Emociona pasear por Londres y encontrar tan
viva la huella de Nelson Mandela, uno de los grandes luchadores de la historia
por los derechos civiles y por la democracia. La Casa de Sudáfrica en Trafalgar
Square luce la bandera a media asta, y los mensajes de luto, las banderas de
aquel país y las coronas de flores se amontonan en la calle. Leo que muchas
banderas en Londres están estos días también a media asta, incluida la de la
residencia del primer ministro en Downing Street.
Cuando paso junto al monumento a Mandela, a
quien los británicos quisieron honrar en 2007 reservando a su estatua un lugar
frente al mismísimo Parlamento de Westminster, ya es de noche y a los ramos de
flores que se amontonan a sus pies se unen infinidad de velas que iluminan la efigie
del líder africano. Mandela se alza allí, cerca de Churchill, Lincoln y otros
grandes luchadores, en el mismo lugar en que en los años sesenta le dijera
entre risas a Oliver Tambo, junto a quien visitaba Londres: “Aquí deberían
poner algún día la estatua de un negro”.
De todas las representaciones de Mandela que
hay sembradas por el mundo, la de Londres –pese a la polémica factura de Ian
Walters– me parece la que le hace mayor justicia. No muestra precisamente el ademán
de triunfo ni la prestancia del estadista que le adornan en otros homenajes. Frente
al Parlamento, sede sagrada del debate y del diálogo, el Madiba de metal sigue
haciendo lo que mejor hizo siempre: abrir los brazos y hablar.
En Trafalgar Square comento con mi amigo
Eduardo el valor de un hombre que, después de 27 años de reclusión,
incomunicación y tortura, salió de la cárcel sin un atisbo de deseo de
venganza, para tender la mano a quienes le habían torturado y evitar una guerra
civil que particularmente nadie le habría reprochado. En Sudáfrica había habido
grandes dosis de crimen y opresión y tras el fin del apartheid hubo radicales de ambos lados que quisieron dinamitar el
proceso de reconciliación, pero Mandela hizo valer su ejemplo de
responsabilidad y la población sudafricana estuvo a la altura; hoy negros y afrikaaner conviven en una nación que
mira hacia el futuro con unas perspectivas que no se dan en ningún otro lugar
de África.
Resulta patético aplicar el ejemplo de
semejante héroe civil al patio de Monipodio que es hoy la política española. No
obstante, en el pasado tuvimos ocasión de elegir entre la responsabilidad
colectiva y el conflicto civil y también elegimos lo correcto. En 1978 España
dio una lección de reconciliación al mundo que, por cierto, fue saludada
después en Sudáfrica como modelo de transición a la democracia. Los valores del
diálogo y el pacto que presidieron en aquel entonces la salida de una situación
prácticamente prebélica, gracias al liderazgo y la capacidad de transacción de
un puñado de personajes –Fernández Miranda, Suárez, Solé Tura, Fraga, Carrillo,
Roca i Junyent y otros–, deberían servirnos de ejemplo para escapar de la
presente crisis de confianza en unas instituciones que amenazan con llevarse
por delante nuestras libertades. Sin embargo, nos hace falta eso: un puñado de
políticos honrados de todos los partidos dispuestos a abrir los brazos y
dialogar.
Es al menos curioso que a la hora de sortear
una segunda guerra civil los españoles estuviéramos dispuestos a olvidar una
dictadura de casi cuarenta años y todo el sufrimiento y el enfrentamiento que causó;
pero cuando el problema es el enquistamiento de una partitocracia que, sin
violencia física, desvirtúa nuestra democracia hasta límites decimonónicos, seamos
incapaces de superar el sectarismo y el beneficio propio a corto plazo. La
mediocridad de nuestros políticos es de tal magnitud hoy que escuchar elogios póstumos a Nelson Mandela de sus
bocas suena a hipocresía, a
sacrilegio civil; a burla en nuestra cara.
Descanse en paz el gran hombre y sírvanos
de ejemplo por muchos años. mallorcadiario.com.
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