Llega San Buenaventura y en Betancuria se rememoran los orígenes insulares paseando el Pendón de Castilla por las calles en militar desfile. A algunos, esto les parece inadecuado. La Comisión de Jóvenes de Asamblea Majorera-Coalición Canaria se siente ofendida por un acto que, dice, “representa el dominio colonial sobre Canarias”, exalta los “valores centralistas” y olvida el “expolio del pueblo aborigen”. Aprovechan los jóvenes nacionalistas para reivindicar la bandera de las estrellas verdes como propia “de todos los canarios y canarias”. Dejando aparte la deficiente redacción de la nota difundida en prensa y su escaso rigor argumental, nos divertiría, si no fuese lamentable, este llamamiento en contra de una celebración tradicional que recoge las raíces mismas de la Villa como localidad y de los majoreros como pueblo.
Porque así es: la cultura de los majoreros no tiene sus raíces tanto en el pueblo aborigen expoliado por los conquistadores castellanos (que las tiene, en una proporción exigua pero también muy importante) como en esa Corona de Castilla a la que las Canarias pertenecen históricamente y que los jóvenes asamblearios repudian. Fuerteventura ha sido tradicionalmente y es una isla habitada por pueblos de diversas procedencias, y su cultura es, con la fertilidad que aporta el mestizaje, fundamentalmente occidental y, particularmente, de raigambre castellana y portuguesa. En casi todas las manifestaciones culturales canarias podemos encontrar abrumadoramente más antecedentes europeos que aborígenes, lo que es natural, dado el escaso progreso material y espiritual de aquel pueblo que, no obstante, tenía tanto derecho a la perduración como cualquier otro cuando normandos y castellanos llegaron a estas costas. ¿Qué otra cosa habrían de celebrar los habitantes de Betancuria, si su existencia como comunidad está ligada a la presencia de Castilla?
La historia de Fuerteventura, una historia de abandono y marginación, no es distinta en este sentido a la de Extremadura, Irlanda o Sierra Leona: la historia de la explotación de los desheredados por quienes todo lo poseen. Transmutar tal realidad histórico-social en un enfrentamiento histórico-nacional es ignorante o mendaz, y reducir la interpretación de la historia a un combate entre buenos (los de aquí) y malos (los de fuera) resulta más propio del espectador de Gran Hermano que del lector de libros de historia. Algunos abusan del termino “colonial” o “colonizador” sin saber muy bien de lo que están hablando, sin considerar que para que se dé la colonización han de existir dos pueblos diferenciados y uno de ellos ha de explotar económicamente al otro sin mezclarse con él. El caso de Fuerteventura (el caso canario) no es un caso colonial, sino algo mucho más simple y difícil a la vez: se trata de la vieja lucha de clases.
Cuando en el siglo XVI unos pocos majoreros explotaban a los demás y estos últimos, fueran de madre aborigen o cristiana, tenían que huir del hambre y emigraban, y los primeros los sustituían con esclavos capturados en Berbería, majoreros eran ya todos: el señor, el pastor y el morisco. Majoreros de diversos orígenes, de antigüedad diferente, pero todos habitantes felices o desgraciados de esta isla. Cuando, algunas centurias más tarde, muchos todavía debían vender sus escasas propiedades y emigrar para evitar la muerte por inanición, otros acumulaban riquezas bloqueando la circulación del grano y comprando los terrenos de los que huían a bajo precio. Los opresores (los Dumpiérrez, los Manrique, los Cabrera, los Rugama) eran tan majoreros como los oprimidos. No eran canarios contra castellanos, no; eran los poderosos contra el pueblo. Como siempre. Como en todas partes. También como hoy.
Hoy, este enfrentamiento permanece entre nosotros, latente en una sociedad en la que el flujo de dinero fácil, por un lado, y el germen totalitario y simplificador del nacionalismo, por otro, ciegan al ciudadano y lo inhabilitan para velar por sus intereses a largo plazo. Esos jóvenes que reivindican banderas autóctonas y encima tienen la desfachatez de hablar de “debates productivos” harían mejor en reclamar a sus mayores políticos que trabajasen por una isla sin desvirtuar, que hiciesen algo por evitar la bastarda almoneda de la tierra majorera a que estamos asistiendo, por asegurar el respeto al patrimonio medioambiental, por erradicar las diferencias económicas, por garantizar la sanidad para todos, por ofrecer a su pueblo un desarrollo cultural valioso y desprejuiciado. Enarbolar banderas, acentuar las particularidades en detrimento de lo que nos une, confundir la mitología o la mera falsedad con la historia, nos parece, no contribuye en absoluto al progreso de los pueblos; pero sí permite que quienes los explotan (o permiten que otros lo hagan) exhiban eficaces coartadas o alcen cortinas de humo que oculten sus culpas.
Eso es lo que hace Mohamed VI, responsable de la opresión y la miseria en que el pueblo marroquí vive, cuando invade Isla Perejil. Es también el proceder de Arzalluz e Ibarretxe, prisioneros de su clientela, cuando se alían con el terrorismo y reclaman soberanías que saben imposibles. E igualmente es la actitud del nacionalismo insular, sin posibilidad o sin voluntad de frenar la destrucción de nuestro patrimonio natural, incapaz de eliminar el clientelismo que reina y de apagar la permanente sospecha de una corrupción que cualquier día podría revelarse estructural, cuando recurre al viejo truco de ondear banderas.
Nadie defiende las violencias pretéritas, ni a nadie agrada el papel tradicionalmente asignado a los militares en Fuerteventura. Pero no es de recibo idealizar el pasado: ¿acaso los aborígenes canarios no hubieran sometido a otros pueblos vecinos con las armas si en aquel violento siglo XV hubiesen alcanzado un desarrollo tecnológico similar al de Castilla?, ¿tan ingenuos somos?. Ni nos vale el rechazo genérico a lo militar, muy propio del pseudoprogresismo occidental pero que se contradice con, por ejemplo, los recientes llamamientos de Paulino Rivero, presidente de Coalición Canaria, para que el gobierno de la Nación mantenga una postura firme ante Marruecos en su actual contencioso. ¿Queremos o no queremos ejércitos? Cuando hablamos de banderas, nos tememos, estamos hablando de cosas que nada tienen que ver con la realidad histórica, ni con las necesidades presentes, ni con criterio sólido alguno. Y es que, a oídos de los menos advertidos, las pamplinas, a fuerza de mucho repetirlas, se convierten en verdades. Canarias 7 Fuerteventura.
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