[por Juan Luis Calbarro y Julián Ruiz-Bravo]
Cuenta Simon Ward en su libro Chester. A History que en 1849 el reverendo William Massie fundó en aquella ciudad del norte inglés la Sociedad Arquitectónica, Arqueológica e Histórica. Además de recopilar restos romanos y promover la restauración del hermoso entramado urbano de la ciudad, Massie se esforzó por extender la afiliación a la entidad, además de los arqueólogos, clérigos y arquitectos de rigor, a damas, tenderos, oficinistas y artesanos. Aquellos ciudadanos, que entendieron la creación de un centro investigador como un importante activo para su comunidad, financiaron con sus cuotas una aventura que llega hasta nuestros días. La consecuencia es que Chester es hoy una de las ciudades del mundo que mejor han puesto en valor los restos arqueológicos de que disponen, convirtiéndolos en el eje de una magnífica política urbanística y una mejor política turística. Chester es una ciudad próspera gracias a la pujanza de su sociedad civil.
En España, el asociacionismo es una suerte de ventanillismo cutre: una aventura que sólo se emprende si hay perspectivas de ordeñar el erario público. ¿Que uno quiere fundar una sociedad arqueológica? Pues antes de nada habla con el concejal y con el consejero del ramo para saber si la financiarán. ¿Que queremos montar una asociación de vecinos o una ONG? Pedimos subvenciones. ¿Sindicatos? El Estado se ocupa, vía "cursos" y subvenciones varias... ¿Que uno quiere organizar una patronal? Pues, paradójicamente en organizaciones que suelen alardear de liberalismo, igualmente consideran a las administraciones públicas obligadas a proporcionarles "ayudas". ¿Que hay que hacer teatro? Pues a las administraciones les piden dinero -en forma de becas, premios o subvenciones- el autor, la compañía, el dueño del local, los montadores y hasta el público por ir a verlo, porque todo el mundo da por hecho que la cultura, sin dineros públicos, no sobrevive. ¿Que uno quiere publicar un diario? Hay que muñir la publicidad institucional. ¿Que uno quiere, en general, ganarse la vida? En España contamos el doble de funcionarios que en Alemania, pese a que ésta duplica la población de nuestro país: es una manera de subvencionar la existencia, aunque sea a costa de la eficacia y de la libertad.
El penoso resultado es que, en España, las asociaciones no pueden liderar ni defender nada digno, y que una buena parte del tejido empresarial está imbuido del mismo espíritu. Las asociaciones vecinales y las oenegés están fuertemente politizadas, es decir, son esclavas de los partidos que corren con los gastos. El teatro y el arte en general (no hablemos del cine) están en absoluta decadencia, porque en lugar de seguir el buen ejemplo anglosajón persistimos en el muy mediterráneo error del mecenazgo a la romana y las loas al cacique; la mayor parte de los artistas son seres perfectamente lejanos al libre pensamiento, y a veces incluso al pensamiento. De los sindicatos qué les vamos a contar que no sepan todos los españoles: nadie cree ya que defiendan los intereses de los trabajadores, como sin duda se preocuparían de hacer si dependiesen exclusivamente de las cuotas de sus afiliados... Y de la prensa sabemos que sirve los intereses de los grandes grupos mediáticos y, por tanto, de los partidos que conceden televisiones, radios y publicidad institucional. Caso aparte es el de las editoriales en catalán, vasco y gallego, que han renunciado por entero a los ingresos procedentes de sus nulas ventas a cambio de pingües subvenciones, porque -salvo excepciones- han preferido el negocio cutre de editar en catalán al pundonor profesional de editar calidad; como si lo uno fuese incompatible con lo otro. Y especialmente sangrante el de las asociaciones de "defensa de la identidad" como la Obra Cultural Balear y demás parásitos que recaudan los dineros del Estado para combatirlo, con la complicidad de nuestros políticos autonómicos y locales de todos los partidos. España es un país inexplicable. ¿Y adónde puede ir a parar España con este panorama disparatado? Resulta evidente que al estado vegetal que tanto conviene a nuestros socios y rivales europeos. Es necesario ponerle de una vez por todas la tapadera a este terrible pozo sin fondo porque, aparte el ingente gasto que hace descansar sobre las espaldas de los contribuyentes, ha demostrado escasos resultados adicionales.
La fe en este simulacro de asociacionismo, cuya única eficacia real se refiere a la correcta canalización de las prebendas, tiene mucho que ver con la religión; dejar, por tanto, de justificar semejante océano de subvenciones, absolutamente impropio de las sociedades fuertes que confían en sí mismas, debe formar parte de cualquier aproximación laica a la política. Y la sangría que supone para los bolsillos de los contribuyentes podría detenerse si un gobierno sin complejos tomase sólo unas pocas determinaciones: primero, la de que toda organización que solicite subvenciones justifique previamente una autonomía financiera fuera de duda; segundo, la de que toda subvención se limite a un porcentaje a estudiar (tal vez un tercio como máximo, y con las excepciones que el sentido común determine) del coste total del proyecto subvencionado; tercero, la de que la ejecución de todo proyecto subvencionado sea objeto de inspección periódica (cierta y estricta, no el chiste que hoy muchas veces se les aplica en los ámbitos autonómico y sobre todo local) por parte de la administración implicada; cuarto, la de que ninguna subvención se justifique en virtud de la lengua vehicular del proyecto ni haga de ella requisito para su concesión, de igual manera que no se hace tal con la religión o la raza. La enorme cantidad de recursos que quedarían liberados en España si se procediese de esta manera permitiría costear desde las mismas administraciones centros de investigación y servicios sociales cuya efectividad sería muy superior a la de la abrumadora constelación de oenegés y otras mediocridades que padecemos. El Mundo-El Día de Baleares. Periodista Digital.
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