El pasado sábado tuvo lugar, por segundo año consecutivo, el baile de taifas organizado en Puerto del Rosario por el Cabildo Insular y su Escuela de Folclore. Con mayor éxito y asistencia que en su edición anterior, ha sido desde entonces objeto de agria polémica en los medios majoreros y en las calles de la capital. El motivo de la discusión es la obligatoriedad de usar vestimentas tradicionales para aquellos que desearan entrar en el recinto en que se celebró la fiesta. Para los críticos, este requisito impuesto por la organización es excesivo, y le oponen diversos argumentos.
Algunos encuentran que la mera obligatoriedad es ya motivo suficiente para protestar. ¿Por qué imponer ciertos criterios indumentarios y no otros en una celebración que, dicen, se organiza con dineros públicos? A éstos les recordaremos que, cuando una discoteca o local privado de cualquier índole convoca, por ejemplo, una Fiesta de los Setenta, hay bofetadas en la puerta por entrar. Aquéllos a quienes no gustan los pantalones de campana ni las melenas jipis no entran, y santas pascuas. La diferencia es que, se dirá, una fiesta en un local privado no se organiza con dineros de todos los ciudadanos. Y así es; pero los dineros públicos están para aplicar una política cultural determinada por quienes (técnicos o políticos) la diseñan en los departamentos correspondientes de las administraciones públicas. Si no nos convence la aplicación de ese caudal, la solución al alcance de cualquiera es no volver a votar al responsable.
Los bailes de taifas de antes no eran así, dicen otros: no se acudía a ellos con traje de campesino, sino con las mejores galas que cada uno poseía. Efectivamente, los bailes de taifas de antaño no tenían mucho que ver con un desfile de modelos tradicionales de las siete islas. Tenían lugar, además, en pequeñas salas, no en un recinto ferial; tocaban unos cuantos músicos, no una gran orquesta folclórica; y no los convocaban instituciones, sino particulares. Pero es que los bailes de taifas, como tales, hace tiempo que pasaron a mejor vida: la función social que entonces cubrían la desempeñan hoy pubs, discotecas y bares; por no hablar de cine, televisión, viajes, etc. Suponemos que cuando el Cabildo intenta rescatar esta tradición es con la intención de preservar una parte aprovechable de la memoria colectiva, y no con la vana pretensión de resucitar lo que ya murió. Un baile de taifas era hace cien años una manifestación del ocio más o menos cotidiano. Un baile de taifas hoy día, en que esa función ya la cubren otras variedades del entretenimiento, hay que entenderlo como una manifestación folclórica y, por tanto, especial; sólo en la medida en que quienes participan año tras año se impliquen en su celebración, podremos integrarlo en la cultura cotidiana de los majoreros. No será como el de antes, pero habrá servido para experimentar sensaciones agradables. De nuevo tendrá una función, aunque no sea la misma.
Sólo un argumento es difícil de sortear entre los esgrimidos por quienes se oponen al requisito de la indumentaria típica: ésta es cara, y no todos tenemos capacidad para gastarnos ciertas sumas en un traje que, por otra parte, no usaremos a diario. Este razonamiento no será válido, claro está, en labios de todos aquéllos a quienes, por otro lado, no importe gastarse habitualmente miles de pesetas en otras modalidades de ocio durante sus fines de semana. A ellos habrá que recordarles cómo hace años los majoreros recorrían muchos kilómetros para asistir a alguno de estos bailes, calzándose sus únicos zapatos, como recuerda en su hermoso libro Roberto Hernández Bautista, sólo a la llegada al pueblo en que se celebraba la reunión, y quitándoselos de nuevo al regreso para no gastarlos más de lo estrictamente necesario. No propugnamos la vuelta a tales excesos del ahorro; pero hay que recordar también que el requisito, por lo que hemos podido comprobar, se exige de forma bastante flexible, y que algunos de los participantes sólo vestían a lo tradicional por su sombrero y su fajín. Igual que no se trata de un disfraz, sino de un vestido, tampoco hablamos de un uniforme, sino de un aire. Aún así, quizá sería una buena idea que los responsables de estas convocatorias facilitasen la asistencia a través de subvenciones, alquiler de elementos de la indumentaria o, tal vez, incluso, locales alternativos.
La convocatoria anual del baile de taifas es un beso que ha de servir para despertar tradiciones que yacían, polvorientas, en los armarios de institutos etnográficos y escuelas de folclore. Sabemos bien que el actual baile poco tiene que ver con los de otras épocas, empezando por una causa principal: la sociedad en que tiene lugar (rica, letrada, plural) nada tiene que ver con aquélla (depauperada, iletrada, endogámica). No obstante, el colorido de las vestimentas de La Palma o Tenerife, la elegancia sobria del traje majorero, lo exótico de la indumentaria del siglo XVIII (conforme a la interpretación de recientes estudios patrocinados por el Cabildo), la belleza y gozosa presunción de las ancianas o el improvisado desparpajo de los más jóvenes, moceando en insospechadas galas, nos han permitido sospechar que esta fiesta constituirá en poco tiempo tradición insustituible. Así sea. Canarias 7 Fuerteventura.
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