Una de las transformaciones que el progreso ocasionó en el campo majorero, como en el de otras regiones de España, fue la apresurada sustitución de aperos, adornos, muebles e indumentarias de antaño por otros más prácticos y acordes con modas más urbanas. Viviendas y taros vomitaron de pronto su herencia secular, que acabó descartada en vertederos y traperías sin que quienes habían empuñado el arado volvieran a darle tal vez valor alguno.
En algún pasaje de Las cordilleras del alba, el poeta albercano José Luis Puerto alude a la relación que en otro tiempo existió entre las personas y las cosas en el mundo rural: “De las cosas, su materia, su inmovilidad, su quietud, el don apacible de su compañía. Más duraderas que nosotros, venían de un mundo anterior a nuestro principio y, seguramente, se prolongarían más allá de nuestro acabamiento. Y el tiempo era un aprender a vivir con ellas, con su estar ahí, con su silencio, con su nombre”.
Quizá en eso radique el atractivo que ejerce ese mundo sobre nosotros, los que hoy encontramos imposible conectar de ningún modo con los objetos que nos rodean porque carecen absolutamente de durabilidad. Quizá por eso es aquí, en el campo de lo que paradójicamente se ha denominado cultura material, donde podemos esperar encontrar el pulso espiritual que esconden las cosas.
De ahí la importancia de mantener y mejorar la excelente red de museos, centros de interpretación y salas de carácter etnográfico que las autoridades cabildicias de patrimonio histórico mantienen en Antigua (Centro de Artesanía Molino de Antigua), Betancuria (Museo de Betancuria), La Oliva (Museo del Grano o Casa de la Cilla), Tefía (Ecomuseo de La Alcogida) y Tiscamanita (Centro de Interpretación de los Molinos), aparte alguna colección privada como la de La Rosita en Villaverde. De la conservación de los objetos que ilustran nuestra intrahistoria depende en gran medida la conservación de nuestra identidad. Canarias 7 Fuerteventura.
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