No debemos pensar que España es tan especial: la corrupción y las malas prácticas se pueden dar en todos los países del mundo, porque en todas partes hay manzanas podridas. Lo que sí diferencia a unos países de otros son sus diversos grados de tolerancia hacia esas prácticas, la ética pública que les hace frente y la forma en que la deseable intolerancia hacia el abuso se manifiesta institucionalmente.
Es conocido el caso de la viceprimera ministra sueca, Mona Sahlin, que en 1995 no tuvo más remedio que dimitir tras el escándalo creado cuando se supo que había desviado recursos públicos para beneficio personal: había comprado con su tarjeta de crédito del Parlamento dos chocolatinas por valor de 35 dólares con 12 centavos. Mona Sahlin fue apartada de la vida pública durante unos años; con el fin de ganarse el perdón de sus conciudadanos escribió un libro donde intentaba explicar el llamado caso Toblerone. Rehabilitada más tarde, es hoy presidenta del Partido Socialdemócrata Sueco.
Es un extremo que en España nos puede parecer hasta cómico, pero que da la medida de la seriedad con que los escandinavos se toman la administración del dinero del contribuyente. En sus despachos oficiales encontramos muebles de Ikea, muy lejos de los carísimos artículos de diseño que se acostumbran por nuestros pagos, y no es noticia que los ministros (ya no hablemos de autoridades locales) vayan al trabajo en bicicleta o en metro: resulta que todas las instituciones públicas de Suecia no suman tantos coches oficiales como solo el Ayuntamiento de Madrid… Entre los ciudadanos escandinavos y sus políticos existe confianza, porque cuando se habla de equidad en el reparto de los recursos, estos son los primeros en dar ejemplo; los países nórdicos son aquellos en los que se da una menor diferencia de estatus económico entre los gobernantes y sus gobernados.
Y a estos no les duele pagar los impuestos más elevados, porque la relación de confianza que mantienen con sus representantes les permite saber a ciencia cierta que esos impuestos no se van a invertir en aeropuertos sin aviones, subvenciones espurias a sindicatos o dietas indebidas para parlamentarios, sino en mejores hospitales, escuelas y servicios de acuerdo con criterios de eficiencia y bajo una transparencia cristalina. Y, como nadie entendería ni toleraría lo contrario, dos toblerones pueden dar al traste con la carrera política de una viceprimera ministra: porque el problema no es la cuantía desviada, sino la ruptura de confianza. Según las encuestas que se hicieron tras la dimisión de Sahlin, los ciudadanos suecos decían percibirla como una persona poco transparente y, por tanto, poco fiable que había abusado de su confianza. Aquí estaba la madre del cordero.
Y, en ese sentido, vamos por muy mal camino cuando seguimos premiando con nuestro voto a los partidos que se reparten por cuotas los nombramientos del poder judicial, es decir, del órgano de gobierno de los jueces que han de dictar sentencia en los casos de corrupción que afectan a esos mismos partidos; los que nombran igualmente a los vocales de órganos reguladores como la Comisión Nacional del Mercado de Valores o el Banco de España, que facilitaron las millonarias estafas de Bankia y de las preferentes, o como la nueva y brillante Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que en lugar de regular actúa a instancias del gobierno y de los partidos que la nombraron para que nada cambie en el galimatías de las tarifas eléctricas, los consumidores sigan pagando un pato de millones de euros y los políticos puedan seguir jubilándose en los consejos de administración de las compañías suministradoras… Si el zorro nombra a quienes han de defender el gallinero, apañados vamos. Ese sistema tan sumamente opuesto a la transparencia y la confianza escandinavas es lo primero que hay que revisar. Eso y, claro está, el sistema educativo que está en la base de todo ello, un terreno en el que los escandinavos también nos dan sopas con honda.
O la tolerancia hacia la corrupción equivale a cero o es absoluta: no hay término medio ni compromiso aceptable. Y esa tolerancia cero empieza por no llevarnos material de la oficina en la que trabajamos, por no colarnos en la cola de Correos, por no hacer trampas en la declaración de Hacienda… Pero sigue por restablecer los controles democráticos sobre la acción de gobierno. En el fondo, seguramente sí tenemos los políticos que nos merecemos. La prueba del algodón está en la pregunta: “si tú pudieras y no te fueran a pillar, ¿lo harías?” El día en que los españoles, mayoritariamente, se contesten en su fuero interno que no lo harían, porque se lo impida el respeto hacia sus conciudadanos, entonces podremos decir que no nos merecemos políticos como Jaume Matas o Maria Antònia Munar. Entonces, por otra parte -estoy seguro-, ya no les votaremos. mallorcadiario.com.
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