El dictador murió cuando yo tenía nueve años: mi
edad no me permitió vivir la Transición más que de la manera vicaria y
descentrada en que viven la política los niños y los jóvenes. Tengo, no
obstante, un recuerdo vivo de Adolfo Suárez. Entre otras, no puedo dejar de
recordar las imágenes que un triste 23 de febrero de hace 33 años registró una
cámara inadvertida por los golpistas y reprodujo luego la televisión española
como el prodigio informativo que era y, tal vez, a suerte de ensalmo
democrático. En aquel documento contemplábamos, asombrados, cómo un iluminado
intentaba doblegar la voluntad del pueblo a tiros; cómo la inmensa mayoría de
los diputados –humanos, al fin y al cabo- pegaba el rostro al suelo del
hemiciclo; y cómo, por el contrario, un teniente general próximo a la
ancianidad y un civil sin apenas apoyos en aquel hemiciclo, en el peor momento
de su carrera política, hacían frente a aquel miserable con una gallardía que
nos parecía digna de mejores enemigos. El militar era Manuel Gutiérrez Mellado,
y el civil Adolfo Suárez, recién dimitido como presidente del Gobierno.
Si justificamos el cuerpo a tierra de los diputados
porque eran humanos, tendremos que convenir que aquellos dos hombres debían ser
algo más que humanos para permanecer cabeza en alto, mirando a los ojos a
aquellos golpistas armados hasta los dientes. Suárez, en aquella ocasión como
en otras –cuando se jugó el pellejo político legalizando el Partido Comunista,
cuando dio la mano al presidente de la Generalidad en el exilio, cuando dimitió
por no causar daño a una democracia aún niña–, no estaba defendiendo solo el
honor de hombre que se viste por los pies. No: Suárez no era un valentón, sino
un estadista; tal vez el único que nos hemos permitido. Demostró en numerosas
ocasiones que ponía el interés de la nación por delante del propio, y para él
solo había una forma aceptable de constituir esa nación. La España democrática
de 1978 nació gracias a los esfuerzos y la abnegación de hombres como Juan
Carlos I, como Suárez y como Mellado, como Fernández Miranda, Solé Tura,
Tarradellas, Cisneros o Ruiz Jiménez: hombres valiosos que se llenaron la boca
y el corazón de la palabra consenso y que –pese a que salían de un bronco
período de cuarenta años de guerra civil y dictadura– dejaron a un lado sus
profundas diferencias y pusieron a España siempre por delante. Grandes
profesionales que en muchos casos se quemaron rápidamente en la política y
volvieron a sus vidas, tal vez desengañados. Suárez demostró tanta habilidad en
el tejido de los mimbres con los que se debían fabricar las libertades de
varias generaciones de españoles como incapacidad para lidiar con los manejos a
corto plazo y el sectarismo que lo acosaba desde los otros partidos y desde las
propias filas de la UCD. Toreó y mató los miuras de la guerra civil pero cayó
víctima de las ratas. Y se retiró como los grandes: sin levantar mucho la voz.
Después vinieron políticos que basaron su actividad
en la labia, en los pactos con los
caciques locales, en la promesa fácil, en el halago al elector, en la
domesticación de los medios periodísticos, en la connivencia con los bancos, en
el control de la Justicia, en la propaganda... Políticos que desistieron de
introducir las mejoras que necesitaba el pacto de 1978 para instalarse en sus
fallas; que olvidaron su mandato representativo e hicieron del sectarismo la
pieza clave de sus movimientos electorales, puesto que apenas cabe llamarlos
acción política. Recuerdo que el primer mitin al que asistí fue uno del CDS:
Suárez y Rodríguez Sahagún ofrecían posiblemente lo mejor, lo más moderno y
europeo de aquel panorama triste en que ya se estaba convirtiendo la política
española, pero no tenían el apoyo de los medios empresariales y periodísticos y
entonces, ¿recuerdan?, no contábamos con las redes sociales. La sinceridad y la
entrega que transmitía Suárez casi se podían tocar, pero nunca fueron
suficientes. El régimen ya era lo que es hoy.
Cuando entrego este artículo no se ha producido aún
el inminente desenlace que ayer anunció su hijo en rueda de prensa. Da lo
mismo, porque no pretende ser una necrológica, sino un testimonio de admiración
y gratitud hacia el que considero el mayor estadista que dio España en los
últimos cincuenta años. Instaurador de las libertades de las que todos gozamos,
resultó traicionado por unos compañeros de viaje que no estaban a la altura de
aquella misión histórica, aquellos a quienes dio la oportunidad de participar
en la construcción del estado social y de derecho que deseaba y prefirieron
afianzar cuotas de poder, reproducir tics del franquismo y asegurar los
intereses de los de siempre so capa de alternancia.
Cuando suceda lo inevitable, estoy seguro de que me
envenenarán los obligados elogios funerales en labios de estos y aquellos, las
fotografías de unos y otros junto a su féretro. Y me consolará saber que podrán
haber arruinado su obra, pero su enana mezquindad no puede ensombrecer la
memoria del gigante que fue Adolfo Suárez, una memoria que ojalá sirva como
ejemplo de lo que necesitamos los españoles para salir del atolladero histórico
en que nos encontramos. Toda mi admiración, Presidente. El Mundo-El Día de Baleares.
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