23 mayo 2014

O más Europa o menos libertades

Cuando el político se mete en un jardín es de los pocos momentos en que podemos confiar en su sinceridad. Cañete, con su frustrada exculpación, se delató como el machista visceral que es y, por lo tanto, sincero e inocente: incapaz de entender que nadie aborde el asunto de acuerdo con sus mismos prejuicios. Ya nunca se librará del remoquete de Homo cañetus con que lo han bautizado las redes sociales.

Los líderes del euroescéptico UKIP británico de Nigel Farage, por ejemplo, se delatan un día sí y otro también en sus palabras y en sus actos. Uno de sus candidatos, Roger Helmer, atacó el otro día a un ciudadano que le había preguntado por sus gastos y tuvieron que separarlos, ¡con el agravante de que el agredido solo tenía un brazo! Una forma expeditiva de demostrar a los votantes firmeza de carácter, a la par que sutil de solicitar su voto. Esto sucedió un día después de que un ayudante de Farage se encontrara, mientras repartía folletos, a unos ciudadanos que se manifestaban contrarios al UKIP; ni corto ni perezoso, los mandó textualmente “a tomar por el culo”. Por su parte, la asesora de prensa del partido de Farage (una experta en las sutilezas de la comunicación, se entiende) llamó gorda a una adversaria y remató la actuación haciéndole una higa. Al parecer, los miembros de este partido creen que, para defender la xenofobia, la homofobia y el resto de sus fobias (a las críticas y a las mujeres con sobrepeso, por ejemplo) y conseguir el voto de unos ciudadanos, es necesario agredir a otros. A su lado, Cañete es la discreción personificada. Es sorprendente pero varios sondeos dan al UKIP la victoria en estos comicios.

Como en el fondo son unos blandos, existe un grupo escindido del UKIP, el partido An Independence From Europe, que considera a Farage poco menos que un vendido a Bruselas. En su propaganda ofrecen cuatro lemas: "reclamar nuestra soberanía"; "mantener el dinero de nuestros contribuyentes en el Reino Unido", "detener la inmigración" y "recobrar el control de nuestro comercio internacional". Los lemas se explican en la letra pequeña así (los resumo): “nos molesta que otros europeos participen en el dictado de normas que nos afectan”; “si no compartimos nuestros impuestos con otros europeos más pobres tendremos más empleo y mejores servicios”; “los de fuera nos quitan el trabajo”; y “la independencia será mucho más beneficiosa que confundirnos con toda esa gentuza europea a la hora de vender nuestros productos”. ¿Les suena todo esto?

Curiosamente, la candidata de este grupo de modernos australopitecos en la circunscripción sureste de Inglaterra es la eurodiputada Laurence Stassen, del neerlandés Partido de la Libertad (PVV) de Geert Wilders, una mujer y un partido que se benefician, así, del ordenamiento jurídico transnacional y de las instituciones que afirman querer destruir. Al PVV también le espera un buen resultado electoral, gracias a su cóctel de antiislamismo y euroescepticismo, y en la cámara se aliará con el Front National de Le Pen y probablemente con el UKIP o con su escisión.

Se trata del mismo discurso insolidario y excluyente cuyas proclamas hemos leído todos los santos días de nuestras vidas en las portadas de los periódicos españoles, solo que nuestros equivalentes a Farage y Wilders, debido a los complejos posfranquistas de la democracia, siempre han conservado contra toda lógica una vitola de progresismo pese a que en algunos casos incluso defendieron sus ideas ya no a bofetadas, como Helmer, sino con bombas. El nacionalismo es eso: exclusión, miedo/odio a lo distinto (el alcalde nacionalista de Sestao, un impresentable racista llamado Josu Bergara, lo acaba de demostrar), recetas simples para problemas complejos, oportunismo en el aprovechamiento de las ventajas del sistema, ensalzamiento irracional de lo propio, violencia explícita o implícita, populismo. Es, en puridad, mentir y –lo que es peor– estorbar los legítimos intereses que a mí me parecen verdaderamente progresistas: los de avanzar en la integración y en la protección de los derechos de ciudadanía de todos –vengamos de donde vengamos, pensemos lo que pensemos e, incluso, pesemos lo que pesemos–, que solo una Europa fuerte y unida en torno a sus ideales históricos de libertad podrá garantizar.

Paradójicamente, el mayor peligro para la continuidad de la Unión Europea no proviene de los partidos declaradamente euroescépticos, sino del europeísmo superficial de los grandes partidos. Angela Merkel acaba de anunciar –en otro de esos momentos de sinceridad que delatan, en este caso, un escaso aprecio por el parlamentarismo– que la Comisión se formará mediante una gran coalición popular-socialista que ya ha sido negociada prescindiendo de los resultados que se sumen el próximo domingo. La política europea la siguen protagonizando legalmente actores que creen en Europa menos que en las pequeñas naciones. Mientras los líderes nacionales sigan puenteando el Parlamento Europeo y la Comisión no sea un verdadero gobierno europeo emanado de la cámara, y no de los acuerdos de cuotas entre naciones y grandes partidos, la Unión seguirá siendo un fantasma de lo que podría ser y no defenderá los intereses comunes de los europeos. Los que llevan décadas gobernando Europa de común acuerdo, socialistas y populares, no creen en Europa; la prueba es que, pese a haber ya pactado secretamente la Comisión Europea a pachas, PP y PSOE prosiguen su teatro electoral centrado en las consignas más manidas de la política española, en la herencia recibida y en el y tú más. Ignoran el Parlamento Europeo y siguen calentando para las generales de 2015.

Es hora de dar una oportunidad a quienes pedimos una profunda reforma institucional de la Unión que dé protagonismo al Parlamento y suprima el Consejo donde solo se ventilan intereses nacionales; a quienes reclamamos la unión fiscal y financiera y una seguridad social y una inspección laboral comunes: a quienes sí creemos en Europa y en un futuro de mayor integración federal. Porque los europeístas superficiales, por su pobre legitimidad democrática, dan la razón a los euroescépticos; y, por su escasa fe en las instituciones y en los valores comunes, jamás serán capaces de hacer frente a los xenófobos. ¿Para qué votar al Parlamento Europeo –dirán algunos– si el gobierno de Europa lo acuerdan el PP y el PS europeos a instancias de Merkel? Precisamente para que entren en esa cámara personas y partidos que sí crean en la importancia de profundizar en la Unión y la defiendan, como en España, contra la perniciosa hegemonía del bipartidismo. De este asunto depende seriamente nuestro futuro.

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