Llegan la Navidad y, con ella, los belenes. Llega la Navidad y tal vez no recordamos el sentido de esas figuritas que ilustran el alumbramiento más relevante en la historia de Occidente y, si queremos, del mundo. A los cristianos corresponde seguramente preguntarse si el primitivo sentido de su celebración tiene hoy algún protagonismo, siquiera alguna presencia, en nuestras navidades. Quizá deban preguntárselo a sí mismos, y después trasladar sus dudas a los que administran sus impuestos y ministran su soberanía. Pero éste es otro asunto.
Aquí nos proponíamos solamente comentar con nostalgia esta hermosa costumbre de armar el belén: repartir sobre un gran tablero unas montañas de papel maché, una hierba de musgo o tapete verde, una nieve de harina o poliexpán, un río de papel de plata y unas figuritas que representan el nacimiento de Jesús de Nazaret. Varias escenas del Evangelio se resumen en el belén: la anunciación a los pastores, la adoración, la llegada de los Magos (y no, por cierto, del usurpador Papá Noel); y, por qué no, alguna extraevangélica: el pastor que evacúa sus necesidades detrás de un árbol, que lo sagrado no quita lo humano. Algunos de los mejores recuerdos de nuestra infancia tienen que ver con la colocación del belén en casa, que una vez al año nos ofrecía la posibilidad de ser creadores de un mundo diminuto pero acorde con nuestros deseos.
Nada tenía que ver aquello con los improvisados guiones de nuestros juegos de indios y vaqueros, con muñequitos de plástico de color azul o rojo que siempre se caían porque sus bases tenían una incómoda rebaba en el centro. Las figuritas del belén se mantenían en pie porque eran de cerámica o plástico bien acabado, mostraban todos los colores de una película de romanos y no lanzaban flechas ni sostenían el lazo de los vaqueros, un tanto ridículo en su inmóvil despliegue, sino que, más pacíficas, lavaban ropa en el río, portaban corderos en los hombros o admiraban el paso de los astrólogos orientales a lomos de unos camellos lujosamente enjaezados. El guión del belén estaba prefijado y nuestra labor se basaba en la fidelidad: aunque el río pasase por otro lado o el castillo de Herodes cayese en otra esquina, la escena debía ser completa y fiel a la historia sagrada. Un belén no se improvisa.
Y ¿qué me dicen de los pasos previos? Abrir la caja que había permanecido durante doce meses de rara hibernación en lo alto de un armario y que, sorprendentemente, en todo ese tiempo nunca había conseguido tentar nuestra curiosidad; liberar los paquetitos del embozo de espumillón y apartar las bolas de colores para el árbol; desempolvar y abrir los líos de papel de periódico y rescatar del voluntario olvido al ángel, a la pastora y a la familia de ocas... El gozo que nos procuraba toda aquella paciencia recompensada es irretornable. Sólo podemos aspirar a experimentar algo parecido gracias a la mediación de nuestros hijos.
José Jiménez Lozano nos acaba de recordar con concisión e ironía sobresalientes el origen de los belenes y de la expresión “armarse un belén” (Rinconete, 17 de diciembre de 2001, Centro Virtual Cervantes). Verdaderamente no parece muy acorde con lo establecido que el pueblo llano se acerque con sus regalos y su adoración a un pesebre habitado por un recién nacido antes que al castillo del rey, ni que éste ocupe en el paisaje una posición muy secundaria con respecto al humilde establo. Cierto carácter subversivo que en la Edad Media motivó que se prohibieran los belenes se puede así mismo predicar de quien “monta un belén” para protestar por una injusticia. Al hilo de esta reflexión recuerdo la acampada de los trabajadores de Sintel en el Paseo de la Castellana de Madrid, este año que acaba, durante muchos meses de frío y calor: tremendo y admirable belén armaron allá para lograr que sus derechos fuesen reconocidos y llevados a efecto. Un belén, con sus chocitas y sus figuras de carne y hueso, que recompensó la paciencia, la ilusión y un pacífico pero exigente concepto de la justicia social. Y posiblemente sólo sea ese sentido de la expresión “armar un belén” el que a nosotros, ya adultos sin remedio, nos puede satisfacer plenamente. Canarias 7 Fuerteventura.
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