La numismática es una ciencia apasionante, gracias a la cual podemos rastrear una parte importante de la identidad de los pueblos. Los nombres de las monedas y sus características físicas suelen arrojar luz sobre numerosos aspectos políticos, económicos y culturales de la historia de las comunidades que las utilizan, pero también certifican procesos y fenómenos que franquean la aduana de los siglos. El denario romano pervive en el dinar yugoslavo y árabe y en nuestro genérico dinero. El sólido de oro romano es hoy el sueldo que en moneda recibimos por nuestro trabajo. En muchas ocasiones nombra la moneda el lugar de su acuñación, el origen de su metal, la nación en que es de curso legal o el pueblo que la populariza, y así tenemos el besante de origen bizantino, el castellano medieval, el maravedí almorávide y cristiano, la libra tornesa o la guinea británica.
Un argumento parecido, el de la identidad geopolítica, movió a los padres de Europa a llamar euro a su futura unidad monetaria. La fría denominación de nuestra anterior unidad de cuenta común, el ECU, quizá fuese del gusto de los británicos, a cuyo idioma correspondían las siglas de la European Currency Unit; o de los franceses, en cuya lengua écu significa “escudo”, un término de larga tradición numismática que les habría resultado ciertamente cómodo. Pero había que buscar una marca que conviniese a todos los habitantes de la Unión y fuese común a todas sus lenguas; en ese sentido, el euro cumple todos los requisitos.
Ahora que el cambio es definitivo, la peseta se extinguirá en nuestros bolsillos y en nuestras facturas; pero ¿y las palabras? ¿Qué sucederá con todas las expresiones en las que pesetas y duros siguen vivos? El hecho de que la moneda única que ha entrado en vigor en nuestro continente se llame euro tiene múltiples significados y es de alguna forma resumen de todo un largo proceso. Entre sus consecuencias, quizá nos haya pasado inadvertida hasta ahora una que nos afecta a todos: nuestro lenguaje, el que hemos usado desde niños, también va a sufrir una transformación. Y con él, nuestra realidad más cotidiana.
Los nombres de las monedas tienen a veces una vida mucho más larga que su propia vigencia económica. Por eso quienes, faltos de ahorros, se quejan de estar sin blanca, de no tener un chavo o de andar sin perras, quizá no recuerden que la blanca, el ochavo y la perra fueron un día bastante lejano monedas o fracciones monetarias de curso legal. Los más viejos han seguido contando las cantidades pequeñas -y no tan pequeñas- en reales hasta hace bien poco; y aun todos, si compramos algún objeto a bajo precio, decimos con satisfacción que nos ha costado cuatro perras o cuatro cuartos; pero si después ese mismo objeto defrauda nuestras esperanzas diremos que no valía un real.
La persona que arriesga su dinero con quien no es de fiar, o tal vez su integridad física con quien es peligroso, no sabe con quién se juega los cuartos; pero quizá no le importa, porque escupe doblones, es decir, es muy rico y se jacta de ello. De aquello que estimamos en poco decimos que es de tres al cuarto, y si somos indiscretos y revelamos algo que deberíamos callar estamos dando un cuarto al pregonero. Cuando, hartos de la insistencia o el capricho de algún importuno, queremos concederle la razón o el objeto disputado y así acabar con la riña, zanjamos: ¡Para ti la perra gorda!
Llega un nuevo cambio monetario cuando aún están completamente vivas estas expresiones, y la curiosidad invita a imaginar qué pasará con las que tienen por protagonistas a los duros y las pesetas de un sistema que da sus últimas boqueadas. ¿Desaparecerá de nuestro vocabulario el resistente duro, que es anterior a la peseta, o adaptará su nombre a una nueva realidad; por ejemplo, a la moneda de cinco euros? ¿Qué será de nuestra peculiar forma de contar de veinte en veinte o de mil en mil duros? ¿Cuántos euros compondrán un talego? Con toda seguridad, cuando alguien nos caiga muy bien seguiremos diciendo que es más majo que las pesetas; y si, por el contrario, es un tacaño de aúpa, lo llamaremos pesetero. Si por muy poco no nos atropella un vehículo, le habrá faltado el canto de un duro, igual que hasta hoy. Cuando alguien asegure que no tiene un duro nos inspirará la misma lástima que si hubiese expresado su indigencia en céntimos de euro. Y, si la caricatura ha de seguir siendo eficaz, el catalán del chiste dirá siempre que la pela es la pela: el euro es el euro no funcionaría ni siquiera fonéticamente.
Es impensable que a partir de este año el euro se vaya a incrustar automáticamente en las frases hechas; pero, a buen seguro, el campo semántico del dinero se irá revistiendo de una nueva jerga popular que responda al sistema que empieza y que conviva con la anterior, quizá, durante siglos. Lo que resulta triste e indudable es que, tras la jubilación de la peseta, una parte del lenguaje y del imaginario de varias generaciones de españoles quedará enganchado al pasado por alguna de sus costuras y algún día, más tarde o más temprano, sólo los libros serán testigos de que existió. Mientras llega ese día, de la misma forma en que nuestros abuelos nos han sorprendido hasta el final contando en sus viejos reales, la peseta seguirá siendo un signo definitorio de nuestra realidad que, sin embargo, solamente lograremos transmitir a los más curiosos de nuestros hijos como un dato más de la Historia. Y es que no cabe duda: el euro nos hace un poco más viejos. Canarias 7.
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