Si fuéramos suficientemente pacientes, un comentario del lenguaje de los políticos nos daría para rellenar folios y folios sólo con maldades; pero no es nuestra intención aburrir a los sufridos lectores, que ya tienen bastante con los propios políticos, a algunos de los cuales cumplir con ese cometido parece entrarles en el sueldo. No es en estas líneas donde se juzgará la adecuación del lenguaje de los políticos a la realidad, ni sus contenidos éticos. Se trata sólo de una breve reflexión acerca de la oportunidad de la reforma educativa que promueve el Gobierno y que tanto da que hablar estos días.
A falta de oposición visible en las Cortes, al menos por parte de un PSOE que es víctima de una esquizofrenia política muy stevensoniana (acuérdense del doctor Jeckyll y del señor Hyde: el lado bueno no tiene carácter, el lado perverso nunca se fue por completo, el lado bueno da pasos errados, el lado perverso arruina al lado bueno, el lado perverso termina por arruinarlo todo...); a falta, decíamos, de una verdadera alternativa de gobierno, y también a falta de legitimidad para la crítica, dado que el actual caos educativo viene en parte promovido por la reforma socialista y una LOGSE nefasta que hoy nadie parece atreverse a enarbolar como bandera, la oposición a la reforma en curso la llevan a cabo los sindicatos estudiantiles y algún partido de izquierda.
Seguramente para su misma vergüenza, son su vanguardia los energúmenos (probablemente analfabetos funcionales y con toda certeza tontos de baba) que el otro día rompieron unas puertas del siglo XVII pertenecientes al patrimonio histórico y artístico de la Universidad de Sevilla, irrumpieron en uno de sus recintos, interrumpieron una sesión de uno de sus órganos oficiales y prorrumpieron en una serie de voces y frases no demasiado complejas desde el punto de vista sintáctico y sin apenas contenido, frases quizás memorizadas gracias a la asidua contemplación de la televisión y aderezadas con adjetivos como “puta”, sustantivos como “mierda” y algunas otras lindezas y amenazas. Todo ello, según juraban, en defensa de alguna concepción de la educación que, por más que cavilemos, se nos escapa.
Uno de los argumentos esgrimidos por ambos bandos es la publicación de convocatorias (por los estudiantes) y de actas (por nuestros legisladores) que incluyen faltas de ortografía, en una enésima e infantil reedición del “pues tú más”. No les falta razón a los presuntos estudiantes cuando arguyen que si, sin saber diferenciar la preposición “a” de la tercera persona del singular del presente de indicativo del verbo “haber”, alguien puede llegar a representar al pueblo soberano, a ellos no se les debería exigir ulteriores conocimientos. El problema, no obstante, no radica en la notoria injusticia que ciertamente encerraría la exigencia de mejor ortografía a quien va a recoger un título de bachiller que a quien va a recibir el acta de diputado, sino en que alguien que apenas sabe hablar con corrección (ya no vamos a hablar de dominar medianamente el añorado arte de la oratoria) pueda efectivamente ser líder político, líder de opinión y, aún, ser considerado una persona culta.
Cansados estamos quienes vivimos en Fuerteventura, y tememos que los habitantes del resto del archipiélago y de todo el país también estén cansados, de que a día de hoy no existan apenas dirigentes que sepan inaugurar una exposición ni presentar los libros que editan sus respectivos servicios de publicaciones sin pronunciar un discurso en que todas las oraciones empiecen por infinitivo. “Decirles que éste es un nuevo logro de...” “Nada más sino anunciar que...” “Por último, agradecerles...” Y así hasta el infinito. Señores políticos: esto que hacen ustedes es muy, pero que muy incorrecto. Las oraciones en buen español se componen de sujeto y predicado, y un infinitivo (“decir”, “agradecer”, “anunciar”) jamás puede formar una proposición que no sea sintácticamente subordinada; además, sus discursos ya son suficientemente impersonales sin necesidad de arrancarles las formas personales del verbo. Es una grave falta, una muletila tediosa, un pésimo ejemplo para el ciudadano que, Dios sabe por qué, todavía cree que sus políticos saben lo que dicen, y, sobre todo, ya nos duelen las orejas de oír tales puñaladas al idioma. Lo peor es que el lenguaje del periodismo, tan intensamente relacionado con el de la cosa pública, se ha contagiado también de esta gangrena gramatical y es frecuente escuchar en las radios y en las televisiones locales informaciones que comienzan regularmente por infinitivo.
Un caso que ilustra otro género de error (el latinajo fallido) es el que nos ofreció la semana pasada el presidente del gobierno de Canarias, Román Rodríguez, o quizá el periodista que transcribió sus palabras para EFE. Según esta agencia, Rodríguez aseguró que, aunque le parecía legítima, no haría “causa bélica” de la aspiración nacionalista de que las comunidades autónomas españolas estén representadas directamente en los consejos de ministros de la Unión Europea cuando se aborden asuntos que las afecten.
(Una aspiración, por otro lado, a nuestro parecer insensata y, por tanto, muy digna del nacionalismo abertzale’ ya que hablamos de todo: si esos asuntos afectasen al barrio de La Charca de Puerto del Rosario, ¿podríamos también sus vecinos reivindicar un plenipotenciario propio en la mesa europea? En La Charca creemos que no por dos razones. Una, de iure: porque nuestra barriada no es una entidad soberana que pertenezca a la Unión Europea, sino que pertenece a ésta como copartícipe de la soberanía de España, representada siempre en estos casos por el gobierno de la nación. Otra, de sensu: porque los vecinos de La Charca no perdemos el tiempo en disparates como intentar convencer al mundo de que nuestra identidad es diferente de la del resto de España (si no mejor), y desde luego no mediante un conglomerado pseudoideológico zafio, que atenta contra la inteligencia y, lo que es peor en algunos casos, contra la integridad y contra la vida de las personas. De momento, claro.)
El presidente Rodríguez, cuando declaraba (o su transcriptor, cuando redactaba), tenía en mente la expresión latina casus belli, que en el derecho internacional designa toda circunstancia susceptible de ser utilizada como argumento en pro de la guerra, sea finalmente o no motivo de ésta. Por ejemplo, el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo en Sarajevo fue el casus belli que indujo a Austria-Hungría a declarar la guerra a Servia en 1914 y, por ende, el que determinó el estallido de la Primera Guerra Mundial. Otros casus belli no llegan a provocar una guerra, porque las diferencias acaban dirimiéndose de otra forma. La injerencia del gobierno norteamericano en los asuntos internos de Chile en 1973, por ejemplo, cuando la CIA patrocinó el golpe de estado de Augusto Pinochet, podría haber sido esgrimido por Chile como casus belli si no fuera porque los golpistas triunfaron y porque, aunque no hubiesen triunfado, Chile nunca se plantearía seriamente declarar la guerra a los Estados Unidos salvo en caso de demencia repentina de su jefe de estado y de todo su parlamento simultáneamente, por muchas ofensas que ese país recibiera. Como para que haya causa tiene que haber efecto, en esta ocasión el casus belli no supuso una causa belli.
Un último ejemplo: los sucesivos abusos, desplantes e impertinencias que con el gobierno de España se permite el sátrapa que reina en Marruecos, cuyo régimen se beneficia directamente del tráfico de inmigrantes, del tráfico de drogas, de la ocupación ilegal del Sáhara Occidental y de muchas otras atrocidades, son casus belli que en tiempos menos pacíficos, sin duda, hubieran desencadenado un conflicto armado; no obstante, es harto improbable (afortunadamente) que hoy día semejantes casus lleguen a transformarse en causae.
Porque casus no significa “causa”, sino “circunstancia” u “oportunidad”. Y, por tanto, casus belli quiere decir “supuesto que justificaría una guerra” y no necesariamente “causa de guerra”, ni mucho menos causa bélica: la causa de un incendio no es una causa incendiaria, ni la causa de un asesinato una causa asesina. Hay acciones bélicas, preparativos bélicos y, si se acuerdan ustedes, Hazañas bélicas; pero no causas bélicas, sino causas de la guerra o motivos de enfrentamiento, que era lo que el señor Rodríguez se proponía decir cuando latineó con tan poco tino. Estas cosas pasan, tal vez, cuando se tienen demasiados conocimientos y poco tiempo para administrarlos: al presidente se le cruzaron en el magín el latinajo y la expresión más llana “hacer causa común” (o sea, “asociarse para defender una postura común”, que no tiene nada que ver pero también pertenece al léxico político-autonómico), de pronto lo acometió la necesidad de declarar, tiró por el camino de enmedio y le salió un churro léxico: “hacer causa bélica”. No es la primera vez que sucede y en todas las familias se recuerda un caso. Don Román: a ver si nos va a hacer falta una reválida a estas alturas... Canarias 7.
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