En artículo publicado en Canarias 7 el pasado día 9 de junio, don Antonio Castellano se pronuncia contra la entonces reciente “aventurita bananaria” (así la califica) de los representantes canarios en el aeropuerto de El Aaiún, donde las autoridades de la potencia (Marruecos) que hoy ocupa militarmente la mayor parte de aquel país (Sáhara Occidental) no sólo les impidieron el paso, sino que los trataron como a delincuentes. Coincidimos plenamente con la inoportunidad de un viaje desaconsejado por el Gobierno y planeado, según todo parece indicar, con poca precaución y menos serenidad. No obstante, no podemos coincidir con la omisión que en su discurso hace el señor Castellano de los derechos de los saharauis, que parece despreciar como cosa de poca monta.
Siempre que un orador o escritor comienza su alegato invocando la autoridad de Bismarck, nos echamos a temblar: el Canciller de Hierro se hizo célebre por su falta de escrúpulos y por su espíritu práctico frente a cualquier consideración ética. También por su conservadurismo. El señor Castellano nos confirma estas sensaciones cuando nos invita a “agudizar al máximo el sentido práctico”. Líneas antes, ha llegado a afirmar que “la realidad, como todo, ha de ser gestionada como si se tratara de una empresa o proyecto, buscando la eficacia y la eficiencia, es decir, obtener el mejor resultado al menor coste”. El párrafo es significativo del maquiavelismo que defiende el señor Castellano, al que, en política exterior, parece no importar otra cosa que los réditos.
Pero no, señor Castellano; cuando usted anima a los defensores del pueblo saharaui a no interferir, a dejar “esta delicada cuestión en manos del Gobierno central”, porque “no hay razón para que Canarias sea beligerante en este asunto”, está usted defendiendo la fuerza de las armas marroquíes. Mantiene usted que España ha de negociar “con el reino alauita acuerdos de pesca, cooperación en el control de la inmigración irregular”, etc. También alerta usted sobre el peligro de radicalización islámica en el Magreb. Todo ello hace necesario, según usted, contemporizar con la dictadura marroquí.
La pregunta es: ¿un ciudadano ha de aceptar sin más los hechos que se le dan o debe aspirar libremente a modificar las realidades que no le parezcan justas? Porque si usted elige la opción primera, no hay nada más que argumentar; pero si acepta usted que los ciudadanos tienen derecho a defender las posturas a su juicio más éticas, y no necesariamente las más beneficiosas, estará conmigo en que la actitud de los defensores de los saharauis comienza a cobrar sentido.
Y claro que hay más posibilidades que la de aceptar simplemente los hechos consumados. Una forma de solucionar el feo trámite de tener que negociar la pesca atlántica con un usurpador es promover la devolución de las tierras y las aguas saharauis a sus verdaderos dueños. Una forma de combatir las mafias que hoy operan desde El Aaiún con la connivencia de la policía marroquí es devolver a la República Saharaui la soberanía efectiva sobre su capital. Una forma de mantener alejado de las Canarias el fantasma del integrismo musulmán es promover la vecindad con gobiernos moderados y que no fomenten, por su tiranía, la reacción fundamentalista; es decir, por ejemplo, la vecindad con el Frente Polisario, cuya moderación en muchos aspectos (en lo razonable de su sistema político, en el respeto a sus mujeres, en el trato a sus prisioneros marroquíes y un largo etcétera) es de todos conocida y convierte al saharaui en el pueblo musulmán menos susceptible de caer en las simas de la revolución islámica.
Pero, aunque todo eso no fuera cierto y la vecindad con los saharauis prometiera ser dificultosa y agria, ¿la mera justicia histórica no es un argumento suficiente para el señor Castellano? ¿No basta el hecho de que el Sáhara sea un país ocupado por una potencia extranjera para querer su libertad? ¿No bastan los testimonios de tortura, las muertes, los cientos de desaparecidos en las cárceles marroquíes, el exilio de cientos de miles de civiles, para desear que la situación cambie? Esto no son “palabras altisonantes”, ni los desplantes son “anacrónicos”. Desplantes anacrónicos los tenemos todos los días, servidos por un gobierno responsable de muchas violaciones de los derechos humanos (me refiero, sí, al de Mohamed VI) y contestados tibiamente por nuestro gobierno y por todos nosotros, que parecemos haber olvidado que, hace sólo treinta años, muchos canarios y muchos otros españoles se ganaban la vida en aquellas tierras, en hermandad con quienes hoy sufren el destierro en el seco pedregal de Tinduf y, no obstante, todavía guardan orgullosamente el español como lengua nacional.
No, señor Castellano: no bastan los motivos de eficacia ni de conveniencia. Una política exterior como ésa está condenada al fracaso. La prueba es que los sucesivos intentos de confraternización de los gobiernos González y Aznar no han servido para otra cosa que no fuese incrementar progresivamente la arrogancia de Hassán II, primero, y hoy la de su hijo. Hace falta un plante. Hace falta buscar (recuerde a su admirado Bismarck) un aliado estratégico en la retaguardia (y entiéndanse las imágenes bélicas como lo que son: imágenes). Hace falta promover la independencia de un Sáhara Occidental amigo, y para ello es necesario que se celebre un referéndum justo.
Los canarios tienen sobrados motivos para ser beligerantes en este asunto. Sea este artículo más un llamamiento a movilizarse en favor de los hermanos del otro lado del mar, y menos una respuesta a quien queda contestado con sus propios y bismarckianos argumentos. Canarias 7.
28 julio 2002
18 julio 2002
Banderas, nacionalismo e historia
Llega San Buenaventura y en Betancuria se rememoran los orígenes insulares paseando el Pendón de Castilla por las calles en militar desfile. A algunos, esto les parece inadecuado. La Comisión de Jóvenes de Asamblea Majorera-Coalición Canaria se siente ofendida por un acto que, dice, “representa el dominio colonial sobre Canarias”, exalta los “valores centralistas” y olvida el “expolio del pueblo aborigen”. Aprovechan los jóvenes nacionalistas para reivindicar la bandera de las estrellas verdes como propia “de todos los canarios y canarias”. Dejando aparte la deficiente redacción de la nota difundida en prensa y su escaso rigor argumental, nos divertiría, si no fuese lamentable, este llamamiento en contra de una celebración tradicional que recoge las raíces mismas de la Villa como localidad y de los majoreros como pueblo.
Porque así es: la cultura de los majoreros no tiene sus raíces tanto en el pueblo aborigen expoliado por los conquistadores castellanos (que las tiene, en una proporción exigua pero también muy importante) como en esa Corona de Castilla a la que las Canarias pertenecen históricamente y que los jóvenes asamblearios repudian. Fuerteventura ha sido tradicionalmente y es una isla habitada por pueblos de diversas procedencias, y su cultura es, con la fertilidad que aporta el mestizaje, fundamentalmente occidental y, particularmente, de raigambre castellana y portuguesa. En casi todas las manifestaciones culturales canarias podemos encontrar abrumadoramente más antecedentes europeos que aborígenes, lo que es natural, dado el escaso progreso material y espiritual de aquel pueblo que, no obstante, tenía tanto derecho a la perduración como cualquier otro cuando normandos y castellanos llegaron a estas costas. ¿Qué otra cosa habrían de celebrar los habitantes de Betancuria, si su existencia como comunidad está ligada a la presencia de Castilla?
La historia de Fuerteventura, una historia de abandono y marginación, no es distinta en este sentido a la de Extremadura, Irlanda o Sierra Leona: la historia de la explotación de los desheredados por quienes todo lo poseen. Transmutar tal realidad histórico-social en un enfrentamiento histórico-nacional es ignorante o mendaz, y reducir la interpretación de la historia a un combate entre buenos (los de aquí) y malos (los de fuera) resulta más propio del espectador de Gran Hermano que del lector de libros de historia. Algunos abusan del termino “colonial” o “colonizador” sin saber muy bien de lo que están hablando, sin considerar que para que se dé la colonización han de existir dos pueblos diferenciados y uno de ellos ha de explotar económicamente al otro sin mezclarse con él. El caso de Fuerteventura (el caso canario) no es un caso colonial, sino algo mucho más simple y difícil a la vez: se trata de la vieja lucha de clases.
Cuando en el siglo XVI unos pocos majoreros explotaban a los demás y estos últimos, fueran de madre aborigen o cristiana, tenían que huir del hambre y emigraban, y los primeros los sustituían con esclavos capturados en Berbería, majoreros eran ya todos: el señor, el pastor y el morisco. Majoreros de diversos orígenes, de antigüedad diferente, pero todos habitantes felices o desgraciados de esta isla. Cuando, algunas centurias más tarde, muchos todavía debían vender sus escasas propiedades y emigrar para evitar la muerte por inanición, otros acumulaban riquezas bloqueando la circulación del grano y comprando los terrenos de los que huían a bajo precio. Los opresores (los Dumpiérrez, los Manrique, los Cabrera, los Rugama) eran tan majoreros como los oprimidos. No eran canarios contra castellanos, no; eran los poderosos contra el pueblo. Como siempre. Como en todas partes. También como hoy.
Hoy, este enfrentamiento permanece entre nosotros, latente en una sociedad en la que el flujo de dinero fácil, por un lado, y el germen totalitario y simplificador del nacionalismo, por otro, ciegan al ciudadano y lo inhabilitan para velar por sus intereses a largo plazo. Esos jóvenes que reivindican banderas autóctonas y encima tienen la desfachatez de hablar de “debates productivos” harían mejor en reclamar a sus mayores políticos que trabajasen por una isla sin desvirtuar, que hiciesen algo por evitar la bastarda almoneda de la tierra majorera a que estamos asistiendo, por asegurar el respeto al patrimonio medioambiental, por erradicar las diferencias económicas, por garantizar la sanidad para todos, por ofrecer a su pueblo un desarrollo cultural valioso y desprejuiciado. Enarbolar banderas, acentuar las particularidades en detrimento de lo que nos une, confundir la mitología o la mera falsedad con la historia, nos parece, no contribuye en absoluto al progreso de los pueblos; pero sí permite que quienes los explotan (o permiten que otros lo hagan) exhiban eficaces coartadas o alcen cortinas de humo que oculten sus culpas.
Eso es lo que hace Mohamed VI, responsable de la opresión y la miseria en que el pueblo marroquí vive, cuando invade Isla Perejil. Es también el proceder de Arzalluz e Ibarretxe, prisioneros de su clientela, cuando se alían con el terrorismo y reclaman soberanías que saben imposibles. E igualmente es la actitud del nacionalismo insular, sin posibilidad o sin voluntad de frenar la destrucción de nuestro patrimonio natural, incapaz de eliminar el clientelismo que reina y de apagar la permanente sospecha de una corrupción que cualquier día podría revelarse estructural, cuando recurre al viejo truco de ondear banderas.
Nadie defiende las violencias pretéritas, ni a nadie agrada el papel tradicionalmente asignado a los militares en Fuerteventura. Pero no es de recibo idealizar el pasado: ¿acaso los aborígenes canarios no hubieran sometido a otros pueblos vecinos con las armas si en aquel violento siglo XV hubiesen alcanzado un desarrollo tecnológico similar al de Castilla?, ¿tan ingenuos somos?. Ni nos vale el rechazo genérico a lo militar, muy propio del pseudoprogresismo occidental pero que se contradice con, por ejemplo, los recientes llamamientos de Paulino Rivero, presidente de Coalición Canaria, para que el gobierno de la Nación mantenga una postura firme ante Marruecos en su actual contencioso. ¿Queremos o no queremos ejércitos? Cuando hablamos de banderas, nos tememos, estamos hablando de cosas que nada tienen que ver con la realidad histórica, ni con las necesidades presentes, ni con criterio sólido alguno. Y es que, a oídos de los menos advertidos, las pamplinas, a fuerza de mucho repetirlas, se convierten en verdades. Canarias 7 Fuerteventura.
Porque así es: la cultura de los majoreros no tiene sus raíces tanto en el pueblo aborigen expoliado por los conquistadores castellanos (que las tiene, en una proporción exigua pero también muy importante) como en esa Corona de Castilla a la que las Canarias pertenecen históricamente y que los jóvenes asamblearios repudian. Fuerteventura ha sido tradicionalmente y es una isla habitada por pueblos de diversas procedencias, y su cultura es, con la fertilidad que aporta el mestizaje, fundamentalmente occidental y, particularmente, de raigambre castellana y portuguesa. En casi todas las manifestaciones culturales canarias podemos encontrar abrumadoramente más antecedentes europeos que aborígenes, lo que es natural, dado el escaso progreso material y espiritual de aquel pueblo que, no obstante, tenía tanto derecho a la perduración como cualquier otro cuando normandos y castellanos llegaron a estas costas. ¿Qué otra cosa habrían de celebrar los habitantes de Betancuria, si su existencia como comunidad está ligada a la presencia de Castilla?
La historia de Fuerteventura, una historia de abandono y marginación, no es distinta en este sentido a la de Extremadura, Irlanda o Sierra Leona: la historia de la explotación de los desheredados por quienes todo lo poseen. Transmutar tal realidad histórico-social en un enfrentamiento histórico-nacional es ignorante o mendaz, y reducir la interpretación de la historia a un combate entre buenos (los de aquí) y malos (los de fuera) resulta más propio del espectador de Gran Hermano que del lector de libros de historia. Algunos abusan del termino “colonial” o “colonizador” sin saber muy bien de lo que están hablando, sin considerar que para que se dé la colonización han de existir dos pueblos diferenciados y uno de ellos ha de explotar económicamente al otro sin mezclarse con él. El caso de Fuerteventura (el caso canario) no es un caso colonial, sino algo mucho más simple y difícil a la vez: se trata de la vieja lucha de clases.
Cuando en el siglo XVI unos pocos majoreros explotaban a los demás y estos últimos, fueran de madre aborigen o cristiana, tenían que huir del hambre y emigraban, y los primeros los sustituían con esclavos capturados en Berbería, majoreros eran ya todos: el señor, el pastor y el morisco. Majoreros de diversos orígenes, de antigüedad diferente, pero todos habitantes felices o desgraciados de esta isla. Cuando, algunas centurias más tarde, muchos todavía debían vender sus escasas propiedades y emigrar para evitar la muerte por inanición, otros acumulaban riquezas bloqueando la circulación del grano y comprando los terrenos de los que huían a bajo precio. Los opresores (los Dumpiérrez, los Manrique, los Cabrera, los Rugama) eran tan majoreros como los oprimidos. No eran canarios contra castellanos, no; eran los poderosos contra el pueblo. Como siempre. Como en todas partes. También como hoy.
Hoy, este enfrentamiento permanece entre nosotros, latente en una sociedad en la que el flujo de dinero fácil, por un lado, y el germen totalitario y simplificador del nacionalismo, por otro, ciegan al ciudadano y lo inhabilitan para velar por sus intereses a largo plazo. Esos jóvenes que reivindican banderas autóctonas y encima tienen la desfachatez de hablar de “debates productivos” harían mejor en reclamar a sus mayores políticos que trabajasen por una isla sin desvirtuar, que hiciesen algo por evitar la bastarda almoneda de la tierra majorera a que estamos asistiendo, por asegurar el respeto al patrimonio medioambiental, por erradicar las diferencias económicas, por garantizar la sanidad para todos, por ofrecer a su pueblo un desarrollo cultural valioso y desprejuiciado. Enarbolar banderas, acentuar las particularidades en detrimento de lo que nos une, confundir la mitología o la mera falsedad con la historia, nos parece, no contribuye en absoluto al progreso de los pueblos; pero sí permite que quienes los explotan (o permiten que otros lo hagan) exhiban eficaces coartadas o alcen cortinas de humo que oculten sus culpas.
Eso es lo que hace Mohamed VI, responsable de la opresión y la miseria en que el pueblo marroquí vive, cuando invade Isla Perejil. Es también el proceder de Arzalluz e Ibarretxe, prisioneros de su clientela, cuando se alían con el terrorismo y reclaman soberanías que saben imposibles. E igualmente es la actitud del nacionalismo insular, sin posibilidad o sin voluntad de frenar la destrucción de nuestro patrimonio natural, incapaz de eliminar el clientelismo que reina y de apagar la permanente sospecha de una corrupción que cualquier día podría revelarse estructural, cuando recurre al viejo truco de ondear banderas.
Nadie defiende las violencias pretéritas, ni a nadie agrada el papel tradicionalmente asignado a los militares en Fuerteventura. Pero no es de recibo idealizar el pasado: ¿acaso los aborígenes canarios no hubieran sometido a otros pueblos vecinos con las armas si en aquel violento siglo XV hubiesen alcanzado un desarrollo tecnológico similar al de Castilla?, ¿tan ingenuos somos?. Ni nos vale el rechazo genérico a lo militar, muy propio del pseudoprogresismo occidental pero que se contradice con, por ejemplo, los recientes llamamientos de Paulino Rivero, presidente de Coalición Canaria, para que el gobierno de la Nación mantenga una postura firme ante Marruecos en su actual contencioso. ¿Queremos o no queremos ejércitos? Cuando hablamos de banderas, nos tememos, estamos hablando de cosas que nada tienen que ver con la realidad histórica, ni con las necesidades presentes, ni con criterio sólido alguno. Y es que, a oídos de los menos advertidos, las pamplinas, a fuerza de mucho repetirlas, se convierten en verdades. Canarias 7 Fuerteventura.
07 julio 2002
En defensa de las mujeres
Éste parece ser el grito de guerra del presidente del gobierno autónomo de Castilla-La Mancha, el socialista José Bono. Erigiéndose en adalid del género femenino, su gobierno acaba de presentar en el parlamento de aquella región un proyecto de reforma de la ley electoral en virtud del cual las candidaturas deberán contener un 50 por ciento de mujeres. No es la primera barbaridad del prócer manchego: ya antes se había hecho célebre por enviar a mejor vida el principio de reinserción social de los penados al pretender publicar (no recuerdo si finalmente lo consiguió) las listas de los condenados judicialmente por malos tratos a las mujeres. Cuando confundimos el tocino con la velocidad pasan cosas como éstas.
Quien respete a las mujeres no puede sino indignarse cuando, en nombre de la defensa de la mujer, alguien decide pasar por alto que un condenado que ha pagado su pena conforme a sentencia está limpio ante la sociedad, por muy infame que fuese su falta. Publicar el nombre de los maltratadores, o de los violadores, o de los atracadores de bancos, no remedia la existencia de los delitos, pero sí destruye la dignidad de unas personas que ya han pagado por ellos y, además, cuestiona la validez de las penas de prisión: si la cárcel no redime, ¿para qué diablos encarcelamos a nuestros delincuentes? Y si redime, ¿por qué publicamos sus nombres en una grotesca reedición del sambenito medieval? Sólo un erróneo concepto de la solidaridad con las mujeres puede llevarnos a buscar la estigmatización legal de los exconvictos. Esto no es justicia; es venganza, y ha de avergonzar a mujeres y hombres por igual.
En el caso del nuevo procedimiento en el acceso a los escaños parlamentarios, de nuevo estamos ante una percepción errónea. Primero: la igualdad, como la libertad, no se otorga; se arranca. Si no, quien da esa igualdad permanece en posición de superioridad e, igual que la da, la puede arrebatar. Toda igualdad otorgada no sirve sino para perpetuar las desigualdades, salvando las formas sólo ante quien se deje engañar por semejantes maniobras. Si los hombres fuéramos mujeres, estaríamos indignados ante tanta falsa magnanimidad.
Segundo: la igualdad que propugna nuestra Constitución, que no es una constitución soviética, es la igualdad de oportunidades o de partida (y así lo interpretan constitucionalistas como Gregorio Peces Barba, un pensador no precisamente conservador), y no la igualdad de llegada. El mismo principio absurdo que inspira al gobierno Bono en la reforma del acceso al Parlamento debería, en caso contrario, valer en todos los ámbitos. A la hora de dar las notas en una clase de la ESO en Albacete o Guadalajara, deberían aprobar un 50 % de niños y un 50 % de niñas, y también deberían obtener sobresaliente niños y niñas por igual, y todo esto al margen de sus méritos académicos. Cuando los de Cuenca y Toledo optasen a un puesto en la administración autonómica, hombres y mujeres deberían repartirse los puestos en virtud de su sexo, y no de su idoneidad y méritos. Si hablamos del ámbito deportivo, ¿qué mayor injusticia cabrá en La Mancha que el hecho de que hombres y mujeres compitan por separado en casi todas las disciplinas, en lugar de competir juntos y repartirse a partes iguales las medallas?
Muy por el contrario, mientras la igualdad se reduzca artificialmente a la llegada, y no se promueva en la salida, nada habremos conseguido. Si aceptamos la propuesta del señor Bono, convendremos en que la defensa de los derechos de la mujer sólo puede ser bien ejercida por mujeres. Esto es institucionalizar la discriminación y aceptar que hombres y mujeres nunca se pondrán de acuerdo en aquello que a todos atañe: el respeto entre los sexos. No es igualar, como parece si estamos poco avisados; es separar definitivamente. Por otra parte, es negar a las mujeres el acceso a más de un 50 % de las listas. ¿No deberían obtener un 70 % si lo mereciesen? Pero no; el destino de las mujeres es cruel: cuando no son discriminadas o maltratadas, sale un hombre a defenderlas, y entonces es aún peor.
Por un razonamiento parecido, suponiendo que haya un 30 % de personas con sobrepeso en España, igual proporción de escaños habría de estar reservado a los obesos; debería establecerse una cuota para diputados con un coeficiente intelectual superior a 120; e idénticas consideraciones de porcentaje tendrían que ser aplicadas a la hora de asignar representación parlamentaria a colectivos como los testigos de Jehová, los conductores de guaguas o los coleccionistas de sellos; porque ¿quién sino un filatélico podría entender las necesidades de los demás filatélicos?
Este tipo de medidas aumenta la confusión y no resuelve nada. Son fruto de un punto de vista equivocado y de una profunda ignorancia, una manifestación de un espíritu muy de nuestra época, según el cual los signos son más importantes que sus significados. También los igualitaristas del castellano gustan de ultrajar las reglas del género gramatical y referirse siempre a “los hombres y las mujeres de nuestro partido” o apostrofar a “los compañeros y compañeras” o, lo que aún es más cursi, a los “compañer@s”, y creen que con ello la igualdad pasa a ser realidad. Pero, de la misma forma en que barbarizar el lenguaje no es suficiente para reformar la realidad, tampoco basta con facilitar el acceso de las mujeres en cualesquiera condiciones; hay que promover que todos, hombres y mujeres, partan de condiciones iguales: igual acceso a la educación, igual trato en la contratación, igual respeto en los puestos de trabajo, etc. Lo demás es ingenuidad o, nos tememos, demagogia. Canarias 7.
Quien respete a las mujeres no puede sino indignarse cuando, en nombre de la defensa de la mujer, alguien decide pasar por alto que un condenado que ha pagado su pena conforme a sentencia está limpio ante la sociedad, por muy infame que fuese su falta. Publicar el nombre de los maltratadores, o de los violadores, o de los atracadores de bancos, no remedia la existencia de los delitos, pero sí destruye la dignidad de unas personas que ya han pagado por ellos y, además, cuestiona la validez de las penas de prisión: si la cárcel no redime, ¿para qué diablos encarcelamos a nuestros delincuentes? Y si redime, ¿por qué publicamos sus nombres en una grotesca reedición del sambenito medieval? Sólo un erróneo concepto de la solidaridad con las mujeres puede llevarnos a buscar la estigmatización legal de los exconvictos. Esto no es justicia; es venganza, y ha de avergonzar a mujeres y hombres por igual.
En el caso del nuevo procedimiento en el acceso a los escaños parlamentarios, de nuevo estamos ante una percepción errónea. Primero: la igualdad, como la libertad, no se otorga; se arranca. Si no, quien da esa igualdad permanece en posición de superioridad e, igual que la da, la puede arrebatar. Toda igualdad otorgada no sirve sino para perpetuar las desigualdades, salvando las formas sólo ante quien se deje engañar por semejantes maniobras. Si los hombres fuéramos mujeres, estaríamos indignados ante tanta falsa magnanimidad.
Segundo: la igualdad que propugna nuestra Constitución, que no es una constitución soviética, es la igualdad de oportunidades o de partida (y así lo interpretan constitucionalistas como Gregorio Peces Barba, un pensador no precisamente conservador), y no la igualdad de llegada. El mismo principio absurdo que inspira al gobierno Bono en la reforma del acceso al Parlamento debería, en caso contrario, valer en todos los ámbitos. A la hora de dar las notas en una clase de la ESO en Albacete o Guadalajara, deberían aprobar un 50 % de niños y un 50 % de niñas, y también deberían obtener sobresaliente niños y niñas por igual, y todo esto al margen de sus méritos académicos. Cuando los de Cuenca y Toledo optasen a un puesto en la administración autonómica, hombres y mujeres deberían repartirse los puestos en virtud de su sexo, y no de su idoneidad y méritos. Si hablamos del ámbito deportivo, ¿qué mayor injusticia cabrá en La Mancha que el hecho de que hombres y mujeres compitan por separado en casi todas las disciplinas, en lugar de competir juntos y repartirse a partes iguales las medallas?
Muy por el contrario, mientras la igualdad se reduzca artificialmente a la llegada, y no se promueva en la salida, nada habremos conseguido. Si aceptamos la propuesta del señor Bono, convendremos en que la defensa de los derechos de la mujer sólo puede ser bien ejercida por mujeres. Esto es institucionalizar la discriminación y aceptar que hombres y mujeres nunca se pondrán de acuerdo en aquello que a todos atañe: el respeto entre los sexos. No es igualar, como parece si estamos poco avisados; es separar definitivamente. Por otra parte, es negar a las mujeres el acceso a más de un 50 % de las listas. ¿No deberían obtener un 70 % si lo mereciesen? Pero no; el destino de las mujeres es cruel: cuando no son discriminadas o maltratadas, sale un hombre a defenderlas, y entonces es aún peor.
Por un razonamiento parecido, suponiendo que haya un 30 % de personas con sobrepeso en España, igual proporción de escaños habría de estar reservado a los obesos; debería establecerse una cuota para diputados con un coeficiente intelectual superior a 120; e idénticas consideraciones de porcentaje tendrían que ser aplicadas a la hora de asignar representación parlamentaria a colectivos como los testigos de Jehová, los conductores de guaguas o los coleccionistas de sellos; porque ¿quién sino un filatélico podría entender las necesidades de los demás filatélicos?
Este tipo de medidas aumenta la confusión y no resuelve nada. Son fruto de un punto de vista equivocado y de una profunda ignorancia, una manifestación de un espíritu muy de nuestra época, según el cual los signos son más importantes que sus significados. También los igualitaristas del castellano gustan de ultrajar las reglas del género gramatical y referirse siempre a “los hombres y las mujeres de nuestro partido” o apostrofar a “los compañeros y compañeras” o, lo que aún es más cursi, a los “compañer@s”, y creen que con ello la igualdad pasa a ser realidad. Pero, de la misma forma en que barbarizar el lenguaje no es suficiente para reformar la realidad, tampoco basta con facilitar el acceso de las mujeres en cualesquiera condiciones; hay que promover que todos, hombres y mujeres, partan de condiciones iguales: igual acceso a la educación, igual trato en la contratación, igual respeto en los puestos de trabajo, etc. Lo demás es ingenuidad o, nos tememos, demagogia. Canarias 7.
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