Un amigo
bienintencionado me recuerda mi condición de foraster, que según él me incapacita para ser un buen candidato en
las elecciones a las que se presenta mi partido. “Llamándote así no te votará
ningún mallorquín”, sugiere. Y yo, que estoy muy dispuesto a aceptar críticas
razonadas contra mi idoneidad como candidato, como miembro de cualquier club o
como padre de mis hijos, porque sin crítica nadie puede avanzar en la dirección
correcta, de ninguna manera estoy dispuesto a tolerar que mi origen y mis
apellidos limiten mis derechos políticos, que eso es lo que en realidad
significan los argumentos entre pragmáticos y cínicos del discurso de mi amigo.
Ya me lo dijo de otra forma en cierta ocasión un estupendo impresor, conversador
muy interesante y solo regular editor: “Nosotros los mallorquines no dejaremos
nunca que nadie de fuera toque poder, porque para ciertas cosas siempre
estaremos de acuerdo y seremos una piña frente a los de fuera,
independientemente del partido al que votemos; eso es lo que nos ha permitido
sobrevivir tantos siglos”. A aquel editor le dije -y a mi amigo se lo digo- que
la descripción puede ser correcta, pero el juicio de valor no puede ser
neutral, igual que no podemos describir fríamente la esclavitud, la trata de
blancas o los programas de Telecinco. La aceptación -tan conservadora- de que
“las cosas siempre han sido así” es tan dañina para el mallorquín adoptivo como
para el de nacimiento; si las cosas son como las describe mi amigo, que tampoco
estoy yo convencido de ello, no hay tarea más noble que esforzarse porque dejen
de ser así, de la misma manera que en algún momento de la historia alguien se
esforzó por derogar la prohibición del voto femenino o para que los negros
dejaran de tener un lugar asignado en los autobuses.
Sin
pretender caer en ningún fanatismo nominalista afirmo que yo me llamo Juan y no
Joan, y que la normalidad llegará a España cuando alguien que se llama
Josep-Lluís aquí y en la China Popular, y no José Luis, entienda que debe
respetar mi nombre y yo sepa que el hecho de que él escoja su nombre, sea el
que sea, no implica que sea un separatista de tomo y lomo; ni todo lo
contrario. ¿No significa nada para nosotros que el presidente de los Estados
Unidos que fundaron Washington, Jefferson y Franklin se llame nada más y nada
menos que Barack Hussein Obama? Claro que a algún cafre todavía le parecerá que
el señor Obama -ese foraster- debería
largarse sin tardanza a algún país oriental donde semejantes señas cuadren con
sus prejuicios. Los del cafre, digo.
Porque el
nombre o la lengua que hablamos son solo un par de factores de nuestra
identidad personal, pero hay más y todos merecen respeto. En otras palabras:
uno puede llamarse Gorka Arrizabalaga, ser natural de Toledo, vecino de El
Ferrol, hincha del Valencia, mormón, hermano de la cofradía del Santo Silencio,
casado por el rito zulú, haber estudiado en Salamanca, tener rasgos filipinos y
el letón por lengua materna, preferir llevar a sus hijos a un colegio alemán y
ser aficionado a la torta del Casar. Y no pasa nada. Y nadie tiene por
qué llamarlo Jorge, ni acusarlo de herejía, ni practicar la inmersión
lingüística con sus hijos, ni obligarlo de manera alguna a que se afilie a un
bloque identitario establecido por los poderes públicos, por los partidos
dominantes o por la corrección política, que no es más que otro de los nombres
de la estupidez colectiva. Estamos hablando del respeto a la libertad de los
demás. Porque la identidad o es
individual o es tribal, y hemos progresado mucho hasta el siglo XXI para
aceptar ahora los delirios del señor Junquera y la cobardía del señor Mas como
si representaran algo de valor dos pasos más allá de la hoguera del brujo.
En lugares
cosmopolitas como Nueva York, San Francisco o Singapur se mueren de la risa cuando
conocen nuestra afición por catalogar a las personas de acuerdo con el idioma
que hablan o el nombre que usan; en definitiva, ante la constatación de que en
España muchos elevan rasgos personales de cuya elección no son responsables a
la categoría de virtudes cívicas, y sus limitaciones más catetas a la de identidad
nacional; y así nos luce el pelo. Pero conmigo que no cuenten: si alguna
vez vuelvo a ser candidato para algo no será, tampoco esta vez, apelando a la
mallorquinidad. Lamento mucho que algunos crean que la exaltación de
sentimientos irracionales -o la ostentación de un apellido aceptable- es lo
mejor que un político puede ofrecer a sus votantes, y en todo caso siempre
tendrán opciones que les vendan esa mercancía averiada. En UPyD preferiremos
siempre la defensa de los derechos individuales de todos en la búsqueda del
interés común. mallorcadiario.com
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