05 mayo 2014

Europa, ámbito de libertad

La consolidación institucional de Europa nos conviene por muchos motivos. Además de elementos culturales comunes, pero que no nos harán mejores ciudadanos ni más felices por sí solos, existen necesidades económicas evidentes: la integración legal, administrativa y de mercados, las economías de escala, una mejor distribución de la riqueza, una mejor solidaridad interterritorial, una competencia eficaz con los gigantes norteamericano, chino y ruso. Pero suelo fijarme más en otra necesidad: la de proteger los derechos individuales. Europa es, por excelencia, la cuna histórica de los derechos y libertades y, por su propia idiosincrasia, el caldo de cultivo idóneo para su progreso.

Algunos que elogian sospechosas uniformidades y adhesiones patrióticas contra enemigos exteriores parecen olvidar el carácter multicultural que de manera insoslayable está en el ADN de Europa. Griegos, fenicios, iberos y celtas, cartagineses y romanos, escitas, francos, godos, sajones, hunos, árabes, bereberes, normandos, tártaros, eslavos, africanos, otra vez árabes, chinos, indios, indonesios, hispanoamericanos, chinos… Mediante la conquista, por favorecer el comercio, debido a la necesidad laboral de emigrar, por el deseo de disfrutar el sol meridional o la estabilidad nórdica, huyendo de persecuciones políticas o religiosas: Europa ha sido desde que nos acordamos de ella una tierra de mestizaje en la que, a veces de norte a sur y otras de sur a norte, individuos, colonias e incluso pueblos enteros han trasladado su residencia desde el exterior o en el seno de sus fronteras naturales. Solo Europa ha intercambiado todo tipo de flujos con el resto de los continentes, no siempre de manera pacífica, pero sí fructífera. Comparar a Europa con un crisol no es, por manido, menos cierto.

Hace siglos que Europa dejó atrás las querellas religiosas, y menos de cien que superamos los peores de nuestros conflictos bélicos. Este progreso ha ido estrictamente de la mano de los mayores niveles de integración política de la historia del continente. La Unión Europea es un artefacto imperfecto, sí, pero su existencia nos ha garantizado cotas desconocidas de bienestar y, sobre todo, un espacio de tolerancia. Europa es el ámbito donde la ley está por encima del privilegio y la solidaridad es objeto de políticas específicas. Es el lugar donde a nadie se persigue por sus ideas y, en cambio, se juzga sin piedad a los criminales de lesa humanidad; el paraguas bajo el que buscan asilo perseguidos políticos de todo el mundo. Con sus imperfecciones, Europa (junto a sus vástagos felices como Canadá o Australia) es ese lugar del mundo y del espíritu donde es posible que en una tienda de zapatos trabajen codo a codo un joven barbado de origen paquistaní, una judía nieta de supervivientes y un chico gay con los ojos pintados; donde en las aulas de cualquier universidad pueden compartir estudios y experiencia vital estudiantes de todos los rincones del continente o del mundo. Donde a nadie se le pregunta de dónde viene, sino qué es lo que sabe hacer o cómo contribuye a la prosperidad de sus conciudadanos.

Esa es la Europa a la que quiero pertenecer. Frente a esa Europa, hay otra mucho más miope en la que, en el mejor caso, se elogia el buen trabajo de alguien con la siguiente frase: “Pareces de aquí”. Una Europa mezquina y crédula en la que se afirma: “Si echamos a los inmigrantes (o, lo que es parecido: si dejamos la Unión Europea) nos irá mejor”. El recurso al enemigo exterior es el más viejo de los recursos populistas, y los nacionalismos se esfuerzan ante todo en marcar sus diferencias con el de fuera, con el foraster, con el extranjero. No vamos a hablar de los rancios nacionalismos catalán y vasco, porque ya sufrimos todos los días sus insufribles sermones. Se trata de todos los nacionalismos; los que afirman –obviando toda evidencia– que fuera del euro estaríamos mejor; los que insisten en que la culpa de todo la tienen los inmigrantes –esos que, según las estadísticas, proporcionalmente crean mayor número de empresas en España–; los que, como el UKIP de Nigel Farage o el PVV de Geert Wilders, cargan las tintas contra los que tienen un color distinto o un origen extranjero.

Independientemente de que económicamente nos compense o no, yo deseo que España integre y contribuya activamente a fortalecer las únicas instituciones que nos permitirán poner coto a la barbarie xenófoba y al fanatismo ideológico y percibir cada vez con más naturalidad la esencial diversidad de una sociedad en la que todos seamos conscientes de que la libertad y la prosperidad van de la mano de la tolerancia. Eso es Europa, y por eso merece la pena trabajar. mallorcadiario.com. 


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