02 febrero 2012

Willie Stark o el poder como pasión personal

En su último artículo en La República, Luis de Velasco, diputado de UPyD en la Asamblea de Madrid, reflexiona sobre las actuales primarias republicanas y algunos defectos de la democracia norteamericana, y a propósito de ello nos recuerda un cinismo lanzado por el senador Penrose en 1896, pero aún vigente: "I believe in the division of labor. You send us to Congress; we pass laws under which you make money... and out of your profits, you further contribute to our campaign funds to send us back again to pass more laws to enable you to make more money". Todavía a día de hoy, parece imposible descartar el intercambio de favores entre candidatos y gobernantes, por un lado, y lobbys y corporaciones por el otro, como parte fundamental del engranaje político en los Estados Unidos y, para qué mentirnos, también en España.

Este problema se encuentra en el centro del esquema argumental de la película de Robert Rossen El político (All the King's Men, 1949), que anoche fue proyectada dentro del programa del II Cinefórum de UPyD Baleares que tan meritoriamente dirige Arturo Muñoz; una obra que, como recordó en su comentario inicial el profesor Ramon Català, pese a sus casi 63 años sigue totalmente vigente. El protagonista de la película, un gobernador Willie Stark encarnado magistralmente por Broderick Crawford, pasa, sin apenas transición y merced a un profundo desengaño, de la ingenuidad a la identificación más completa con lo peor de la política: aquello que siempre criticó cuando permanecía en la pureza de las intenciones.

En el I Cinefórum de UPyD ya se había planteado hace un año la disyuntiva democracia/demagogia a través del filme El candidato (The Candidate, Michael Ritchie, 1972), en el que un Bill McKay (Robert Redford) idealista y carismático acaba arrastrado por la dinámica electoral, en la que los argumentos pesan mucho menos que la apelación a los sentimientos. El problema planteado es el del poder de la propaganda sobre las masas, y el de cómo el aspirante ha de adaptarse a un discurso demagógico si quiere alcanzar sus fines: ganar las elecciones y permanecer en el poder para desarrollar su programa.

El político va más allá: no sólo el candidato se da cuenta tras su decepción inicial de que lo más importante de su derrota es que ha "aprendido a ganar" (abandonando los argumentos y excitando las pasiones de un campesinado del que se proclama primus inter pares), sino que su rendición al populismo aparece inmediatamente relacionada con la asociación del candidato a los poderes fácticos a través de promesas muy bien adornadas de carisma. Robert Rossen pretendió reflejar un sistema político democrático sólo en apariencia, pero en el fondo profundamente oligárquico. Que el ya gobernador Stark se rodee de esbirros, tolere y oculte la corrupción, incurra sistemáticamente en el soborno, la amenaza y la violencia física, compre voluntades y controle los medios de comunicación ilustra en toda su crudeza esta visión de la política.

La traición de Stark a la democracia se refleja con fría naturalidad en su traición a su mujer, la misma que lo hizo llegar tan lejos, y en sus sucesivas traiciones a todos los que lo rodean. Ningún logro del gobernador (escuelas, hospitales, infraestructuras) tiene sentido si no lleva su nombre rotulado. Las palabras de Stark justo antes de morir resumen su deriva: sólo es capaz de pronunciar una y otra vez su propio nombre. Ante la afirmación de que el fin justifica los medios, que se repite en la película bajo diversas fórmulas (por ejemplo: "el bien sale del mal"), constatamos que, en aras de esta filosofía, todos los medios acaban poniéndose indefectiblemente, desenfrenadamente, al servicio de una finalidad que no puede ser otra que el poder como pasión personal. Frente al sistema de balances de la democracia, la hybris política que en nada contribuye a corregir los defectos de la democracia.

Lamentablemente no me fue posible quedarme al coloquio posterior a la proyección, pero sí llegué a escuchar algunas de las cuestiones planteadas a la audiencia por el profesor Català, que me permito resumir: ¿es posible llegar al poder sin concesiones a la demagogia?; ¿es posible permanecer en el poder sin corromperse?; ¿serán capaces las personas que integran UPyD, cuando lleguen a gobernar, de mantenerse al margen de estas dinámicas que distorsionan y llegan a anular la democracia...?

Entre la ética pura y paralizante y la corrupción de los principios ha de existir, en un terreno pedregoso pero necesario, la racionalidad instrumental, la "ética de la responsabilidad" de la que hablaba Weber, que no es lo mismo que la resignación, porque pone por encima de todo las consecuencias de la acción política sobre el bien común. Determinar los límites de conceptos tan peliagudos y aplicarlos es tarea de los nuevos políticos. Porque los viejos, me temo, ya olvidaron sus tiempos de cinefórum...


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