A Alberto Ruiz-Gallardón se le entiende todo. El que fuera jaleado
tantos años por los medios del grupo PRISA como elemento progresista de
la cúpula del Partido Popular acaba de lanzar una reforma de la ley del
aborto que aleja la legislación española del modelo más habitual en la
Unión Europea y la aproxima al predominante en América Latina. Lo más
importante es que abre un feo frente de batalla política que en este
momento no parecía necesario. ¿Por qué lo hace?
Habrá quien diga que por motivos de conciencia, pero analicemos
despacio la cuestión. Un católico, o cualquier persona que sin serlo
considere que la vida empieza en el momento de la concepción, no puede
admitir supuestos ni excepciones. El caso de la violación de la madre es
trágico, determinadas discapacidades dificultan en extremo la vida de
todos los implicados y la inviabilidad económica de una familia puede
convertir un nuevo nacimiento en un drama; pero la protección del bien
absoluto que es la vida, si lo consideramos de aplicación desde el
minuto uno de la gestación, debe primar sobre el bienestar social,
económico o incluso psíquico de la madre. Para un católico, por tanto,
no cabe mas excepción en esa defensa de la vida que el caso de riesgo
para la de la madre; caso para el que no es necesario legislar sobre el
aborto, porque los médicos, bajo el abrigo de la eximente penal del
estado de necesidad, siempre eligieron la vida de la madre en caso de
tener que optar. Despenalizar el aborto en casos que no impliquen
estrictamente un conflicto entre dos vidas no es católico; por lo cual
no se puede decir que el ministro Gallardón se esté comportando como un
ministro católico en estos momentos.
Habrá quien diga, como el portavoz Alfonso Alonso, que el ministro
legisla en cumplimiento del programa del Partido Popular. Este argumento
sería creíble si el Gobierno hubiera cumplido el resto de sus
compromisos programáticos y no, muy al contrario, los hubiera incumplido
casi sistemáticamente sin aparente escrúpulo. En particular, el
programa del PP prometía una reforma del sistema de elección del Consejo
General del Poder Judicial para evitar su politización, pero una vez
llegado al poder se olvidó de esa promesa y no hace mucho que el PP, el
PSOE y los partidos que colaboran con ellos se han repartido por cuotas
las vocalías del CGPJ sin que el ministro Gallardón, responsable del
área, haya emitido el menor lamento por esta intromisión que solo UPyD
ha denunciado. Las protestas de fidelidad al programa, así, no son
creíbles cuando vienen del PP ni, en particular, del ministro Gallardón.
¿Por qué, entonces, se mete el ministro en este jardín, alborotando
así a la izquierda, para la que este asunto es muy sensible, aunque casi
siempre enfocado de manera demagógica, y dividiendo a una derecha en
cuyo seno se enfrentan, no menos demagógicamente, cristianos y modernos
sin que se produzca el menor debate de ideas? Seguimos en las mismas:
el gobierno Rajoy, incapaz de gobernar, se limita a agitar banderas y
azuzar al votante en vez de afirmarse en los principios y persuadir con
argumentos. La reforma Gallardón no es una reforma católica, sino un
término medio mediante el cual, según sus cálculos, aspira a movilizar
ideológicamente a su sector del electorado, hoy tan desanimado por la
abulia y el intervencionismo gubernamentales, pero sin pisar callos
demasiado sensibles incluso para el votante más conservador, como pueden
ser el caso de la violación o el de las malformaciones. Estamos de
nuevo, no lo duden, ante un ardid electoralista. Gallardón está
diciéndoles a los votantes del PP: “Sí, les hemos subido los impuestos,
tenemos un 30% de paro -y los jóvenes un 50%-, de nuevo somos un país de
emigrantes, en el conflicto creado por los separatistas catalanes no
hemos sabido reaccionar ni sabremos, cada vez hay más pobres e ignoramos
si sus hijos tienen futuro; pero miren, somos los mismos de antes:
vamos a recortar el aborto, para que vean que seguimos siendo tan de
derechas como a ustedes les gusta pero no tanto como para que alguno se
vaya a asustar”. Después de los gestos en Gibraltar, una ley del aborto
con rebajas, para ir tirando.
No se ha producido un debate serio en asunto tan sumamente delicado,
que toca cuestiones de ética pública e individual muy serias. Para
empezar, en las posiciones enconadas que se defienden desde las
trincheras proabortista y provida echo de menos -en unos y en otros- la
tolerancia con que solemos beneficiar, sin ir más lejos, a los creyentes
en pseudorreligiones y pseudociencias muy seguidas en España. Por poner
algunos ejemplos, ¿por qué la fe en la homeopatía o la reflexología
podal no son solo aceptables, sino incluso modernas y progresistas, y
una creencia argumentada en que el embrión es un ser humano es un signo
intolerable de carcundia y fascismo? ¿Por qué embaucadores televisivos
que se llenan los bolsillos con sus historias de ovnis y fantasmas
pasean por la calle como si fueran personas respetables pero defender
con argumentos el aborto terapéutico es propio de rojos asesinos sin
corazón? Situar los términos de un debate puramente científico en un
terreno tan sectario como el de la política española no beneficia más
que al establishment bipartidista. Y en esas estamos; o en esas está el ministro Gallardón.
Para un cristiano no cabe más postura que el rechazo del aborto
voluntario en todos los casos en que no peligre abiertamente la vida de
la madre. Pero para una sociedad laica y progresista, que en materia de
atención sanitaria se debe guiar por criterios científicos, no encuentro
más legislación válida que la que establezca, conforme a la opinión de
la mayoría de la profesión médica, un plazo razonable dentro del cual la
ciencia asuma y la ley certifique que no se menoscaba vida alguna al
interrumpir el embarazo y, por tanto, esta interrupción debe ser libre
sin necesidad de justificación. Y fuera de ese plazo, dado que la
sociedad asume que el feto es ya (o puede ser) portador de un ser humano
individual, cuya vida merece toda la protección de la ley, el aborto
voluntario debe estar penalizado con la excepción de los casos que dicta
la necesidad, es decir, la incompatibilidad de ambas vidas o la
inviabilidad objetiva del nasciturus; y no la comodidad, ni la
dificultad, ni la opinión pública, ni la irresponsabilidad propia de la
juventud, ni la subjetividad de quien vive al borde del drama. El aborto
no es un derecho, sino una decisión grave que nadie debe suponer se
toma con alegría. Por tanto, el recurso al aborto debe ser restrictivo y
fundamentado, pero en todo caso debatido lejos de cualquier sectarismo:
nada que la ley del ministro Gallardón nos garantice más allá de
manifestaciones que tienen tan poco que ver con la democracia como la
charla de bar o la concentración callejera. mallorcadiario.com. El Mundo-El Día de Baleares.
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