30 septiembre 2013

Mercancía averiada

Un amigo bienintencionado me recuerda mi condición de foraster, que según él me incapacita para ser un buen candidato en las elecciones a las que se presenta mi partido. “Llamándote así no te votará ningún mallorquín”, sugiere. Y yo, que estoy muy dispuesto a aceptar críticas razonadas contra mi idoneidad como candidato, como miembro de cualquier club o como padre de mis hijos, porque sin crítica nadie puede avanzar en la dirección correcta, de ninguna manera estoy dispuesto a tolerar que mi origen y mis apellidos limiten mis derechos políticos, que eso es lo que en realidad significan los argumentos entre pragmáticos y cínicos del discurso de mi amigo. Ya me lo dijo de otra forma en cierta ocasión un estupendo impresor, conversador muy interesante y solo regular editor: “Nosotros los mallorquines no dejaremos nunca que nadie de fuera toque poder, porque para ciertas cosas siempre estaremos de acuerdo y seremos una piña frente a los de fuera, independientemente del partido al que votemos; eso es lo que nos ha permitido sobrevivir tantos siglos”. A aquel editor le dije -y a mi amigo se lo digo- que la descripción puede ser correcta, pero el juicio de valor no puede ser neutral, igual que no podemos describir fríamente la esclavitud, la trata de blancas o los programas de Telecinco. La aceptación -tan conservadora- de que “las cosas siempre han sido así” es tan dañina para el mallorquín adoptivo como para el de nacimiento; si las cosas son como las describe mi amigo, que tampoco estoy yo convencido de ello, no hay tarea más noble que esforzarse porque dejen de ser así, de la misma manera que en algún momento de la historia alguien se esforzó por derogar la prohibición del voto femenino o para que los negros dejaran de tener un lugar asignado en los autobuses.

Sin pretender caer en ningún fanatismo nominalista afirmo que yo me llamo Juan y no Joan, y que la normalidad llegará a España cuando alguien que se llama Josep-Lluís aquí y en la China Popular, y no José Luis, entienda que debe respetar mi nombre y yo sepa que el hecho de que él escoja su nombre, sea el que sea, no implica que sea un separatista de tomo y lomo; ni todo lo contrario. ¿No significa nada para nosotros que el presidente de los Estados Unidos que fundaron Washington, Jefferson y Franklin se llame nada más y nada menos que Barack Hussein Obama? Claro que a algún cafre todavía le parecerá que el señor Obama -ese foraster- debería largarse sin tardanza a algún país oriental donde semejantes señas cuadren con sus prejuicios. Los del cafre, digo.

Porque el nombre o la lengua que hablamos son solo un par de factores de nuestra identidad personal, pero hay más y todos merecen respeto. En otras palabras: uno puede llamarse Gorka Arrizabalaga, ser natural de Toledo, vecino de El Ferrol, hincha del Valencia, mormón, hermano de la cofradía del Santo Silencio, casado por el rito zulú, haber estudiado en Salamanca, tener rasgos filipinos y el letón por lengua materna, preferir llevar a sus hijos a un colegio alemán y ser aficionado a la torta del Casar. Y no pasa nada. Y nadie tiene por qué llamarlo Jorge, ni acusarlo de herejía, ni practicar la inmersión lingüística con sus hijos, ni obligarlo de manera alguna a que se afilie a un bloque identitario establecido por los poderes públicos, por los partidos dominantes o por la corrección política, que no es más que otro de los nombres de la estupidez colectiva. Estamos hablando del respeto a la libertad de los demás. Porque la identidad o es individual o es tribal, y hemos progresado mucho hasta el siglo XXI para aceptar ahora los delirios del señor Junquera y la cobardía del señor Mas como si representaran algo de valor dos pasos más allá de la hoguera del brujo.

En lugares cosmopolitas como Nueva York, San Francisco o Singapur se mueren de la risa cuando conocen nuestra afición por catalogar a las personas de acuerdo con el idioma que hablan o el nombre que usan; en definitiva, ante la constatación de que en España muchos elevan rasgos personales de cuya elección no son responsables a la categoría de virtudes cívicas, y sus limitaciones más catetas a la de identidad nacional; y así nos luce el pelo. Pero conmigo que no cuenten: si alguna vez vuelvo a ser candidato para algo no será, tampoco esta vez, apelando a la mallorquinidad. Lamento mucho que algunos crean que la exaltación de sentimientos irracionales -o la ostentación de un apellido aceptable- es lo mejor que un político puede ofrecer a sus votantes, y en todo caso siempre tendrán opciones que les vendan esa mercancía averiada. En UPyD preferiremos siempre la defensa de los derechos individuales de todos en la búsqueda del interés común. mallorcadiario.com

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