Uno tiende a pensar que, cuando una muchacha en torno a la tierna edad de dieciocho años, con el cuerpo de pan recién horneado y la personalidad, sin embargo, todavía semicruda, decide comerciar con su imagen y presentarse a un concurso de misses, la conclusión sólo puede ser que ha leído muy poco, que tiene muy poca estima por su condición de mujer y que, además, está muy mal aconsejada por unos padres que tampoco deben dedicar gran consideración al complemento espiritual que casi siempre acompaña al cuerpo femenino. Pero quizá se trate de puro vicio de criticar: si tantas personas aceptan e, incluso, aprecian y siguen estos espectáculos, probablemente se trate de algo honesto y saludable.
En consonancia, la serie de televisión Betty la fea (un culebrón muy popular que procede de uno de esos países donde las misses se fabrican en serie) nos revela la verdadera vía de la redención femenina: el estilismo y la moda. ¿Es usted desgraciada? Pues deje usted de ser un callo, mujer. No es el mundo el que se equivoca cuando la juzga por su físico: es usted la que absurdamente se empecina en ser solamente inteligente, eficiente y honrada. Déjese ya de boberías, mi amor: depílese, maquíllese, vístase y guste a los hombres que la rodean: he aquí el secreto de la felicidad. Olvídese de la contabilidad y abrace la cosmética. No cuadre más balances; más bien actualice su vestuario. Los patitos feos no están de moda, por mucho título de doctor que ostenten.
Que los concursos de misses estaban amañados es algo que todos suponíamos y que, en cualquier caso, nos importaba un bledo. Que la empresa organizadora de estos montajes tratase a las jóvenes aspirantes como a ganado y que ninguna consideración moral entrase en sus planteamientos nos daba exactamente lo mismo. Ello parece indicar que lo que ha originado el presente revuelo, lo que realmente ha impactado en el público ha sido la forma en que el tongo ha sido desvelado: a través de una falsa aspirante, poniendo en evidencia a los culpables del amaño, provocando una dimisión en directo. Tanto al público como a quienes dirigen el programa de Antena 3 responsable de la investigación parece no interesarles demasiado el fondo del asunto, y tal vez sea ésa la causa de que las declaraciones de sus abundantes testigos sean confusas, faltas de rigor o, simplemente, necias. Más bien parece prestarse atención al ropaje que visten las conclusiones: el escándalo, la posible humillación en vivo de personas a quienes ayer no conocíamos y hoy ya odiamos. ¿Cabe tan sórdida simpleza? ¿Cabe tanta manipulación, tanta confusión? Melchor Miralles llega incluso a proclamar la necesidad de retirar el sacrosanto nombre de España de un certamen fraudulento que, al parecer, lo enfanga.
Quizá en términos generales sea mejor que los concursos se atengan a normas justas y equitativas; posiblemente las aspirantes turolenses y zamoranas deberían contar con las mismas oportunidades que las sevillanas, madrileñas o canarias. Con seguridad todas esas bellezas adolescentes deberían recibir un trato más humano, y sería más correcto que concurriesen al título sin necesidad de pagarlo con dinero o sexo. Pero, francamente, nos preocupa muy poco que las condiciones del certamen sean limpias, porque su naturaleza es radicalmente sucia. No hay que sanear los concursos de belleza, sino suprimirlos.
Qué poco valoran a sus hijas quienes las inducen a comerciar con su físico de mujer antes que a formarse como personas, a desarrollar una femineidad mal entendida mejor que a cultivar virtudes ciudadanas. Qué magro favor les hacen cuando las instigan a modelar su belleza, incluso recurriendo a expedientes quirúrgicos, para uso y disfrute del hombre. Qué pena, penita, pena. Cada vez comprendo menos y admiro más la paciencia de quienes, durante todos estos miles de años, condenadas de antemano a luchar contra el mundo por haber tenido la mala suerte de nacer sin pene, nunca convocaron revolución alguna al tañido del castrapuercos.
Pero, como decíamos al principio, posiblemente todo esto no sean sino achaques de gruñón. La corrección política reinante admite eso, asume los postulados vitales de Betty la fea y tolera muchas cosas más con respecto a la mujer que apenas ocupan minutos de nuestro pensamiento: los malos tratos domésticos, la discriminación en el acceso al mundo laboral y ya en su seno, el proxenetismo, la violación; y, en otros ámbitos, la lapidación de las adúlteras, la ablación clitoridiana, la exclusión de la escuela y la imposición del matrimonio, esto es, la venta de las hijas al mejor postor. Sólo nos escandaliza lo escandaloso: lo que sale en la tele envuelto en gritos y colorines. Así debe ser como tiene que ser. Canarias 7.
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