En el barrio de Tamogán se disfrutó mucho la noche del fuego. Los vecinos pusieron bien alto el merengue y la salsa, abrieron las ventanas, bajaron a la calle mesas y sillas de campo, ollas, tarteras y bebida y encendieron sus barbacoas con la candela del santo: sardinas, chuletas, salchichas a la parrilla... Cenaron mirando el fuego. Los de Protección Civil se pasaban de vez en cuando en su landrover y saludaban a los vecinos, que los invitaban a algún bocado y a algún trago. En Puerto del Rosario, la fiesta popular todavía es posible. Sobre las tres de la mañana los mayores ya hacía un rato que se habían retirado, pero algunos jóvenes jugaban aún a las cartas y los niños -era una noche excepcional- seguían por la calle.
Los más chicos habían contemplado boquiabiertos las llamaradas durante horas, habían esperado a que el fuego se les fuera quedando chico, empezaron acercándosele poco a poco y por fin le tiraron piedras con furia. Vi a dos realmente pequeños coger entre ambos un bloque de hormigón, de los de construcción, balancearlo para darle impulso y lanzarlo contra las brasas: disfrutaban viendo elevarse la nube de pavesas sin que las llamas les pudiesen ya morder. Los más osados hacían desmoronarse los últimos tizones enteros a patadas. Nuevos prometeos, dominando el fuego vencían el miedo y negaban la obediencia. Algo debe tener si nos cautiva así y lo convierte todo -un asadero, los juegos infantiles- en ritual.
Esto sucede así, posiblemente, en cualquier rincón del mundo occidental y desde los tiempos del paganismo. No se sabe muy bien qué es el fuego: sabemos qué es lo que se quema, a qué temperatura sucede, qué debemos hacer para provocarlo, qué queda después de la hoguera. Pero no existe por sí mismo, sin la combustión de algo que es distinto. ¿Qué cosa es exactamente el fuego? Lo misterioso de su naturaleza puede haber contribuido a la veneración -privada y pública- de que ha sido y es objeto. Gaston Bachelard observó que lo primero que los niños aprenden sobre él es que no se debe tocar, y así constituye uno de nuestros primeros tabúes.
De todos es conocida, y la otra noche lo hemos vuelto a experimentar, la atracción que el fuego ejerce sobre la vista. Una vez que nuestros ojos se posan en la pira, qué difícil es retirar la mirada. Qué difícil es no entregarse a reflexiones y sentimientos no acostumbrados. Miraríamos horas y seguiría fascinándonos: es tan hermoso, tan sugerente y tan inasible que parece sobrenatural. El fuego, sólo con su presencia, nos devuelve por unos momentos nuestra condición de seres espirituales y, por tanto, mejores.
Su carácter física y espiritualmente purificador y su evidente relación con el sol lo hicieron centro de religiones y manifestación de devoción o santidad. Recordamos la osadía de Prometeo, el testimonio homérico de los funerales de Patroclo o el fuego eterno del zoroastrismo, que aún pervive en la ciudad iraní de Yazd. El fuego da la vida o la quita. Participa en todos los ritos de iniciación conocidos. Curiosamente, el judaísmo y el cristianismo, que conforman el núcleo de la cultura occidental, no conocieron el significado sagrado del fuego hasta que la Iglesia se vio forzada a asimilar las celebraciones paganas, imposibles de desarraigar de la cultura popular, y transformarlas en fiestas del santoral cristiano.
La noche de San Juan, los vecinos de San Pedro Manrique (Soria) caminan sobre una alfombra de brasas. En otros muchos lugares de España, los mozos saltan sobre la hoguera. El hombre joven inaugura esa noche una forma de relacionarse con el fuego que les está vedada a los no adultos: quiere integrarse con él, no ser su enemigo. Es la prueba de fuego que ha pasado al lenguaje coloquial, el rito de iniciación que, prescindiendo de cualquier nexo con la doctrina cristiana, hunde sus raíces en la más pagana noche de los tiempos. En la noche de San Juan las normas se relajan; a veces adopta un matiz erótico que tiene también mucho de iniciación.
La noche de San Juan se celebra desde épocas ancestrales, muy anteriores a la predicación de Jesús de Nazaret; sólo que entonces se relacionaba con el solsticio de verano, el día en que las horas de sol son más largas y su divinidad ejerce, por consiguiente, su mayor poder. La Iglesia situó a San Juan en una fecha que convenía cristianizar, por las fuertes connotaciones paganas que en un mundo eminentemente agrícola tenían el solsticio y la ceniza fertilizadora. Hoy no dependemos como ayer del ciclo solar, pero el calor de la hoguera nos puede ayudar a recordar, aun inconscientemente, que no todo existe en términos de otredad; también caben la comunión con la naturaleza y una espiritualidad alejada de la teología. El fuego, con su misterio, nos anima a observar los matices de la realidad más de cerca, con la mente y los poros abiertos. Canarias 7 Fuerteventura.
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