía en la religión provienen de Marruecos, de Ucrania, de Estados Unidos, de Alemania, de Polonia, de Etiopía o de Bosnia, y su cultura es esencialmente europea. Sólo por motivos ideológicos -que les han permitido sobrevivir como comunidad durante dos mil años- conservan conciencia de descender de los hebreos expulsados en los siglos I y II y pueden hablar de una nación judía que no tiene fundamento étnico. Sí hay una ideología judía o, por mejor decir, una mitología judía. En este sentido, no hay que olvidar que en 1975 la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó el sionismo como una forma de racismo.
Y esa mitología racista, aceptada por todos nosotros en mayor o menor medida, es la causa de la tragedia palestina. Hoy y en ausencia de la amenaza soviética, sin embargo, será más difícil que Occidente acepte a cualquier precio la violencia israelí. Los palestinos, por su parte, han cometido muchos errores y su violencia, aunque en comparación con la israelí sea insignificante, es también rechazable. Pero nos negamos a aceptar que se los culpe de un conflicto en el que, sin haberlo comido ni bebido, se juegan la existencia.
La solución debería plantearse en forma de estado palestino-israelí integrado, multiétnico y multicultural; pero esto choca con la esencia confesional del Estado de Israel. Tal vez sea más cómodo seguir atribuyendo la responsabilidad de todo a los árabes, bombardear sus casas y tirotear a sus hijos. Algo parecido sucedió en Sudáfrica y en Timor Oriental, y hoy son casi libres. Lo mismo sucede en el Sahara Occidental, y un día será libre. Y lo mismo le espera a Palestina, más tarde o más temprano. Recemos para que entonces cada uno recoja sólo la comprensión que merezca, y no la violencia que haya sembrado. Canarias 7.
Dice don Ricardo que no se ajusta a la verdad histórica la afirmación de que Palestina es la patria de los palestinos. Arguye que, del 2000 a. C. al 135 d. C., los hebreos poseyeron esa tierra y que, después de su expulsión, Tierra Santa perteneció a bizantinos, persas, turcos y británicos. No es menos cierto, no obstante, que la presunta posesión de Palestina por los hebreos no supuso sino el intermitente dominio de poco más que una tribu, entre los numerosos pueblos semitas y étnicamente indiferentes que poblaban el Canaán bíblico, sobre las demás. Por otra parte, no entiendo nada: ¿ha de ser mejor argumento una presencia interrumpida hace dos mil años que otra ininterrumpida y que hoy duplica esa antigüedad? Sólo aceptando las bases teológicas del irredentismo judío y negando, por tanto, toda evidencia histórica y antropológica es posible manejar tal argumento.
El estado judío basa su ficticia identidad en mitos fundacionales que encontramos en las Escrituras, y fija su edad gloriosa en los emblemáticos reinados de David y Salomón, hace la friolera de tres mil años. Pero lo cierto es que en Tierra Santa se sucedieron estados de composición étnica mixta (los principados cananeos y filisteos, Moab, Edom, Judá, Israel, Damasco, etc.) e imperios que acarrearon mestizajes y deportaciones masivas (Egipto, Asiria, Persia, la Siria helenística, Roma, etc.). Incluso en el terreno religioso el Israel de los tiempos bíblicos fue muy heterogéneo; la ortodoxia judía que hoy conocemos es una elaboración posterior y muy sofisticada. En una marea demográfica de cuatro mil años, lo hebreo se difumina. Lo que sucede es que en ninguna otra de esas entidades políticas o religiosas se ha dado la circunstancia de que sus textos sagrados se hayan convertido en textos sagrados universales y sus mitos se hayan tomado en serio, dos y tres mil años después, como si de crónicas históricas se tratase.
El sionismo, nacido en el siglo XIX, hace de la Jerusalén bíblica el objetivo de todo un pueblo, aunque antes se hubieran barajado otras posibilidades: durante una época, los judíos pensaron en establecerse en la Patagonia aunque, por fortuna para la República Argentina, el proyecto sionista resultó más atractivo. Durante la primera mitad de este siglo los judíos, perseguidos en casi toda Europa, consiguen la aquiescencia del poder colonial (el Plan Balfour de 1917) para adueñarse de la tierra que su libro sagrado les señala como prometida. Con la ayuda del capital de los judíos del mundo y, especialmente, de los norteamericanos, colonizan Palestina, marginan a la mayoría árabe, organizan bandas terroristas que imponen el caos en el mandato británico, instrumentan eficaces campañas propagandísticas aprovechando la mala conciencia occidental tras el holocausto nazi y obtienen de la ONU el reconocimiento y un plan de partición del territorio que para ellos, que tienen dinero y se pueden permitir esperar, es sólo un paso: nunca tuvieron, por ejemplo, la intención de renunciar a Jerusalén). Los más radicales de los palestinos contestan entonces al terror con el terror y dan argumentos a los partidarios de los israelíes.
Tras la partición de 1947, que los que no deseen parecer tan inocentes como el señor Lezcano habrán de reconocer era inviable, y la proclamación del Estado de Israel en 1948, los hebreos estiman necesario quedarse con todo el territorio al oeste del Jordán e imponen la fuerza de su poderoso ejército y de la diplomacia y los apoyos económicos occidentales. Expulsan a la mayor parte de la población autóctona, que hasta la guerra de los Seis Días (1967) superaba aún el 50%, e imponen un apartheid de hecho sobre la que permanece, olvidando las persecuciones hasta poco antes padecidas. En determinadas fases proyectan (Plan Allon) anexionar Cisjordania, Gaza y territorios que pertenecen a terceros países: el Sinaí egipcio, los Altos del Golán sirios, el sur del Líbano, etc., para lo cual prosiguen con su estrategia mixta de colonización civil y ocupación militar.
El hecho es que el Estado de Israel, pese a que mientras la situación internacional se lo ha permitido siempre ha alegado la defensa propia, ha sido y es un estado expansionista que durante la guerra fría contó con el decidido apoyo del mundo capitalista, ya que era su mejor baluarte en Oriente Medio. Cuando los palestinos luchan por sus derechos con el apoyo de países vecinos que les son amigos, en cambio, el mundo los llama terroristas y llega el señor Lezcano y les echa la culpa del conflicto por no haberse resignado en su día a la desmembración y al expolio del país en el que llevan viviendo milenios.
Todo, en cualquier caso, tiene raíces religiosas: étnicamente, los palestinos de hoy (los cananeos de ayer) no son muy diferentes a los hebreos expulsados por los romanos. Incluso sus lenguas son similares, mucho más que el español respecto del inglés. Por no hablar del mestizaje experimentado por los hebreos durante su bimilenaria diáspora: las elites del estado de Israel tienen mucha más sangre germánica o eslava que semita. Los ciudadanos de un estado que fundamenta su ciudadanía en la religión provienen de Marruecos, de Ucrania, de Estados Unidos, de Alemania, de Polonia, de Etiopía o de Bosnia, y su cultura es esencialmente europea. Sólo por motivos ideológicos -que les han permitido sobrevivir como comunidad durante dos mil años- conservan conciencia de descender de los hebreos expulsados en los siglos I y II y pueden hablar de una nación judía que no tiene fundamento étnico. Sí hay una ideología judía o, por mejor decir, una mitología judía. En este sentido, no hay que olvidar que en 1975 la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó el sionismo como una forma de racismo.
Y esa mitología racista, aceptada por todos nosotros en mayor o menor medida, es la causa de la tragedia palestina. Hoy y en ausencia de la amenaza soviética, sin embargo, será más difícil que Occidente acepte a cualquier precio la violencia israelí. Los palestinos, por su parte, han cometido muchos errores y su violencia, aunque en comparación con la israelí sea insignificante, es también rechazable. Pero nos negamos a aceptar que se los culpe de un conflicto en el que, sin haberlo comido ni bebido, se juegan la existencia.
La solución debería plantearse en forma de estado palestino-israelí integrado, multiétnico y multicultural; pero esto choca con la esencia confesional del Estado de Israel. Tal vez sea más cómodo seguir atribuyendo la responsabilidad de todo a los árabes, bombardear sus casas y tirotear a sus hijos. Algo parecido sucedió en Sudáfrica y en Timor Oriental, y hoy son casi libres. Lo mismo sucede en el Sahara Occidental, y un día será libre. Y lo mismo le espera a Palestina, más tarde o más temprano. Recemos para que entonces cada uno recoja sólo la comprensión que merezca, y no la violencia que haya sembrado. Canarias 7.
24 octubre 2000
La televisión como síntoma
En los Paragüitas escucho a dos paisanos comentar las últimas novedades de la televisión. Hablan de esa abominable pareja de freaks formada por Tamara y Leonardo Dantés; bastante menos abominables, con todo, que quienes día tras día fomentan su popularidad desde sus tribunas mediáticas. Me acerco a la Iglesia y, en el quiosco, mientras Suso Machín, que es bastante sabio, prefiere alimentar a las palomas, alguien defiende acaloradamente a alguno de los concursantes de El Bus, ese programa -concurso tan falso y desprovisto de enjundia como su exitoso predecesor, Gran Hermano. En todos los rincones de España sucede, a esta misma hora, tres cuartos de lo mismo.
El enaltecimiento de lo kitsch, el abuso de lo cutre y el adocenamiento de todo discurso destinado al público presiden la programación de los medios de comunicación de masas. La superficialidad de sus contenidos y la repetición ilimitada de esos mensajes triviales consiguen que, en completa desconexión con respecto a una ética mínima e imprescindible, el público aplauda y eleve a sus altares a personajes que en otras fases de nuestra historia colectiva hubieran sido despreciados por todos, cuando no reprobados: busconas de lujo, especialistas del braguetazo y -lo peor de todo- vagos, buenos para nada, nulidades que tuvieron la fortuna de nacer en la familia más adecuada, deficientes mentales transformados en estrellas en virtud de la magia televisiva.
Ésos son hoy nuestros dioses. Y ocupan nuestra conversación y nuestro pensamiento hasta el punto de, en algunos casos especialmente graves, ocasionar agrias disputas. He visto a venerables ancianas insultarse violentamente en defensa de sus respectivos favoritos para el premio final de uno de esos programas basura con que las cadenas atentan contra nuestra salud mental.
El fenómeno no es nuevo: en el capítulo XXIV de la primera parte del Quijote, el Caballero de la Triste Figura y Cardenio llegan a las manos a causa de las enfrentadas valoraciones que hacen de cierto cotilleo de tintes sexuales sobre el maestro Elisabat y la reina Madásima. Vemos así que, en el siglo XVII, los libros de caballerías -la literatura popular, lo más parecido entonces a los mass media- aportan a los locos como Don Quijote y el Roto argumentos que, siendo banales, ocupan el lugar, el tiempo y la oportunidad que deberían reservarse a los que son de vital importancia.
¿Es todo ello síntoma del ocaso de una civilización que da sus últimas boqueadas o, por el contrario, se trata de un rasgo común a toda época y, por tanto, no nos debe preocupar? Yo confieso que no tengo respuesta para esta pregunta. Cervantes, como hemos visto, nos es testigo de que, al menos en su siglo -un siglo, por cierto, de decadencia reconocida-, el problema también existía. Nietzsche, por su lado, en El gay saber señaló como uno de los síntomas de la corrupción de un pueblo la fe en “todo lo que está bien dicho”, con independencia de su contenido. En ésas estamos. Canarias 7 Fuerteventura.
El enaltecimiento de lo kitsch, el abuso de lo cutre y el adocenamiento de todo discurso destinado al público presiden la programación de los medios de comunicación de masas. La superficialidad de sus contenidos y la repetición ilimitada de esos mensajes triviales consiguen que, en completa desconexión con respecto a una ética mínima e imprescindible, el público aplauda y eleve a sus altares a personajes que en otras fases de nuestra historia colectiva hubieran sido despreciados por todos, cuando no reprobados: busconas de lujo, especialistas del braguetazo y -lo peor de todo- vagos, buenos para nada, nulidades que tuvieron la fortuna de nacer en la familia más adecuada, deficientes mentales transformados en estrellas en virtud de la magia televisiva.
Ésos son hoy nuestros dioses. Y ocupan nuestra conversación y nuestro pensamiento hasta el punto de, en algunos casos especialmente graves, ocasionar agrias disputas. He visto a venerables ancianas insultarse violentamente en defensa de sus respectivos favoritos para el premio final de uno de esos programas basura con que las cadenas atentan contra nuestra salud mental.
El fenómeno no es nuevo: en el capítulo XXIV de la primera parte del Quijote, el Caballero de la Triste Figura y Cardenio llegan a las manos a causa de las enfrentadas valoraciones que hacen de cierto cotilleo de tintes sexuales sobre el maestro Elisabat y la reina Madásima. Vemos así que, en el siglo XVII, los libros de caballerías -la literatura popular, lo más parecido entonces a los mass media- aportan a los locos como Don Quijote y el Roto argumentos que, siendo banales, ocupan el lugar, el tiempo y la oportunidad que deberían reservarse a los que son de vital importancia.
¿Es todo ello síntoma del ocaso de una civilización que da sus últimas boqueadas o, por el contrario, se trata de un rasgo común a toda época y, por tanto, no nos debe preocupar? Yo confieso que no tengo respuesta para esta pregunta. Cervantes, como hemos visto, nos es testigo de que, al menos en su siglo -un siglo, por cierto, de decadencia reconocida-, el problema también existía. Nietzsche, por su lado, en El gay saber señaló como uno de los síntomas de la corrupción de un pueblo la fe en “todo lo que está bien dicho”, con independencia de su contenido. En ésas estamos. Canarias 7 Fuerteventura.
19 octubre 2000
Conquistar a Bethencourt
De paseo por Puerto de la Peña, Vega de Río Palmas y Betancuria, es imposible no sentir en la nuca el hálito de la Historia. El viajero no puede sino imaginar los primeros días de la dominación española, llevada a cabo en este caso por sorprendidos caballeros franceses, descendientes de los guerreros nórdicos que hasta el siglo XI habían aterrorizado a los habitantes de todas las costas de Europa. A principios del siglo XV, Jean de Bethencourt ganaba para el rey de Castilla Fuerteventura, a cuya primera capital había de dar nombre con el suyo. Muchos siglos después, miles de canarios e hispanoamericanos descendientes de canarios aún llevan su apellido: Bethencourt, Betancur. Él y otros como él fueron los fundadores de un tramo irrenunciable de nuestra historia.
Imagino al corsario francés recién llegado de la verde Normandía, plantado en lo alto del Morro de la Cruz y boquiabierto, contemplando el hermoso espectáculo que ofrecen la mitad norte de la Isla y lo que el buen tiempo permite ver de Lanzarote. Lo imagino dispuesto a disfrutar de la tranquilidad del feraz valle de Betancuria; a retirarse como soldado viejo y dedicarse, nuevo Diocleciano, al cultivo de su huerto. Lo quiero imaginar humano, sencillo, cansado de la sangre. Me gusta verlo como el precursor de esos nórdicos inofensivos que también invaden la Isla con el solo afán de disfrutarla...
Pero he visto a la mayoría de esos turistas nórdicos habitar hoteles en los que la gastronomía es sustituida por la pitanza rápida y al gusto europeo, sin mucho interés por compartir nada que no tengan ya en casa. He visto a una respetable señora rubia visitar Ajuí y llevarse de Caleta Negra, como estúpido souvenir, fragmentos de una roca que llevaba allí, sin molestar a nadie, la fruslería de cien millones de años. He podido ver a algunos ensuciar, consumir, trivializar. A otros los he visto comprender.
Es posible que Bethencourt también comprendiese lo que, movido por su afán de lucro, conquistaba. Que para él los aborígenes que colaboraban con los suyos no fueran únicamente objetos utilizables, ni sus tierras tan sólo un fácil botín de guerra. Quizá Bethencourt, a su manera, apreciase o respetase aquella cultura que estaba destruyendo. Espero que esta sensibilidad satisficiera de alguna forma a los majoreros por él sometidos y esclavizados.
De alguna forma hemos de encontrar el elemento que, en este nuevo tramo de historia majorera que se inaugura, nos satisfaga. Parece inevitable que, en el plazo de no demasiados años, la mitad de nuestros paisanos se apelliden Hoffmann, Müller o Williams. Busquemos un mestizaje razonable que nos complete económica y espiritualmente. No nos dejemos conquistar, sin más, por el afán de lucro de ellos, que es el nuestro. Invitemos a Bethencourt a compartir nuestra casa y conquistemos al invasor. Canarias 7 Fuerteventura.
Imagino al corsario francés recién llegado de la verde Normandía, plantado en lo alto del Morro de la Cruz y boquiabierto, contemplando el hermoso espectáculo que ofrecen la mitad norte de la Isla y lo que el buen tiempo permite ver de Lanzarote. Lo imagino dispuesto a disfrutar de la tranquilidad del feraz valle de Betancuria; a retirarse como soldado viejo y dedicarse, nuevo Diocleciano, al cultivo de su huerto. Lo quiero imaginar humano, sencillo, cansado de la sangre. Me gusta verlo como el precursor de esos nórdicos inofensivos que también invaden la Isla con el solo afán de disfrutarla...
Pero he visto a la mayoría de esos turistas nórdicos habitar hoteles en los que la gastronomía es sustituida por la pitanza rápida y al gusto europeo, sin mucho interés por compartir nada que no tengan ya en casa. He visto a una respetable señora rubia visitar Ajuí y llevarse de Caleta Negra, como estúpido souvenir, fragmentos de una roca que llevaba allí, sin molestar a nadie, la fruslería de cien millones de años. He podido ver a algunos ensuciar, consumir, trivializar. A otros los he visto comprender.
Es posible que Bethencourt también comprendiese lo que, movido por su afán de lucro, conquistaba. Que para él los aborígenes que colaboraban con los suyos no fueran únicamente objetos utilizables, ni sus tierras tan sólo un fácil botín de guerra. Quizá Bethencourt, a su manera, apreciase o respetase aquella cultura que estaba destruyendo. Espero que esta sensibilidad satisficiera de alguna forma a los majoreros por él sometidos y esclavizados.
De alguna forma hemos de encontrar el elemento que, en este nuevo tramo de historia majorera que se inaugura, nos satisfaga. Parece inevitable que, en el plazo de no demasiados años, la mitad de nuestros paisanos se apelliden Hoffmann, Müller o Williams. Busquemos un mestizaje razonable que nos complete económica y espiritualmente. No nos dejemos conquistar, sin más, por el afán de lucro de ellos, que es el nuestro. Invitemos a Bethencourt a compartir nuestra casa y conquistemos al invasor. Canarias 7 Fuerteventura.
17 octubre 2000
Tontos del culo
Anoche hemos visto por televisión La lista de Schindler, la obra maestra del genial cineasta Steven Spielberg. Uno no se cansaría jamás de gozar de la trágica y evocadora belleza de sus imágenes en blanco y negro, ni de admirar las imponentes interpretaciones de Liam Neeson y Ben Kingsley, ni de sorprenderse con las crudas secuencias de brutalidad que en ella se recrean, casi como si se tratara de un documental sobre el exterminio de los judíos por la Alemania nazi.
Estremece la película por su perenne actualidad: las terribles escenas, más o menos noveladas, a que hemos asistido en la obra del judeoamericano, han sido y son realidad hoy en demasiados rincones de este contradictorio mundo nuestro, que es global sólo en lo que se refiere a la explotación económica, pero no para los derechos humanos. Bosnia, el Sahara Occidental, Kosovo, Sierra Leona y Timor Oriental, pese a su proximidad, son sólo nombres borrosos en nuestra memoria colectiva del horror; pero sus desafortunados habitantes conocen de primera mano lo que Spielberg quiso denunciar en su filme. La lista de Schindler es un alegato eficaz contra la violencia; un alegato un tanto maniqueo, como corresponde a la firma de Spielberg y al mercado estadounidense a que está inicialmente destinado, pero decidido, militante, nada tibio. Consigue sacar a flor de piel todo lo que de bueno llevamos en nuestro interior.
También estremece porque, a través de las figuras de los judíos alemanes y polacos, que en muy pocos años pasan de vivir como reyes a trabajar como esclavos y morir como perros, nos avisa de lo fácil que es que en el delicado equilibrio social, aprovechando un período de recesión en el ciclo económico, se abra de pronto una fractura. Si esto sucede, suele pillar por medio a los diferentes, a los que no son como la mayoría, porque son más fácilmente identificables como culpables. La barbarie se acredita de pronto para arrasarlo todo, con la participación de esa mayoría o gracias a su tibieza. Ahora nos resulta inexplicable: los abuelos de los verdugos nazis fueron Bach, Schiller, Goethe y Beethoven, y sus nietos hoy hacen windsurf en Jandía.
La Historia y la Antropología nos enseñan que, en uno u otro grado, todos somos mestizos biológica, política y culturalmente y que esto, precisamente, no supone otra cosa que fertilidad. Algunos cierran los ojos a esta realidad histórica, dialéctica como todas las realidades y fecunda como todas las dialécticas. Y los que voluntariamente cierran sus ojos a la realidad aspiran a tontos. Aspiró a tonto Adolf Hitler, aspiró a tonto Sabino Arana y aspiró a tonto el recién defenestrado Slobodan Milosevic. De hecho, sacaron matrícula de honor.
Aspiran a tontos también esos jóvenes botarates que, quizá para resolver alguna cuenta personal pendiente o, lo que sería peor, porque se han creído los argumentos contra los que han luchado desde siempre Oskar Schindler y muchos hombres de bien, optan por atacar con fuego la Residencia Fuerteventura, donde se alojan casi cuarenta niños marroquíes. Echan la culpa de sus males al que es distinto. ¡Cuántas veces hemos tenido que soportar estas patéticas conductas! Si no fuera porque ellos son la simiente de un posible Adolfo Hitler, darían risa. Pudiendo aspirar a ciudadanos, sólo aspiran a tontos del culo. Pobres. Canarias 7 Fuerteventura.
Estremece la película por su perenne actualidad: las terribles escenas, más o menos noveladas, a que hemos asistido en la obra del judeoamericano, han sido y son realidad hoy en demasiados rincones de este contradictorio mundo nuestro, que es global sólo en lo que se refiere a la explotación económica, pero no para los derechos humanos. Bosnia, el Sahara Occidental, Kosovo, Sierra Leona y Timor Oriental, pese a su proximidad, son sólo nombres borrosos en nuestra memoria colectiva del horror; pero sus desafortunados habitantes conocen de primera mano lo que Spielberg quiso denunciar en su filme. La lista de Schindler es un alegato eficaz contra la violencia; un alegato un tanto maniqueo, como corresponde a la firma de Spielberg y al mercado estadounidense a que está inicialmente destinado, pero decidido, militante, nada tibio. Consigue sacar a flor de piel todo lo que de bueno llevamos en nuestro interior.
También estremece porque, a través de las figuras de los judíos alemanes y polacos, que en muy pocos años pasan de vivir como reyes a trabajar como esclavos y morir como perros, nos avisa de lo fácil que es que en el delicado equilibrio social, aprovechando un período de recesión en el ciclo económico, se abra de pronto una fractura. Si esto sucede, suele pillar por medio a los diferentes, a los que no son como la mayoría, porque son más fácilmente identificables como culpables. La barbarie se acredita de pronto para arrasarlo todo, con la participación de esa mayoría o gracias a su tibieza. Ahora nos resulta inexplicable: los abuelos de los verdugos nazis fueron Bach, Schiller, Goethe y Beethoven, y sus nietos hoy hacen windsurf en Jandía.
La Historia y la Antropología nos enseñan que, en uno u otro grado, todos somos mestizos biológica, política y culturalmente y que esto, precisamente, no supone otra cosa que fertilidad. Algunos cierran los ojos a esta realidad histórica, dialéctica como todas las realidades y fecunda como todas las dialécticas. Y los que voluntariamente cierran sus ojos a la realidad aspiran a tontos. Aspiró a tonto Adolf Hitler, aspiró a tonto Sabino Arana y aspiró a tonto el recién defenestrado Slobodan Milosevic. De hecho, sacaron matrícula de honor.
Aspiran a tontos también esos jóvenes botarates que, quizá para resolver alguna cuenta personal pendiente o, lo que sería peor, porque se han creído los argumentos contra los que han luchado desde siempre Oskar Schindler y muchos hombres de bien, optan por atacar con fuego la Residencia Fuerteventura, donde se alojan casi cuarenta niños marroquíes. Echan la culpa de sus males al que es distinto. ¡Cuántas veces hemos tenido que soportar estas patéticas conductas! Si no fuera porque ellos son la simiente de un posible Adolfo Hitler, darían risa. Pudiendo aspirar a ciudadanos, sólo aspiran a tontos del culo. Pobres. Canarias 7 Fuerteventura.
07 octubre 2000
Los caballitos
Ha llegado la feria a Puerto del Rosario, y en su tiovivo Super Ratón persigue a Bart Simpson, y éste al Inspector Gadget. Distintas fases de nuestra infancia e, incluso, distintas infancias se dan cita en el abigarrado carrusel, y los esmaltes brillantes de los coches no parecen sufrir el paso de los años. Son vestigio de un tiempo en que se medía de otra forma la importancia de lo novedoso frente a lo viejo; de un tiempo menos apresurado.
Antaño el ocio de los jóvenes y de los adultos se desgranaba de otra forma. Había una época para la feria, otra para la semana santa o el carnaval, otra para las vacaciones estivales, otra para las navidades... Los períodos dedicados a la diversión se distribuían a lo largo del año conforme nos marcaba el ritmo de las faenas de nuestros padres y del calendario escolar, y sólo en ocasiones especiales, que esperábamos como agua de mayo, era puesta a prueba nuestra capacidad de sorpresa. Uno de esos momentos especiales era la feria. Y, dentro de la feria, el de montar en los caballitos.
¿Cuántas veces no les habremos llorado a nuestros padres para que nos dejasen montar una vez más en los caballitos, con una insistencia que amenazaba con arruinar su presupuesto mensual? Si por fin accedían, lo difícil luego era decidir en cuál de aquellos artefactos móviles y mágicos íbamos a invertir la moneda conseguida después de tanto trabajo: la libertad de elegir siempre exige una renuncia. Y así también aprendíamos.
La feria viene de un pasado en que la vida estaba sujeta al ritmo de las estaciones, compuesta, por consiguiente, por una sucesión más o menos razonable de sacrificios y alegrías. Hoy, desde chicos, disfrutamos a lo largo de todo el año de distracciones sin cuento, de las que nos aburrimos sin remedio al poco de gastar su novedad. Liberados casi completamente del contrapeso del esfuerzo en el estudio y en el trabajo y sometidos, en cambio, al vértigo del mercado, valoramos los objetos de nuestro ocio únicamente por su precio y por su adecuación a las modas.
En la feria, sin embargo, sobrevive algún jirón del viejo espíritu: padres e hijos tiran con carabina, ganan peluches, juegan en la tómbola y montan en los coches chocones, envueltos en el aroma mestizo y popular del chorizo y los churros humeantes. Disfrutan con las mismas atracciones que conocieron sus padres y sus abuelos. No existe la moda en la feria. No existen las prisas. Los caballitos siguen girando y siguen siendo nuevos. Canarias 7 Fuerteventura.
Antaño el ocio de los jóvenes y de los adultos se desgranaba de otra forma. Había una época para la feria, otra para la semana santa o el carnaval, otra para las vacaciones estivales, otra para las navidades... Los períodos dedicados a la diversión se distribuían a lo largo del año conforme nos marcaba el ritmo de las faenas de nuestros padres y del calendario escolar, y sólo en ocasiones especiales, que esperábamos como agua de mayo, era puesta a prueba nuestra capacidad de sorpresa. Uno de esos momentos especiales era la feria. Y, dentro de la feria, el de montar en los caballitos.
¿Cuántas veces no les habremos llorado a nuestros padres para que nos dejasen montar una vez más en los caballitos, con una insistencia que amenazaba con arruinar su presupuesto mensual? Si por fin accedían, lo difícil luego era decidir en cuál de aquellos artefactos móviles y mágicos íbamos a invertir la moneda conseguida después de tanto trabajo: la libertad de elegir siempre exige una renuncia. Y así también aprendíamos.
La feria viene de un pasado en que la vida estaba sujeta al ritmo de las estaciones, compuesta, por consiguiente, por una sucesión más o menos razonable de sacrificios y alegrías. Hoy, desde chicos, disfrutamos a lo largo de todo el año de distracciones sin cuento, de las que nos aburrimos sin remedio al poco de gastar su novedad. Liberados casi completamente del contrapeso del esfuerzo en el estudio y en el trabajo y sometidos, en cambio, al vértigo del mercado, valoramos los objetos de nuestro ocio únicamente por su precio y por su adecuación a las modas.
En la feria, sin embargo, sobrevive algún jirón del viejo espíritu: padres e hijos tiran con carabina, ganan peluches, juegan en la tómbola y montan en los coches chocones, envueltos en el aroma mestizo y popular del chorizo y los churros humeantes. Disfrutan con las mismas atracciones que conocieron sus padres y sus abuelos. No existe la moda en la feria. No existen las prisas. Los caballitos siguen girando y siguen siendo nuevos. Canarias 7 Fuerteventura.
06 enero 2000
Todavía queda siglo XX
En el feliz Occidente, aunque no en otros contextos culturales, utilizamos como sistema cronológico la que llamamos Era Cristiana, cuyo nombre sugiere el nacimiento de Cristo como base científica del calendario. Sin embargo, nuestro calendario es anterior a la aparición del cristianismo. Se trata del viejo calendario lunar romano, cuya reorganización solar en doce meses y 365 días más uno bisiesto cada cuatro años data del siglo I a. C., en que fue diseñado por Sosígenes y hecho oficial por Julio César; de ahí su primer nombre: calendario juliano. En el siglo XVI aún habría de ser corregido ligeramente por el papa Gregorio XIII (calendario gregoriano). Mucho antes, en el siglo VI, el monje romano Dionisio el Exiguo había inventado la Era Cristiana. Dionisio centró el cómputo de los años en torno al que él consideraba el del nacimiento de Cristo. Es decir, que si antes el año en que supuestamente nació Jesús era el 753 ab urbe condita, ahora el año en que la tradición situaba la fundación de Roma era el 753 antes de Cristo. Este sistema cronológico cundió poco a poco entre los historiadores cristianos y hoy es casi universal, pese a que Dionisio se había equivocado: los documentos históricos (incluido el Evangelio) demuestran que su cálculo falló en cuatro años y medio, de forma que Cristo nació, paradójicamente, el año 4 antes de Cristo; lo cual, tanto a efectos históricos como religiosos, es irrelevante.
En cuanto al día del nacimiento de Jesucristo, no está documentado ni en el Evangelio y, por tanto, se desconoce. La adopción del 25 de diciembre por la Iglesia, que sucede hacia el siglo IV, forma parte del amplísimo y natural fenómeno de trasvase de las celebraciones del mundo pagano al cristianismo, sobre todo tratándose de fiestas relacionadas con los ciclos naturales. Tal fecha, en la que según su calendario las noches dejaban de alargarse, era el día en que los antiguos romanos celebraban el nacimiento del Sol (dies natalis Solis inuicti), la deidad favorita de Diocleciano Augusto, último de los grandes emperadores y despiadado perseguidor, por otra parte, de cristianos y otras sectas de su tiempo. Cristianizando las fiestas paganas, la Iglesia, que pasó de fe clandestina a culto oficial e ideología opresora ya desde el siglo IV, había de acabar con todas las demás creencias de aquella época sin ocasionar demasiadas convulsiones; no es casual que la liturgia de Navidad y los primeros padres de la Iglesia hablen de Jesús como “sol de justicia” y “luz del mundo”. Todo lo que rodea al calendario cristiano es fruto de convenciones más o menos motivadas.
De acuerdo con este sistema de datación, resulta que hasta el 1 de enero del año 2001 no entraremos en el siglo XXI y, por consiguiente, en el tercer milenio de la Era Cristiana. No puedo dar crédito a los argumentos en contra expuestos últimamente en La Opinión-El Correo de Zamora por articulistas tan desemejantes como don Quintín Aldea (“Cuándo comienza el nuevo milenio”, 29-XII-99, en la sección Ventana abierta) y don Francisco Molina (“Zamora urgente”, 31-XII-99, en la sección Escriben los lectores y con título que supongo errata por no tener nada que ver con el contenido), según los cuales este tránsito se dio ya el pasado y archifestejado 1 de enero de 2000. Y digo que no doy crédito porque este asunto, cuya discusión pertenece al ámbito de la charla de café y se despacha en dos minutos, lo suponía bien entendido por cualquiera que hubiese merecido plaza de académico de la Historia o cívica magistratura.
El ejemplo que usan los señores Aldea y Molina, asimilando las eras históricas a la edad de las personas, no es válido. Y no lo es porque para el cómputo de la edad de las personas, como muy bien dice don Quintín, “no es lo mismo el año primero que el año uno”; pero sí lo es en el cómputo histórico. Es cierta la afirmación del señor Molina conforme a la que “cuando se soplan las velitas de una tarta de cumpleaños, siempre se tienen ya todos los años que indican las velas”: una persona cumple un año y comienza así su segundo año de vida; durante sus primeros doce meses ha contado días y meses sucesivamente, y todo ese año es previo a su primer cumpleaños. Podemos decir que las personas tienen, por tanto, un año 0 (su primer año de vida), un año 1 (cuando ha cumplido un año), un año 100 (cuando ha cumplido 100 años), etc. En el calendario cristiano, en cambio, al 31 de diciembre del año 1 antes de Cristo le sucede el 1 de enero del año 1 de la Era Cristiana. No existe un año 0. El calendario no lo necesita, porque no sirve para marcar la edad de nadie, sino para fechar acontecimientos. Por tanto y siguiendo la analogía que aplican mal los dos autores mencionados, el calendario tiene su primer cumpleaños el 1 de enero del año 2, su centésima tarta el 1 de enero del año 101 y sus 2000 velitas (y por tanto ahí termina el siglo XX y comienza el tercer milenio) el 1 de enero del año 2001.
El siglo XXI empieza dentro de un año. Se trata de una cuestión de aritmética elemental que sería indiscutible incluso si no lo hubiesen ya certificado los cronólogos del Cuartel General de la Armada, que son quienes en España llevan el cómputo del tiempo, pese a la desestima con que el señor Molina regala en su carta a matemáticos y astrofísicos, a quienes, Dios sabrá por qué enigmática razón, él engloba en la categoría de “expertos” en cronología junto a los “quirománticos”. A esto llama “sentido común” y a lo demás “disparate”, y se queda tan pancho. Seamos serios, por favor, y resistámonos a participar en la orgía de comercio e ignorancia que la televisión nos impone. La Opinión-El Correo de Zamora.
En cuanto al día del nacimiento de Jesucristo, no está documentado ni en el Evangelio y, por tanto, se desconoce. La adopción del 25 de diciembre por la Iglesia, que sucede hacia el siglo IV, forma parte del amplísimo y natural fenómeno de trasvase de las celebraciones del mundo pagano al cristianismo, sobre todo tratándose de fiestas relacionadas con los ciclos naturales. Tal fecha, en la que según su calendario las noches dejaban de alargarse, era el día en que los antiguos romanos celebraban el nacimiento del Sol (dies natalis Solis inuicti), la deidad favorita de Diocleciano Augusto, último de los grandes emperadores y despiadado perseguidor, por otra parte, de cristianos y otras sectas de su tiempo. Cristianizando las fiestas paganas, la Iglesia, que pasó de fe clandestina a culto oficial e ideología opresora ya desde el siglo IV, había de acabar con todas las demás creencias de aquella época sin ocasionar demasiadas convulsiones; no es casual que la liturgia de Navidad y los primeros padres de la Iglesia hablen de Jesús como “sol de justicia” y “luz del mundo”. Todo lo que rodea al calendario cristiano es fruto de convenciones más o menos motivadas.
De acuerdo con este sistema de datación, resulta que hasta el 1 de enero del año 2001 no entraremos en el siglo XXI y, por consiguiente, en el tercer milenio de la Era Cristiana. No puedo dar crédito a los argumentos en contra expuestos últimamente en La Opinión-El Correo de Zamora por articulistas tan desemejantes como don Quintín Aldea (“Cuándo comienza el nuevo milenio”, 29-XII-99, en la sección Ventana abierta) y don Francisco Molina (“Zamora urgente”, 31-XII-99, en la sección Escriben los lectores y con título que supongo errata por no tener nada que ver con el contenido), según los cuales este tránsito se dio ya el pasado y archifestejado 1 de enero de 2000. Y digo que no doy crédito porque este asunto, cuya discusión pertenece al ámbito de la charla de café y se despacha en dos minutos, lo suponía bien entendido por cualquiera que hubiese merecido plaza de académico de la Historia o cívica magistratura.
El ejemplo que usan los señores Aldea y Molina, asimilando las eras históricas a la edad de las personas, no es válido. Y no lo es porque para el cómputo de la edad de las personas, como muy bien dice don Quintín, “no es lo mismo el año primero que el año uno”; pero sí lo es en el cómputo histórico. Es cierta la afirmación del señor Molina conforme a la que “cuando se soplan las velitas de una tarta de cumpleaños, siempre se tienen ya todos los años que indican las velas”: una persona cumple un año y comienza así su segundo año de vida; durante sus primeros doce meses ha contado días y meses sucesivamente, y todo ese año es previo a su primer cumpleaños. Podemos decir que las personas tienen, por tanto, un año 0 (su primer año de vida), un año 1 (cuando ha cumplido un año), un año 100 (cuando ha cumplido 100 años), etc. En el calendario cristiano, en cambio, al 31 de diciembre del año 1 antes de Cristo le sucede el 1 de enero del año 1 de la Era Cristiana. No existe un año 0. El calendario no lo necesita, porque no sirve para marcar la edad de nadie, sino para fechar acontecimientos. Por tanto y siguiendo la analogía que aplican mal los dos autores mencionados, el calendario tiene su primer cumpleaños el 1 de enero del año 2, su centésima tarta el 1 de enero del año 101 y sus 2000 velitas (y por tanto ahí termina el siglo XX y comienza el tercer milenio) el 1 de enero del año 2001.
El siglo XXI empieza dentro de un año. Se trata de una cuestión de aritmética elemental que sería indiscutible incluso si no lo hubiesen ya certificado los cronólogos del Cuartel General de la Armada, que son quienes en España llevan el cómputo del tiempo, pese a la desestima con que el señor Molina regala en su carta a matemáticos y astrofísicos, a quienes, Dios sabrá por qué enigmática razón, él engloba en la categoría de “expertos” en cronología junto a los “quirománticos”. A esto llama “sentido común” y a lo demás “disparate”, y se queda tan pancho. Seamos serios, por favor, y resistámonos a participar en la orgía de comercio e ignorancia que la televisión nos impone. La Opinión-El Correo de Zamora.
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