14 octubre 2013

12 de octubre

Según parece, el debate soberanista está acabando con todos los consensos posibles en Cataluña. Solo queda por saber el momento en que se dará el de Convergència con Unió ; las alas catalanista y españolista del PSC no se aclaran, por no hablar de las ocurrencias del PP y sus encontronazos consigo mismo… Todos los partidos hegemónicos en la política catalana de los últimos años están perdiendo votos a raudales, lo que beneficia principalmente a partidos extremistas como ERC o la CUP y, en segundo lugar, a la abstención. Un gran favor, por tanto, el que le están haciendo a Cataluña y al resto de España los aventureros que pastorea Artur Mas en su afán de pasar a la historia a costa de cualquier consenso.

Hay otra consecuencia de toda esta sinrazón. La reciente manifestación a favor de la unidad de España en la Plaza de Cataluña con motivo de la fiesta nacional ha alcanzado cifras récord. Por primera vez, ninguna de las estimaciones de participación (me refiero a las serias, no a la de la guardia urbana) baja de las 100.000 almas. Eso teniendo en cuenta que, al contrario de lo que sucede con las manifestaciones nacionalistas, ni existen infinitas subvenciones, ni se fletan autobuses de jubilados, ni se premia a los escolares, ni se da el apoyo de las instituciones ni la atención de la prensa catalana, que prácticamente en su totalidad está vendida al nacionalismo que paga sus facturas con el dinero del contribuyente (del nacionalista y del que no lo es).

¿Qué ha pasado para que los catalanes que no comulgan con el nacionalismo se hayan decidido a manifestar pacífica pero rotundamente su desacuerdo con el credo oficial? ¿Por qué esos millones de catalanes que no son separatistas pero hasta ahora preferían no manifestarse están perdiendo el miedo al oficialismo y gritan cada vez más alto su discrepancia? Seguramente porque el grado de delirio en el debate político catalán está llegando a límites insoportables para cualquier persona razonable, por poca afición que le tenga a las manifestaciones. Pero sobre todo porque la deriva extremista del nacionalismo, convertido ya sin tapujos en separatismo declarado ante la inacción de los sucesivos gobiernos nacionales, está haciendo peligrar la economía y la paz civil en el Principado. Hay que decirlo claramente: antes que cualquier otra cosa, lo que supone el separatismo es un grave peligro para Cataluña.

Y hay que decir más cosas que no se han dicho durante muchos años pero anteayer se empezaron a decir, por ser la fiesta nacional y porque ya hay mucho hastío entre la gente de bien que solo quiere vivir su vida sin que les digan cómo han de pensar. Por ejemplo, que la educación de los jóvenes no puede estar entregada a los enemigos del estado de derecho porque la orientarán en su contra, como ha sucedido, y que, por tanto, debe ser competencia del Estado. Por ejemplo, que las autoridades autonómicas son también Estado en los territorios de su jurisdicción y que, por ello, no solo no están exentas de cumplir la ley, sino que están obligadas a hacerlo. Por ejemplo, que hay mecanismos como la Alta Inspección del Estado y figuras como la inhabilitación para evitar que la representación de los ciudadanos caiga en manos de desaprensivos que gastan los dineros públicos en alentar el odio. Por ejemplo, que hay un artículo de la Constitución votada por los catalanes que permite al Gobierno la suspensión de la autonomía de una región en caso de necesidad, y que no pasaría nada por aplicarlo.

Es hora de decirles a los catalanes muy claramente la verdad: Cataluña no quiere ser independiente, porque hay una mayoría cada vez menos silenciosa que no la desea y porque esa decisión no corresponde a ninguna parte de España, sino al pueblo español en su conjunto. Hay que explicarles que por muchos dineros públicos que se pongan en ello, y por mucho que se insulte a las cien mil personas que anteayer desbordaron el Paseo de Gracia y se las llame fachas, Cataluña nunca va a ser independiente, pero entre tanto gastará energías y recursos en quimeras y en garantizar la frustración de todos, en lugar de gastarlos en el bienestar de los catalanes. Y hay que decirles que todo este proceso ha sido calculado exclusivamente para que los privilegios de una casta política corrupta -la misma que prefiere cerrar hospitales pero se autogarantiza sueldos y pensiones astronómicas- sigan siendo intocables. Hay que recordarles que todas esas monsergas acerca de 1714 y de la opresión castellana son inventadas, y desempolvar los libros que explican cómo durante estos años la opinión pública ha sido manipulada hasta extremos goebbelsianos a través de la prensa, la escuela y la televisión. Es muy necesario decírselo: las opiniones basadas en prejuicios, supersticiones o intereses espurios no son respetables ni justifican nada.

Hay que poner algunos puntos sobre las íes, y quien lo tiene que hacer no es ningún columnista en un digital de provincias. Quien debe hacer estas cosas tan necesarias tiene apellidos gallegos y entre sus actuales obligaciones principales se encuentra la de salvaguardar el estado de derecho y evitarle toda la tensión a que algunos están inútilmente empeñados en someterlo. Es un buen momento para dejar de mirar para otro lado o negociar lo innegociable a espaldas de los ciudadanos. Un líder enfrenta los desafíos con dosis de prudencia y de decisión. El que solo usa la prudencia no es un líder. Me limitaré a señalar que el pasado 12 de octubre, en la Plaza de Cataluña, hubiera sido una ocasión magnífica para que un presidente con liderazgo hubiese puesto esos puntos sobre las íes y la tilde que comparten las palabras “España” y “Cataluña” donde corresponde. mallorcadiario.com.

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