23 noviembre 2000

Aprender del pasado

Una de las transformaciones que el progreso ocasionó en el campo majorero, como en el de otras regiones de España, fue la apresurada sustitución de aperos, adornos, muebles e indumentarias de antaño por otros más prácticos y acordes con modas más urbanas. Viviendas y taros vomitaron de pronto su herencia secular, que acabó descartada en vertederos y traperías sin que quienes habían empuñado el arado volvieran a darle tal vez valor alguno.

En algún pasaje de Las cordilleras del alba, el poeta albercano José Luis Puerto alude a la relación que en otro tiempo existió entre las personas y las cosas en el mundo rural: “De las cosas, su materia, su inmovilidad, su quietud, el don apacible de su compañía. Más duraderas que nosotros, venían de un mundo anterior a nuestro principio y, seguramente, se prolongarían más allá de nuestro acabamiento. Y el tiempo era un aprender a vivir con ellas, con su estar ahí, con su silencio, con su nombre”.

Quizá en eso radique el atractivo que ejerce ese mundo sobre nosotros, los que hoy encontramos imposible conectar de ningún modo con los objetos que nos rodean porque carecen absolutamente de durabilidad. Quizá por eso es aquí, en el campo de lo que paradójicamente se ha denominado cultura material, donde podemos esperar encontrar el pulso espiritual que esconden las cosas.

De ahí la importancia de mantener y mejorar la excelente red de museos, centros de interpretación y salas de carácter etnográfico que las autoridades cabildicias de patrimonio histórico mantienen en Antigua (Centro de Artesanía Molino de Antigua), Betancuria (Museo de Betancuria), La Oliva (Museo del Grano o Casa de la Cilla), Tefía (Ecomuseo de La Alcogida) y Tiscamanita (Centro de Interpretación de los Molinos), aparte alguna colección privada como la de La Rosita en Villaverde. De la conservación de los objetos que ilustran nuestra intrahistoria depende en gran medida la conservación de nuestra identidad. Canarias 7 Fuerteventura.

16 noviembre 2000

Israel y los mitos

Publica el pasado miércoles 1 don Ricardo Lezcano uno de sus habituales artículos en la sección de Opinión de Canarias 7, con el nombre de “Palestina y la historia”. Y, si bien siempre nos alegramos de encontrar posturas más o menos conscientes sobre el tema (y no meras simpatías irreflexivas, que es lo más frecuente), no podemos estar de acuerdo con su planteamiento. Don Ricardo repasa parcialmente la historia del sionismo y de la lucha de los palestinos por su independencia y viene a afirmar que la culpa del conflicto es de los árabes: si éstos “hubieran aceptado la partición de 1947, Palestina sería hoy un Estado independiente, con mayor territorio que el que le queda actualmente, y no se hubieran producido los casi cien mil muertos que costó el error de 1948”. Curiosa perspectiva la del señor Lezcano.

Dice don Ricardo que no se ajusta a la verdad histórica la afirmación de que Palestina es la patria de los palestinos. Arguye que, del 2000 a. C. al 135 d. C., los hebreos poseyeron esa tierra y que, después de su expulsión, Tierra Santa perteneció a bizantinos, persas, turcos y británicos. No es menos cierto, no obstante, que la presunta posesión de Palestina por los hebreos no supuso sino el intermitente dominio de poco más que una tribu, entre los numerosos pueblos semitas y étnicamente indiferentes que poblaban el Canaán bíblico, sobre las demás. Por otra parte, no entiendo nada: ¿ha de ser mejor argumento una presencia interrumpida hace dos mil años que otra ininterrumpida y que hoy duplica esa antigüedad? Sólo aceptando las bases teológicas del irredentismo judío y negando, por tanto, toda evidencia histórica y antropológica es posible manejar tal argumento.

El estado judío basa su ficticia identidad en mitos fundacionales que encontramos en las Escrituras, y fija su edad gloriosa en los emblemáticos reinados de David y Salomón, hace la friolera de tres mil años. Pero lo cierto es que en Tierra Santa se sucedieron estados de composición étnica mixta (los principados cananeos y filisteos, Moab, Edom, Judá, Israel, Damasco, etc.) e imperios que acarrearon mestizajes y deportaciones masivas (Egipto, Asiria, Persia, la Siria helenística, Roma, etc.). Incluso en el terreno religioso el Israel de los tiempos bíblicos fue muy heterogéneo; la ortodoxia judía que hoy conocemos es una elaboración posterior y muy sofisticada. En una marea demográfica de cuatro mil años, lo hebreo se difumina. Lo que sucede es que en ninguna otra de esas entidades políticas o religiosas se ha dado la circunstancia de que sus textos sagrados se hayan convertido en textos sagrados universales y sus mitos se hayan tomado en serio, dos y tres mil años después, como si de crónicas históricas se tratase.

El sionismo, nacido en el siglo XIX, hace de la Jerusalén bíblica el objetivo de todo un pueblo, aunque antes se hubieran barajado otras posibilidades: durante una época, los judíos pensaron en establecerse en la Patagonia aunque, por fortuna para la República Argentina, el proyecto sionista resultó más atractivo. Durante la primera mitad de este siglo los judíos, perseguidos en casi toda Europa, consiguen la aquiescencia del poder colonial (el Plan Balfour de 1917) para adueñarse de la tierra que su libro sagrado les señala como prometida. Con la ayuda del capital de los judíos del mundo y, especialmente, de los norteamericanos, colonizan Palestina, marginan a la mayoría árabe, organizan bandas terroristas que imponen el caos en el mandato británico, instrumentan eficaces campañas propagandísticas aprovechando la mala conciencia occidental tras el holocausto nazi y obtienen de la ONU el reconocimiento y un plan de partición del territorio que para ellos, que tienen dinero y se pueden permitir esperar, es sólo un paso: nunca tuvieron, por ejemplo, la intención de renunciar a Jerusalén). Los más radicales de los palestinos contestan entonces al terror con el terror y dan argumentos a los partidarios de los israelíes.

Tras la partición de 1947, que los que no deseen parecer tan inocentes como el señor Lezcano habrán de reconocer era inviable, y la proclamación del Estado de Israel en 1948, los hebreos estiman necesario quedarse con todo el territorio al oeste del Jordán e imponen la fuerza de su poderoso ejército y de la diplomacia y los apoyos económicos occidentales. Expulsan a la mayor parte de la población autóctona, que hasta la guerra de los Seis Días (1967) superaba aún el 50%, e imponen un apartheid de hecho sobre la que permanece, olvidando las persecuciones hasta poco antes padecidas. En determinadas fases proyectan (Plan Allon) anexionar Cisjordania, Gaza y territorios que pertenecen a terceros países: el Sinaí egipcio, los Altos del Golán sirios, el sur del Líbano, etc., para lo cual prosiguen con su estrategia mixta de colonización civil y ocupación militar.

El hecho es que el Estado de Israel, pese a que mientras la situación internacional se lo ha permitido siempre ha alegado la defensa propia, ha sido y es un estado expansionista que durante la guerra fría contó con el decidido apoyo del mundo capitalista, ya que era su mejor baluarte en Oriente Medio. Cuando los palestinos luchan por sus derechos con el apoyo de países vecinos que les son amigos, en cambio, el mundo los llama terroristas y llega el señor Lezcano y les echa la culpa del conflicto por no haberse resignado en su día a la desmembración y al expolio del país en el que llevan viviendo milenios.

Todo, en cualquier caso, tiene raíces religiosas: étnicamente, los palestinos de hoy (los cananeos de ayer) no son muy diferentes a los hebreos expulsados por los romanos. Incluso sus lenguas son similares, mucho más que el español respecto del inglés. Por no hablar del mestizaje experimentado por los hebreos durante su bimilenaria diáspora: las elites del estado de Israel tienen mucha más sangre germánica o eslava que semita. Los ciudadanos de un estado que fundamenta su ciudadanía en la religión provienen de Marruecos, de Ucrania, de Estados Unidos, de Alemania, de Polonia, de Etiopía o de Bosnia, y su cultura es esencialmente europea. Sólo por motivos ideológicos -que les han permitido sobrevivir como comunidad durante dos mil años- conservan conciencia de descender de los hebreos expulsados en los siglos I y II y pueden hablar de una nación judía que no tiene fundamento étnico. Sí hay una ideología judía o, por mejor decir, una mitología judía. En este sentido, no hay que olvidar que en 1975 la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó el sionismo como una forma de racismo.

Y esa mitología racista, aceptada por todos nosotros en mayor o menor medida, es la causa de la tragedia palestina. Hoy y en ausencia de la amenaza soviética, sin embargo, será más difícil que Occidente acepte a cualquier precio la violencia israelí. Los palestinos, por su parte, han cometido muchos errores y su violencia, aunque en comparación con la israelí sea insignificante, es también rechazable. Pero nos negamos a aceptar que se los culpe de un conflicto en el que, sin haberlo comido ni bebido, se juegan la existencia.

La solución debería plantearse en forma de estado palestino-israelí integrado, multiétnico y multicultural; pero esto choca con la esencia confesional del Estado de Israel. Tal vez sea más cómodo seguir atribuyendo la responsabilidad de todo a los árabes, bombardear sus casas y tirotear a sus hijos. Algo parecido sucedió en Sudáfrica y en Timor Oriental, y hoy son casi libres. Lo mismo sucede en el Sahara Occidental, y un día será libre. Y lo mismo le espera a Palestina, más tarde o más temprano. Recemos para que entonces cada uno recoja sólo la comprensión que merezca, y no la violencia que haya sembrado. Canarias 7.