Éste parece ser el grito de guerra del presidente del gobierno autónomo de Castilla-La Mancha, el socialista José Bono. Erigiéndose en adalid del género femenino, su gobierno acaba de presentar en el parlamento de aquella región un proyecto de reforma de la ley electoral en virtud del cual las candidaturas deberán contener un 50 por ciento de mujeres. No es la primera barbaridad del prócer manchego: ya antes se había hecho célebre por enviar a mejor vida el principio de reinserción social de los penados al pretender publicar (no recuerdo si finalmente lo consiguió) las listas de los condenados judicialmente por malos tratos a las mujeres. Cuando confundimos el tocino con la velocidad pasan cosas como éstas.
Quien respete a las mujeres no puede sino indignarse cuando, en nombre de la defensa de la mujer, alguien decide pasar por alto que un condenado que ha pagado su pena conforme a sentencia está limpio ante la sociedad, por muy infame que fuese su falta. Publicar el nombre de los maltratadores, o de los violadores, o de los atracadores de bancos, no remedia la existencia de los delitos, pero sí destruye la dignidad de unas personas que ya han pagado por ellos y, además, cuestiona la validez de las penas de prisión: si la cárcel no redime, ¿para qué diablos encarcelamos a nuestros delincuentes? Y si redime, ¿por qué publicamos sus nombres en una grotesca reedición del sambenito medieval? Sólo un erróneo concepto de la solidaridad con las mujeres puede llevarnos a buscar la estigmatización legal de los exconvictos. Esto no es justicia; es venganza, y ha de avergonzar a mujeres y hombres por igual.
En el caso del nuevo procedimiento en el acceso a los escaños parlamentarios, de nuevo estamos ante una percepción errónea. Primero: la igualdad, como la libertad, no se otorga; se arranca. Si no, quien da esa igualdad permanece en posición de superioridad e, igual que la da, la puede arrebatar. Toda igualdad otorgada no sirve sino para perpetuar las desigualdades, salvando las formas sólo ante quien se deje engañar por semejantes maniobras. Si los hombres fuéramos mujeres, estaríamos indignados ante tanta falsa magnanimidad.
Segundo: la igualdad que propugna nuestra Constitución, que no es una constitución soviética, es la igualdad de oportunidades o de partida (y así lo interpretan constitucionalistas como Gregorio Peces Barba, un pensador no precisamente conservador), y no la igualdad de llegada. El mismo principio absurdo que inspira al gobierno Bono en la reforma del acceso al Parlamento debería, en caso contrario, valer en todos los ámbitos. A la hora de dar las notas en una clase de la ESO en Albacete o Guadalajara, deberían aprobar un 50 % de niños y un 50 % de niñas, y también deberían obtener sobresaliente niños y niñas por igual, y todo esto al margen de sus méritos académicos. Cuando los de Cuenca y Toledo optasen a un puesto en la administración autonómica, hombres y mujeres deberían repartirse los puestos en virtud de su sexo, y no de su idoneidad y méritos. Si hablamos del ámbito deportivo, ¿qué mayor injusticia cabrá en La Mancha que el hecho de que hombres y mujeres compitan por separado en casi todas las disciplinas, en lugar de competir juntos y repartirse a partes iguales las medallas?
Muy por el contrario, mientras la igualdad se reduzca artificialmente a la llegada, y no se promueva en la salida, nada habremos conseguido. Si aceptamos la propuesta del señor Bono, convendremos en que la defensa de los derechos de la mujer sólo puede ser bien ejercida por mujeres. Esto es institucionalizar la discriminación y aceptar que hombres y mujeres nunca se pondrán de acuerdo en aquello que a todos atañe: el respeto entre los sexos. No es igualar, como parece si estamos poco avisados; es separar definitivamente. Por otra parte, es negar a las mujeres el acceso a más de un 50 % de las listas. ¿No deberían obtener un 70 % si lo mereciesen? Pero no; el destino de las mujeres es cruel: cuando no son discriminadas o maltratadas, sale un hombre a defenderlas, y entonces es aún peor.
Por un razonamiento parecido, suponiendo que haya un 30 % de personas con sobrepeso en España, igual proporción de escaños habría de estar reservado a los obesos; debería establecerse una cuota para diputados con un coeficiente intelectual superior a 120; e idénticas consideraciones de porcentaje tendrían que ser aplicadas a la hora de asignar representación parlamentaria a colectivos como los testigos de Jehová, los conductores de guaguas o los coleccionistas de sellos; porque ¿quién sino un filatélico podría entender las necesidades de los demás filatélicos?
Este tipo de medidas aumenta la confusión y no resuelve nada. Son fruto de un punto de vista equivocado y de una profunda ignorancia, una manifestación de un espíritu muy de nuestra época, según el cual los signos son más importantes que sus significados. También los igualitaristas del castellano gustan de ultrajar las reglas del género gramatical y referirse siempre a “los hombres y las mujeres de nuestro partido” o apostrofar a “los compañeros y compañeras” o, lo que aún es más cursi, a los “compañer@s”, y creen que con ello la igualdad pasa a ser realidad. Pero, de la misma forma en que barbarizar el lenguaje no es suficiente para reformar la realidad, tampoco basta con facilitar el acceso de las mujeres en cualesquiera condiciones; hay que promover que todos, hombres y mujeres, partan de condiciones iguales: igual acceso a la educación, igual trato en la contratación, igual respeto en los puestos de trabajo, etc. Lo demás es ingenuidad o, nos tememos, demagogia. Canarias 7.
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