28 marzo 2005

Reconocimiento

Si uno viaja a África, puede uno comprobar los trágicos efectos de la influencia del Vaticano en aquellos países estragados por decenios de colonialismo y poscolonialismo político, económico y cultural. Cuando el Papa predica en Luanda o en Yamoussoukro la incompatibilidad del uso del preservativo con la salvación del alma, contribuye a extender el SIDA en lo que es ya una pandemia brutal, la peor de las pestes de la Historia. Pueblos enteros se ven diezmados por la enfermedad, y el único consejo que el Papa y sus ministros saben dar es: “no pequéis”.

Si a uno le parece que la pena de muerte es un asesinato, que la eutanasia puede en algunos casos preservar la dignidad del moribundo, que la Iglesia y el Estado deben andar sus caminos por separado, que en las escuelas no debe haber crucifijos ni asignatura de religión y que el sexo no es esencialmente perverso, sino todo lo contrario, por fuerza ha de concluir que el de Juan Pablo II ha sido uno de los pontificados más reaccionarios del siglo XX. No parece que hayamos avanzado mucho desde los tiempos del pobre Juan XXIII.

Todo esto es bastante claro. Pero, añado ahora, si uno cree que una de las máximas virtudes ciudadanas es la entrega a los demás a través del trabajo; si uno piensa que en nuestra absurda sociedad huimos con demasiada frecuencia de todo lo que no sea hermoso y despreocupado; si uno no comparte el estúpido culto a la juventud y al ocio, ni el desprecio de los principios y las ideologías; si uno valora el sentido de la responsabilidad, si uno estima la obra de quienes lucharon toda una vida de sacrificio por lo que creían justo, más allá de la venalidad, la conveniencia o la mera comodidad... Si uno, en fin, admira el coraje de los rectos, no puede uno sino declarar su solidaridad con ese anciano tembloroso, acechado por la muerte, que hasta su último hálito de vida conserva intacto el espíritu que lo enfrentó al nazismo, al estalinismo, a las balas de un loco, al cáncer, a la creciente incomprensión de un Occidente que ya no comparte sus postulados. Uno ha de aclamar a ese viejo valiente y humilde, paradójicamente alejado de toda debilidad, despreciador de toda apariencia. A ese hombre que a todos da ejemplo de cómo creer y de cómo luchar por lo que creemos. A ese héroe desmadejado que sirve hasta el final, que así vence su mejor victoria y a quien todos esos fatuos cardenales que sueñan con sucederle no servirían ni para arrimarle el orinal. Uno, que no es católico, preferiría un papa débil, mezquino o risible. Pero el gigante que está agonizando en Roma es –y seguirá siendo tras su muerte– el peor enemigo del laicismo. Algunos, de este otro lado, deberían tomar nota. La Opinión-El Correo de Zamora.

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