El referéndum andaluz ha demostrado algo parecido a lo que demostró el catalán en su día: los políticos no han conseguido movilizar más de un tercio de su electorado en favor de una reforma estatutaria que al parecer a pocos interesaba salvo a ellos. De nuevo nos brindan la muestra de un divorcio entre la clase política y la sociedad que no puede traer nada bueno a España. Muchas de las interpretaciones de tan abrumadora abstención (el 63,74 por ciento) son chuscas.
La opinión oficial del PSOE andaluz es que los votantes se han abstenido “por exceso de confianza”. Es decir: como todos estaban de acuerdo y pensaron que el sí ganaría de todos modos, se quedaron celebrando el Carnaval. No es desinterés, no; es confianza. Todos se felicitan por un nuevo triunfo de la democracia y a Manuel Chaves, promotor de la reforma, ni se le pasará por la cabeza dimitir tras semejante ridículo. ¿Es que a nadie se le va a ocurrir hacer algo de autocrítica en este PSOE que gobierna un Rodríguez Zapatero sin sentido de estado, ni de la responsabilidad, ni brújula que le dé un norte?
Pero es que esta mañana en Punto Radio, en el programa de Julia Otero, he oído a Pilar Rahola (¿cómo no oír sus gritos?) asegurar que no hay que preocuparse de la baja participación en el referéndum. Según esta antigua diputada de ERC, lo normal es que cuando hay bienestar la gente no vote: los ciudadanos se movilizan más en momentos de crisis. O sea que toda la vida escuchando a los políticos celebrar “la alta participación ciudadana”, “el triunfo de la democracia” y “la madurez del pueblo español” tras las consultas populares y ahora resulta que, según esta antigua colaboradora de Crónicas Marcianas, la abstención es índice de buena salud democrática… Se me ocurren dos preguntas. Una: ¿no será más bien que la gente sólo vota cuando le interesa lo que le proponen, sea salvar una crisis o adoptar una medida de futuro que percibe como realmente justa o provechosa? Dos: ¿en calidad de qué habrá contratado Julia Otero a la inefable señora Rahola?
El PP andaluz, por su parte, tiene la poca vergüenza de venir ahora a ponerse medallas: no, si ya decíamos nosotros que esto no era una prioridad para los andaluces... ¿Y por qué, entonces, apoyaron el sí? ¿Por qué se avinieron a proclamar esa estupidez de la “realidad nacional” de Andalucía, en contra del sentir de prácticamente todos los andaluces, o a esa majadería de la “deuda histórica” del Estado? ¿Por qué aconsejaron a sus votantes algo en lo que no creían o, al menos, dijeron no creer cuando se trataba del Estatuto catalán, del que el andaluz ha tomado prestada una parte no pequeña de su articulado?
Reacciones más ecuánimes las hay también, pero me llama la atención la de Antonio Pérez Henares en su columna de hoy en Periodista Digital, que titula “Contra el Estado de las Autonomías”. Para él, éstas son el cáncer de la democracia española; el pozo sin fondo que se lleva todos sus recursos; el parche que se usó en 1978 para aplacar los separatismos, sin que este objetivo se haya alcanzado en treinta años de aplicación, sino todo lo contrario; la causa de una enorme ineficacia en la gestión de los problemas comunes; y el gran pesebre para una clase política que en pocas cosas se pone de acuerdo salvo, eso sí, en reformar los estatutos y –añado yo– en subirse desmesuradamente los sueldos. Para Pérez Henares, el pueblo es soberano y debería aspirar a cambiar este lamentable estado de cosas.
Es saludable leer de vez en cuando discursos como éste, que ningún político pronuncia en voz alta pero con los que comulga una buena parte de la ciudadanía, sin que por ello se la pueda acusar de reaccionaria. En la Alemania de Merkel el estado está recuperando competencias que antes residían en los länder (estados federados: algo no homólogo pero sí similar a nuestras comunidades autónomas). Y no olvidemos que las repúblicas francesa y portuguesa, por poner ejemplos cercanos, son estados centralizados, y no por ello más injustos ni menos prósperos que España.
No obstante, no estoy de acuerdo completamente con el argumento de Pérez Henares. La autonomía en España ha equilibrado mucho las inversiones públicas desde el punto de vista territorial, ha sido tremendamente beneficiosa para regiones que estaban abandonadas por el centralismo, como Extremadura o Canarias, en sectores como la sanidad o las carreteras, y cualquier usuario o testigo imparcial lo podrá atestiguar. Pero no estoy seguro de que ello compense los efectos negativos: la descoordinación en la gestión de problemas comunes hasta extremos tragicómicos (el reparto del agua, el combate de los incendios veraniegos), el gasto público desmedido, la desvertebración territorial y el innegable aliento a los nacionalismos regionales, que contemplan con enorme satisfacción cómo el modelo de estado se sitúa permanentemente al frente del debate político, como uno más de los asuntos con los que es posible presionar a un contrincante débil o escaso de principios, como es hoy el caso.
Creo que las autonomías no son malas per se; sí es malo, terrible, que nunca acaben de estar cerradas, que estén sometidas a perpetuo cambalache, que afecten a terrenos necesarios para la cohesión nacional y que un sistema electoral perverso las haya convertido en feudos sin control. Un federalismo moderno y bien entendido (solidario, con un reparto equilibrado y razonable de competencias, definitivo, no sujeto a contingencias electorales ni a la necesidad de formar mayorías parlamentarias, respetuoso tanto de la identidad de los entes federados como de la unidad nacional) podría constituir una solución práctica y, también, salvando evidentes anacronismos, conforme con cierta manera de entender la historia de España. Ni el centralismo ni el actual estado de las autonomías han demostrado serlo. Si ha de haber reformas, han de ir en este sentido; lo demás –lo de ayer– es demagogia en estado puro, y cada vez más evidente a todos. Periodista Digital.
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