20 noviembre 2016

'Sully', o por qué Clint Eastwood votó a Donald Trump


I

Será un éxito de taquilla y probablemente recibirá algún premio. La última película de Clint Eastwood, Sully, recrea la historia de Chesley Sullenberger III, aquel piloto que en 2009, tras perder sus dos motores por colisión con una bandada de gansos, amerizó su Airbus 320 en el río Hudson sin malograr una sola vida. El filme sitúa su argumento en la investigación posterior al incidente, que pretendía esclarecer si el comandante había acertado en su arriesgada decisión o, por el contrario, había elegido mal y habría podido aterrizar en LaGuardia con seguridad para el pasaje y sin arruinar la aeronave. Los comentarios en general han sido positivos, aunque algún crítico destacado ha escrito que “Eastwood es incapaz de contagiarme ni un gramo de pasión, tensión o entretenimiento con la reconstrucción de la hazaña” y califica la película de “tediosa”.

La opinión tiene su aquel: en efecto, lo que más destaca de esta gran película es que, tratando de lo que pudo ser una catástrofe aérea, en ningún momento ofrece escenas de pánico, histeria o acción trepidante. Hasta los momentos más dramáticos se resuelven con una frialdad rayana en el rigor mortis. Pero es que esta película no es una película de acción, y esto hay que tenerlo bien claro. Hay acción, hay amor, hay compañerismo y hay complicaciones domésticas y profesionales. Pero esta película ni es de acción, ni es de amor ni es un docudrama. Se trata de una película ética. El señor Eastwood, que nunca se ha distinguido por tener veleidades posmodernas, defiende una tesis moral.

A partir del momento del accidente, cuando se pone en marcha el dispositivo de salvamento, se suceden acciones de rescate por parte de los cuerpos especializados, pero también de las tripulaciones de transbordadores cercanos que activan sus protocolos de emergencia como un solo hombre. Los controladores aéreos, sometidos a la presión imaginable, trabajan con una frialdad profesional encomiable. Sully mantiene la sangre fría incluso hasta cuando, momentos antes de que el operativo de rescate le confirme que se han salvado las 155 almas que viajaban a bordo del vuelo 1549 de US Airways, las pulsaciones de su corazón duplican la tasa habitual. Cada neoyorquino está donde debía estar en cada momento y nadie grita, nadie alza los brazos ni pierde los nervios, nadie se santigua ni se encomienda a Dios. Todos se aplican para conseguir un objetivo de forma profesional y sin gastos innecesarios de energía. El resultado es que, desde el momento del amerizaje en las gélidas aguas del Hudson hasta que todas y cada una de esas 155 personas es certificada sana y salva, transcurren tan solo 24 minutos.

Poco antes del dictamen de la comisión investigadora, Sully y su segundo se confían recíprocamente una convicción compartida: “Hicimos nuestro trabajo”. Cuando la comisión termina sus sesiones, Sully discrepa del portavoz; no es un héroe, dice: “lo hicimos entre todos”, e incluye al personal del vuelo, a los servicios de salvamento, a los controladores, a las tripulaciones de los ferris que auxiliaron a los pasajeros en el río… El espectador es machaconamente instruido desde la pantalla con el siguiente mensaje: las cosas salen bien cuando cada individuo cumple con su deber, está en el lugar en el que debe estar, está preparado, tiene la experiencia y los conocimientos necesarios, sabe lo que tiene que hacer y lo hace.

Sully es, así pues, un alegato sobre la responsabilidad individual. El señor Eastwood opina que no debemos esperar que nadie (ni siquiera el estado) venga a sacarnos las castañas del fuego. El estado se organiza para el bien común, las empresas persiguen sus objetivos… pero es el individuo el que, en uso de su libertad, tiene una responsabilidad que afecta a sí y a los que lo rodean. Y cumplir con su responsabilidad es lo único que lo pone a resguardo de la ineficacia, del desorden y, en última instancia, de la catástrofe. Eso es lo heroico, por mucho que aburra a Carlos Boyero.

II

Confieso que mi vieja admiración por el señor Eastwood flaqueó hace unas semanas, cuando manifestó su predilección por el candidato Trump. ¿Cómo una persona de la integridad del autor de Gran Torino puede votar a alguien tan sumamente grotesco como Donald Trump?, me preguntaba yo. La respuesta ahora me parece más sencilla: puestos a escoger entre dos candidatos imperfectos, el señor Eastwood y muchos millones de americanos han escogido la opción que de manera radical hace descansar toda responsabilidad sobre los hombros del individuo. En la Europa educada en la socialdemocracia nos cuesta entenderlo, pero hay un numeroso y relevante sector de la sociedad norteamericana para el que el estado y sus exacciones suponen una carga intolerable. Lo que en Europa es justicia social o solidaridad, en los Estados Unidos a muchos les parece la sopa boba. Lo que aquí parece despiadado en aquel país es simplemente justo y hasta heroico.

Siempre recuerdo a aquella pareja de americanos que me recogió hace décadas, cuando hacía autostop por Cornualles. Durante la conversación que nos llevó hasta Land’s End, mi conductor –que tenía sus propias ideas sobre Europa– defendía un estado mínimo. Yo pretendía convencerle de que a veces el estado ha de intervenir para resolver problemas allá donde el mercado no llega, así que le puse el ejemplo de esos pueblos aislados en la montaña, sin apenas tráfico. “Si el estado no financia líneas de autobús, los habitantes de esos pueblos quedarán incomunicados, dependientes solo de sus recursos privados, sean estos los que sean”. Richard solo contestó: “¿Y qué?”. Y no es que este tipo de norteamericano sea especialmente desalmado; sencillamente, tiene un acérrimo sentido de la responsabilidad y la independencia del individuo y eso lo lleva a asumir que no haya líneas de autobús subvencionadas allí donde las privadas no son rentables; que la licencia para portar armas sea universal; y que Donald Trump sea un candidato creíble por su indiscutible trayectoria de self-made man, pese a todos sus exabruptos y su insufrible arrogancia.

En el otro extremo nos encontramos nosotros, Europa: un lugar del mundo donde hay diputados que piden en las cámaras legislativas a las que pertenecen que se exculpe a delincuentes como Andrés Bódalo, que se exonere de culpa a terroristas o que responsables políticos incumplan de forma deliberada y planificada las leyes. Un continente donde hay personas que creen tener derecho a ocupar gratis viviendas que no son suyas y partidos políticos que les dan cuartelillo. Un grupo de naciones que desean disfrutar de seguridad, pero prefieren que se la garanticen desde el otro lado del Atlántico. Poblaciones enteras que creen que una beca es un derecho universal y no ha de depender de la excelencia demostrada en los resultados académicos. Países en los que se ha instalado la creencia de que el estado ha de proveerlo todo, en los que todos hablamos de derechos pero es altamente impopular hablar de obligaciones. En los que nadie osa atajar el exceso de burocracia que nos enfanga porque eso sería atentar contra derechos históricos, en los que se sacrifica la eficiencia en aras de la paz social. Lugares absurdos donde un empresario siempre es sospechoso y un funcionario, una vez aprobadas sus oposiciones, ya no ha de demostrar nada jamás.

Entre el antiestatismo militante y la socialburocracia, Barack Obama aparece ante los ojos de muchos norteamericanos como ejemplo perfecto de lo que no debemos ser si no queremos convertirnos en esos europeos desprovistos de valores morales. Frente al valor de la responsabilidad individual, las moderadísimas reformas sociales del Partido Demócrata representan para ellos una especie de caridad impuesta que premia la irresponsabilidad: el reverso de ciertos valores que hicieron grande su nación. Y si la brillantez de Obama podía compensar ese déficit libertario, ha quedado claro que las virtudes de Hillary Clinton no podían enjugar la suma de los defectos de Obama y las carencias propias. Al final, los Eastwood de América han votado la opción que les promete que, si todos están en su sitio, cumpliendo con sus responsabilidades como hombres libres –como Sully–, todo saldrá bien y América será grande otra vez... Eso no los hace despiadados; pero nada puede paliar la tristeza del hecho de que hayan encumbrado a un patán prepotente y populista.

Tom Hanks, por su parte, está de Oscar. El Español.

15 abril 2016

Catorce de abril

Los aficionados a las banderas estarán encantados de ver esta aquí. En este 14 de abril tan de banderas, pero sobre todo tan de banderías, quiero rendir homenaje a la única enseña que garantiza mis libertades, las mismas que en 1931-1939 defendieron efímera e infructuosamente un puñado de hombres buenos contra la barbarie de ambos signos que iba a acuchillar España. Sí, ésta es la bandera que representa los valores de Goya y de Jovellanos, de Giner de los Ríos, de Azaña, de Ortega, de Lorca y de Machado, de Picasso y de Savater: de lo mejor de la República y lo mejor de la Monarquía.

Es, además, la bandera que, merced a una tradición vigente desde hace ya más de 200 años, presidió el nacimiento de España al mundo de las naciones modernas, sólo unos años después que Estados Unidos y Francia. La bandera que ha visto a España progresar, poco a poco y en buena medida gracias a que hubo españoles que -empuñándola- demarraron su sangre por la libertad, hacia el estado de derecho que, mejor o peor, hoy nos permite incluso cuestionarla.

Por eso y porque me da la gana, he colgado en mi muro de Facebook la bandera de nuestra nación, la que compartimos madrileños, catalanes, andaluces, vascos y murcianos. La que, cuando la veo ondear en la fachada de un edificio, me deja saber que allí se están respetando y puedo reclamar mis derechos y los de mis paisanos.

Y a los que pisotean los símbolos y queman libros en directo les digo: esta es mi bandera y la vuestra, la que impedirá en último caso que vuestra mezquindad nos enfrente.

Viva España: el 14 de abril y, permitídmelo, majetes, cada día del año. El Español.


24 marzo 2016

Ni un milímetro

Me iba a ir a la cama, pero la noche de los atentados yihadistas en Bruselas no era una buena noche. Andaba inquieto; me enredé leyendo unos artículos, viendo algunos vídeos, escuchando música y compartiendo lo que me gustaba en mis redes sociales. Y luego, sin querer, reflexioné un poco. Una jiga sublime de Charpentier, un fantástico vídeo en 3D sobre la Domus Aurea de Nerón, un inocente tebeo de chicas en porretas que resume con gracia una obra de Aristófanes, el último poemario que leo, algunas canciones de Golpes Bajos, Nacha Pop y Radio Futura: disfrutar de cualquiera de estas manifestaciones de cultura que me hacen ser quien soy no sería posible si viviese bajo un régimen como el que defienden los que ayer atacaron Bruselas y pasado mañana atentarán en algún otro lugar. Casi todas serían pecado; algunas, blasfemia; otras atentarían contra el gobierno; en general, me certificarían como pagano, infiel, libidinoso y conspirador merecedor de castigo.

Por eso, entre otras cosas, sé dónde están los míos. Por eso no puedo ser equidistante. Mi rechazo va más allá del rechazo a los culpables de los asesinatos, sus cómplices y quienes los jalean, que deben ser juzgados y condenados. No, no se puede quedar ahí: mi rechazo es para una cultura que en el nombre de Dios alimenta el desprecio del conocimiento, de la individualidad y del genio humano. Una cultura en la que una deidad absurda, enervante y empobrecedora ha sustituido a Aristóteles, Miguel Ángel, Cervantes, Shakespeare, Velázquez, Bach (el único dios verdadero), Vivaldi, Kant, Rousseau, Montesquieu, Goya, Darwin, Rodin, Freud, Einstein… y ha ocupado el inmenso vacío resultante con la nada más miserable. Una cultura cuyos ministros la promueven, en el mejor caso, a latigazos, porque tu vida no vale nada si no se ciñe a la palabra de Dios. Por eso, además de la solidaridad con mis semejantes, de la pena y de otras muchas cosas que me acercan a cualquier víctima de cualquier barbarie, hoy yo también soy belga, como fui francés y como estaré siempre en la trinchera opuesta a la de unos bárbaros a quienes sólo podría querer aproximarme con espíritu de antropólogo. Porque, solidaridad y penas aparte, desde esta trinchera se defiende una forma de vida basada en sumar y no en cercenar. La que nos hizo progresar, la que nos acercó la siempre huidiza justicia social, la que les ofrecemos, la que vencerá. La nuestra.

Todo mi desprecio es para los fanáticos, y mi orgullo solo puede consistir en no ser como ellos. La construcción de una Europa unida en la defensa de los derechos y de las libertades, basada sin complejos en la cultura occidental que compartimos con naciones de otros continentes y que nos hace comprensivos, tolerantes y libres, es lo mejor que podemos dejar a nuestros hijos, y también a los hijos de los bárbaros. No dejemos que los malos políticos la hagan imposible, porque eso es lo que desean los enemigos de nuestra cultura. No confundamos firmeza con odio, ni tolerancia con poner la otra mejilla. Plantemos un pie firme en tierra y no cedamos ni un milímetro de nuestra confianza en que somos mejores, merecemos respeto y sabremos defenderlo. Ni un solo milímetro.

Y, ahora sí, buenas noches. El Español.

05 febrero 2016

¿Un centro de acogida en Sa Teulera?

Años atrás la alcaldesa Calvo quiso situar un centro para transeúntes (SAPS) en el barrio de El Molinar. La oposición de los vecinos fue sonada. Las personas sin hogar son un colectivo del que la sociedad se ha de ocupar y el Ayuntamiento de Palma está en la obligación –y así se lo exigimos sus administrados– de arbitrar medidas dirigidas a ampararlos y reinsertarlos en un entorno social y laboral estable; pero la reacción de El Molinar no fue fruto de la insolidaridad. Los vecinos estaban preocupados por las consecuencias del trasplante de un colectivo por su propia naturaleza desestructurado e inestable –a veces conflictivo– al corazón de un barrio configurado y asentado de forma natural con el transcurso del tiempo. Actualmente una sentencia obliga al Ayuntamiento a desmantelar aquel edificio y devolver el solar a sus donantes.

Anteayer se publicó que el Ayuntamiento va a resituar en el barrio de Sa Teulera esas instalaciones con el fin de alojar un servicio de acogida municipal (SAM) para familias con menores a cargo. La inquietud producida entre los vecinos es mayúscula, fruto del desinterés por el consenso evidenciado por la regidora de Bienestar Social y de una injustificable ocultación de la información. Pero además se abren varios interrogantes que nadie se ha preocupado de aclarar.

1. ¿Por qué se elige un solar destinado a uso sociocultural para el que será necesario aprobar un cambio a uso asistencial, si el Ayuntamiento dispone de otros solares que no requieren esperar por una modificación urbanística?

2. ¿Se tratará, en todo caso, de un SAM familiar, como afirma la noticia, o para individuos como exige el propio diseño del edificio que aún se encuentra en El Molinar? ¿Las familias estarán, por tanto, mal alojadas o Mercè Borràs cambiará de opinión a última hora?

3. ¿Los informes que son preceptivos dirán que el lugar elegido es idóneo? Si va a acoger familias con menores es imprescindible que en la zona haya centros sanitarios y escolares públicos y buenos accesos. En Sa Teulera no los hay.

4. Actualmente no hay necesidad de un traslado que va a costarle al Consell de Mallorca 450.000 euros adicionales por el montaje del edificio: las plazas necesarias para familias están cubiertas mediante convenio con Es Convent, que presta el servicio perfectamente y con un gasto anual inferior al que costaría un SAM, ya que solo cobra por plaza ocupada. ¿El objetivo inconfesado del traslado es suprimir, por puro sectarismo, un convenio que resulta óptimo para sus usuarios a costa de más gasto –ahora y cada año– para los palmesanos?

5. ¿Por qué lanza Borràs esta información a través de un diario como hecho consumado, en lugar de reunir a los vecinos, explicarles las ventajas de la medida, escucharles y tranquilizarles? ¿Es un globo sonda o realmente desprecia la opinión de los habitantes de los habitantes del barrio?

Dado que es necesaria una modificación urbanística, que el edificio no es idóneo y que la zona es inadecuada por carecer de servicios públicos, las familias sin hogar recibirán una prestación deficiente. Si, además, la medida es innecesaria, despilfarradora y subrepticia, habrá que preguntarse por sus motivos y no será de extrañar que los vecinos se inquieten y se opongan. Si el futuro debate no gira en torno a la idoneidad del traslado y la concejala de Bienestar Social se niega a escuchar a los vecinos y se limita a acusarles de casta insolidaria, estará cometiendo una grave irresponsabilidad. El Mundo-El Día de Baleares.

15 enero 2016

Criminalizar o actuar

Pasan los días y el análisis se abre paso sobre el clamor horrorizado de los primeros momentos. Lo que sucedió durante la pasada Nochevieja en Colonia y otras ciudades europeas –la oleada de violaciones y abusos sexuales perpetrados sobre mujeres occidentales por bandas de hombres de origen árabe– no es nuevo. Cuando ocurrió, recordé con nitidez noticias viejas de violaciones colectivas. La reportera Lara Logan publicó un testimonio conmovedor del brutal asalto colectivo que sufrió en la Plaza Tahrir de El Cairo en 2011 durante el desempeño de su trabajo, mientras cubría las manifestaciones relacionadas con la caída de Hosni Mubarak.

Logan lo explicó perfectamente: en el contexto de una fiesta multitudinaria, decenas de hombres la rodearon, la separaron de su equipo y la vejaron públicamente sin que sus gritos animasen a nadie a defenderla. No se trataba de un caso aislado: según la Federación Internacional de Derechos Humanos, la violencia sexual contra mujeres con motivo de grandes concentraciones callejeras es cotidiana y sistemática en Egipto, donde esta ONG identificó 250 casos similares al de Logan solo en ocho meses de 2012 y 2013, durante las protestas contra el entonces presidente, Mohamed Morsi. Es el destino de cientos o miles de mujeres norteafricanas cada año.

Conocido como taharrush, se trata de un juego de diversión en el que unos participan activamente y otros colaboran rodeando y ocultando la escena a posibles críticos y a las autoridades. Es una actividad tolerada en lugares donde la integridad de una mujer vale poco incluso para su propia familia. En Occidente es un delito execrable para quienes ahora empiezan a sufrirlo, pero para los que lo practiquen seguirá siendo solo un juego, propiciado además por la condición dudosa de esas mujerzuelas infieles que se atreven a caminar solas por la calle, mostrando cabello y piel, pidiendo que las ataquen... Esta contradicción cultural no debe hacernos más comprensivos con tan detestable conducta, pero sí inspirar nuestro entendimiento del mismo y guiar las políticas destinadas a erradicarlo.

Con todo y su complejidad, la obligación de las autoridades europeas es combatir el delito sin menoscabar aquello que nos hace sentir orgullosos de Europa, y de esta un refugio para los perseguidos del mundo: la protección de las libertades de todos, la presunción de inocencia, el rechazo radical de la xenofobia... En este difícil equilibrio hacen su agosto los populismos: el que culpa al inmigrante de todos los males y el que lo considera, per se, merecedor de impunidad; la primera batalla que hay que librar es contra esas presuntas soluciones definitivas, fáciles y sin matices que únicamente sirven para eludir una acción política eficaz y madura, a costa de la equidad y la paz. Pese a lo fácil que resulta a veces desatar las pasiones, Europa es un gran matiz.

Habrá que diseñar protocolos que permitan diferenciar al inmigrante económico del asilado político, garanticen con pelos y señales sus derechos y sus obligaciones, señalen estrictamente los requisitos y establezcan los supuestos de revocación de los permisos. Habrá que estudiar el fenómeno del taharrush –de nada vale ignorar que existe–, identificar los lugares de los que procede y las comunidades en que se tolera, desterrar toda generalización hacia colectivos tan complejos y plurales como los árabes o los musulmanes y perseguir, en cambio, cualquier germen de organización delictiva y sus canales de coordinación. Habrá que tomarse en serio la educación para la ciudadanía como asignatura transversal a todo el currículo escolar y redefinirla para hacer frente a los retos reales de una sociedad distinta a la que conocíamos. Pero también habrá que conversar con los líderes de las comunidades musulmanas, que son quienes verdaderamente influyen entre los suyos, formar en la nueva realidad a policía, jueces y trabajadores sociales e informar a la ciudadanía de las prácticas de riesgo sobrevenidas, sin perder jamás de vista que la responsabilidad del delito es del delincuente. Habrá que agravar sin contemplaciones, si es necesario, las penas contra estos simios.

Que las futuras celebraciones de la Nochevieja se conviertan en una pesadilla y la vía pública en zona de riesgo para las mujeres europeas –incluidas las de origen árabe– es una perspectiva intolerable. Europa no debe tener ningún complejo en defender los valores que la han hecho grande, y en particular la libertad y la igualdad de la mujer; no debe tener, de hecho, duda alguna sobre la superioridad de estos valores. Pero, precisamente en su virtud, conviene no olvidar que, además de la piara de criminales del 1 de enero, viven entre nosotros –son también nosotros– musulmanes justos que condenan y se avergüenzan de esos hechos, que han asumido las reglas de la sociedad que los acogió, que son gran mayoría y que, con razón, nunca entenderían una criminalización general. El Español.


01 enero 2016

Zoofilias

Es algo que está en el ambiente. Está en el mensaje lleno de generosidad que cuelga en su muro de Facebook mi querida, admirada y vieja amiga belga: perdió su mascota no hace mucho y acaba de recoger otra gatita en un refugio donde la han recuperado. “¡Espero que quiera adoptarme!”, dice. Está en los vídeos de gatitos y está, ad odium, en los de perros maltratados que terminan con una llamada a la prohibición del consumo de carne de perro en China.

No es muy diferente a cuando Beatriz Talegón, en Twitter, hace unas semanas se refería a Patrás como “el perro que vive conmigo”. Ante mi perplejidad, y sin llegar a confesarme si comparten los gastos de la hipoteca o se turnan para cocinar, bajar la basura y todas esas tareas que comparten los compañeros de piso, me explicó que “un ser vivo no es propiedad de nadie”. “Un ser vivo” incluye a Patrás, a Laika y a Rintintín, pero también el hibisco de mi jardín y el ficus que vive con Talegón, las bacterias que extermino en mi cocina y las que comparten su cuarto de baño; si, a efectos de avanzar, pasamos por alto la imprecisión y limitamos su afirmación a los animales, que creo que es a lo que se refería Bea, volvemos a encontrarnos en ese limbo intelectual en cuyo arcádico seno, por mucho que los animales no puedan hacerse cargo de sí mismos, tienen derechos y los humanos no debemos poseerlos, so pena de ser etiquetados como seres insensibles, neoliberales, antropocéntricos, franquistas o cualquier otro improperio digno del capitán Haddock. ¡Rizópodo! ¡Zapoteca!

Se acordarán de la que lió el diputado Toni Cantó en el Congreso cuando, durante un debate sobre la prohibición de las corridas de toros, se atrevió a mencionar algo tan obvio como que los animales no tienen derechos. De aquí a que lo llamaran asesino fue cosa de segundos: en las redes sociales se desató una brutal y multitudinaria cacería contra el actor y político que jamás tuvo lugar (ni se habría tolerado) contra, por poner un ejemplo, el corrupto Jaume Matas. Recordarán también el malhadado perro Excalibur, víctima de una medida elemental de profilaxis mientras su dueña cursaba ébola en una clínica madrileña. Todos los que no habían vertido una lágrima por la muerte de dos heroicos misioneros contagiados en Sierra Leona gritaron al unísono y se manifestaron en la calle contra las malvadas autoridades que osaban “asesinar” aquel desafortunado animal convertido en símbolo. Todavía cuando se cumple un año de su sacrificio, algunos lo conmemoran de forma similar a aquella en que cada año que pasa menos españoles conmemoran a las víctimas del terrorismo separatista. Y, en este sentido, es cada vez más frecuente en contextos animalistas y no animalistas sustituir la expresión “sacrificio” por “ejecución”. Frecuente y tanto más indignante por cuanto trivializa hasta extremos ofensivos las verdaderas ejecuciones: las de nuestros congéneres a lo largo y ancho de este mundo.

Cuando digo que es obvio que un animal no tiene derechos lo digo porque ser titular de derechos exige reunir las condiciones necesarias para disfrutar los propios y respetar los ajenos. No parece coherente que la ley establezca límites para el ejercicio de los derechos de menores y discapacitados porque entiende que existe un déficit de autoconciencia o responsabilidad y, sin embargo, vaya a reconocer derechos a seres que biológicamente se hallan muy por debajo de ese listón. Desde el momento en que reconozcamos ciertos derechos subjetivos a los animales porque a Martha Nussbaum se le ocurrió un día esa memez de que son “personas en sentido amplio”, nada impedirá que puedan poseer propiedades y, por tanto, legarlas y heredarlas; disponer de sus relaciones sexuales y, por supuesto, de su integridad física; afiliarse a sindicatos; elegir sus tratamientos médicos; recibir asilo en otro país en caso de persecución política; contraer matrimonio con miembros de su especie o de otras; y votar en las elecciones municipales. Como en La vida de Brian: aceptemos que un hombre no puede tener bebés porque no tiene útero, pero luchemos por su derecho a tener bebés... La pregunta clave, que pocos parecen dispuestos a hacerse, es por qué no; pero su respuesta no es asunto de vísceras, sino de filosofía, y nuestra triste España no está para zarandajas.

La zoofilia, no como sinónimo de bestialismo, sino de amor por los animales, puede derivar fácilmente en el wishful thinking tan caro al lábil izquierdismo patrio, porque no hay nada más susceptible de generar simpatía, aportar placer y alumbrar derechos sentimentales que un vídeo de gatitos. No se debe a otra cosa que nos dé apuro asumir que poseemos un perro o que adoptamos un gato, y no deja de ser contradictorio que, más allá del humor británico, alguien crea o finja que puede ser adoptado por un animal que solo otros humanos, posiblemente contra la lógica de la selección natural, salvaron de un destino cruel, medicaron y confinaron hasta que se repuso, y que llevará a su casa dentro de una cajita en el vagón de un tren…; o que no es propietario de un ser que, sin concurso de su voluntad, alimentará, vacunará e incluso esterilizará para evitarle enfermedades y hábitos perjudiciales. Mi pobre madre decía que, cuando el Diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta las moscas. Agitadoras.