Lo primero en que pensé fue cómo la abdicación repercutiría en los asuntos de España. En cuanto a la intención del Rey, no me cupieron dudas. En uno de los pocos actos en que aún es verdaderamente soberano –el de renunciar al trono–, el monarca ha escogido las circunstancias más beneficiosas: el momento mejor para favorecer la recuperación del prestigio de la institución monárquica, mejor para eludir la interferencia con procesos electorales, mejor porque hay estabilidad parlamentaria y, en definitiva, mejor para los intereses de la nación, cuyas instituciones requieren hoy una regeneración honda y creíble. El relevo del titular la Corona, por el carácter eminentemente simbólico de la Monarquía, invita al resto de las instituciones a renovarse con credibilidad y sin salirse de la normalidad que supone –echemos un vistazo al entorno de las monarquías europeas– la abdicación de un monarca provecto.
A continuación pensé en Don Juan Carlos. A lo largo de su reinado su reputación ha conocido tiempos mejores; sin embargo, hoy, un día seguramente emocionante para el Rey y su familia, nada me parece peor que la orgullosa ingratitud de algunos hacia quien rescató a todos los españoles de las garras del Movimiento Nacional, primero, y de la letal combinación de golpismo y terrorismo en 1981.
Hoy, algún descerebrado con nombre y siglas saca una bandera preconstitucional al balcón del ayuntamiento de Palma. Se ha convocado una manifestación en cada plaza de España para pedir el retorno de la República. Twitter hierve de tosquedad antimonárquica. Uno, que no es amigo del plebiscitarismo, no ve en estas manifestaciones presuntamente populares otra cosa que agitprop: nada positivo que defender, pero sí la posibilidad para algunos de pescar en río revuelto a costa de la honorabilidad del hombre sin cuyo concurso jamás habrían disfrutado de sus libertades… Amo la discrepancia, respeto la fe republicana e incluso me he acostumbrado a vivir con que, en el discurso de algunos, una deplorable mezcla de ignorancia y romanticismo tome el lugar de la razón y del sentido de la oportunidad; pero detesto la ingratitud y no puedo perdonar el insulto a mansalva desde el calor de la manada.
El monarca oye, calla como siempre y, permanentemente al servicio de quienes gratuitamente lo agravian, no dudaría en recuperar para ellos la libertad de hacerlo si otra asonada la pusiera en peligro. Entrega el trono a su sucesor constitucional porque es el momento, pero su nombre queda para la historia. A cambio, hemos de soportar que los miserables disfruten de sus cinco mezquinos minutos sobre el escenario. El Mundo-El Día de Baleares.
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