28 agosto 2001

Lobos o la confirmación

Imagine el lector a una madre. Basta con que imagine a una madre pero, si necesita más detalles, imagínela negra y muy pobre. Imagínela habitante de una populosa ciudad nigeriana en que una multinacional del petróleo sustituye a la Administración, o de una aldea de Sierra Leona azotada por la guerrilla que le disputa al Gobierno el control del tráfico de los diamantes que embellecen nuestras joyas. Imagínese a esa madre ingeniándoselas cada día para sobrevivir al hambre, para cuidar a sus numerosos retoños y para escapar al SIDA, a las asechanzas de un marido impuesto y a la caprichosa violencia de la mafia que domina su barrio. De vez en cuando, cuando tiene unos minutos para sentarse, piensa en su hijo mayor, para el que reunió todo el dinero de que disponía y un buen pellizco de deuda, el hijo que robó hasta juntar el astronómico precio del pasaje, que cruzó selvas, saheles, desiertos y un océano, pisó ciudades desconocidas, fue estafado en decenas de idiomas ajenos, recibió palos en comisarías y bazofias hediondas en campamentos. Piensa en él, recuerda su nombre y, pese a la falta de noticias, cree que logró su objetivo y que un día le llegará una carta desde España u otro país europeo. Ella conoce el principio de la historia.

Disculpe el lector si en el tono hay algún matiz melodramático e imagine ahora lo que en estos momentos pasará por la cabeza de alguna de las personas que ayudaron a rescatar los cadáveres de los jóvenes muertos hace unos días en Isla de Lobos. Los nueve jóvenes acabaron ahogados o estrellados contra las rocas tras haber sido arrojados al mar por los patrones de las pateras que los transportaban desde la costa del continente a cambio de medio millón de pesetas. Imagine, si no es uno de ellos, lo que esos miembros de Cruz Roja o de las Fuerzas de Seguridad sentirán en estos momentos. Entre sus brazos han sentido el frío de la muerte más injusta, la muy simbólica rigidez de estos ahogados. Ellos conocen el trágico final de unas vidas, pero no saben más. Y, no obstante, antes de esos cadáveres hay nueve historias: infancias, juventudes, luces, olores, sabidurías, ignorancias, amores, odios, necesidades, sufrimientos, aprendizajes, alegrías, madres.

Todavía imagine el lector, si tiene paciencia y no se cansa de seguir tanta sugerencia, a un desprevenido visitante del cementerio municipal de La Oliva. Un turista alemán, un peninsular poco informado o un inmigrante ilegal que recién arribó, por ejemplo. Pasea por el camposanto porque allí enterraron a un familiar lejano, o porque está ocioso, o quizá por esa rara afición de los anglosajones a pasear por los cementerios. No ha leído las noticias. No sabe nada antes de leer sobre la tapa de un nicho, por toda leyenda: “Africano”, y una fecha. El turista de Hamburgo, el albañil gallego o el refugiado guineano lee y no sabe nada. De toda una vida (de una vida, además, curtida en mil experiencias y paisajes), sólo nos queda una fecha. El lector accidental de esa inscripción sobre el cemento mortuorio no conoce siquiera el final. Decir “africano” y una fecha es tanto como no decir nada.

Y ahora permita el lector que pasemos por alto la tragedia que supone el desperdicio de un puñado de vidas que empezaban y que no expresemos nuestro dolor por el posible desamparo de nueve posibles madres, que no saben que han perdido a sus hijos. Nuestro lamento, en este momento en que escribimos, es por todos nosotros: por los que vivimos en una sociedad que asume con naturalidad tal desarraigo, la desconexión entre el principio y el final, la inoperancia, la incomunicación absoluta más allá de la muerte, el despojo de la personalidad, la gratuita aniquilación de las historias individuales, la desvirtuación de lo humano. El mundo, desde que esos cadáveres fueron encontrados en Lobos, nos es un poco más desconocido que antes, un poco más incomprensible, y en ello somos nosotros quienes padecemos menoscabo. Estamos incompletos y, a poco que indaguemos, sabremos que lo que nos falta, eso que no vemos o no queremos ver, es el ingrediente más importante de nuestra esencia como especie civilizada. Aceptar semejante deshumanización con el mismo desparpajo con que comentamos el último entrenamiento de Zineddine Zidane es la antesala de algo. No sabemos de qué, pero nos tememos que de algo muy sucio y terrible. Canarias 7 Fuerteventura.