En el feliz Occidente, aunque no en otros contextos culturales, utilizamos como sistema cronológico la que llamamos Era Cristiana, cuyo nombre sugiere el nacimiento de Cristo como base científica del calendario. Sin embargo, nuestro calendario es anterior a la aparición del cristianismo. Se trata del viejo calendario lunar romano, cuya reorganización solar en doce meses y 365 días más uno bisiesto cada cuatro años data del siglo I a. C., en que fue diseñado por Sosígenes y hecho oficial por Julio César; de ahí su primer nombre: calendario juliano. En el siglo XVI aún habría de ser corregido ligeramente por el papa Gregorio XIII (calendario gregoriano). Mucho antes, en el siglo VI, el monje romano Dionisio el Exiguo había inventado la Era Cristiana. Dionisio centró el cómputo de los años en torno al que él consideraba el del nacimiento de Cristo. Es decir, que si antes el año en que supuestamente nació Jesús era el 753 ab urbe condita, ahora el año en que la tradición situaba la fundación de Roma era el 753 antes de Cristo. Este sistema cronológico cundió poco a poco entre los historiadores cristianos y hoy es casi universal, pese a que Dionisio se había equivocado: los documentos históricos (incluido el Evangelio) demuestran que su cálculo falló en cuatro años y medio, de forma que Cristo nació, paradójicamente, el año 4 antes de Cristo; lo cual, tanto a efectos históricos como religiosos, es irrelevante.
En cuanto al día del nacimiento de Jesucristo, no está documentado ni en el Evangelio y, por tanto, se desconoce. La adopción del 25 de diciembre por la Iglesia, que sucede hacia el siglo IV, forma parte del amplísimo y natural fenómeno de trasvase de las celebraciones del mundo pagano al cristianismo, sobre todo tratándose de fiestas relacionadas con los ciclos naturales. Tal fecha, en la que según su calendario las noches dejaban de alargarse, era el día en que los antiguos romanos celebraban el nacimiento del Sol (dies natalis Solis inuicti), la deidad favorita de Diocleciano Augusto, último de los grandes emperadores y despiadado perseguidor, por otra parte, de cristianos y otras sectas de su tiempo. Cristianizando las fiestas paganas, la Iglesia, que pasó de fe clandestina a culto oficial e ideología opresora ya desde el siglo IV, había de acabar con todas las demás creencias de aquella época sin ocasionar demasiadas convulsiones; no es casual que la liturgia de Navidad y los primeros padres de la Iglesia hablen de Jesús como “sol de justicia” y “luz del mundo”. Todo lo que rodea al calendario cristiano es fruto de convenciones más o menos motivadas.
De acuerdo con este sistema de datación, resulta que hasta el 1 de enero del año 2001 no entraremos en el siglo XXI y, por consiguiente, en el tercer milenio de la Era Cristiana. No puedo dar crédito a los argumentos en contra expuestos últimamente en La Opinión-El Correo de Zamora por articulistas tan desemejantes como don Quintín Aldea (“Cuándo comienza el nuevo milenio”, 29-XII-99, en la sección Ventana abierta) y don Francisco Molina (“Zamora urgente”, 31-XII-99, en la sección Escriben los lectores y con título que supongo errata por no tener nada que ver con el contenido), según los cuales este tránsito se dio ya el pasado y archifestejado 1 de enero de 2000. Y digo que no doy crédito porque este asunto, cuya discusión pertenece al ámbito de la charla de café y se despacha en dos minutos, lo suponía bien entendido por cualquiera que hubiese merecido plaza de académico de la Historia o cívica magistratura.
El ejemplo que usan los señores Aldea y Molina, asimilando las eras históricas a la edad de las personas, no es válido. Y no lo es porque para el cómputo de la edad de las personas, como muy bien dice don Quintín, “no es lo mismo el año primero que el año uno”; pero sí lo es en el cómputo histórico. Es cierta la afirmación del señor Molina conforme a la que “cuando se soplan las velitas de una tarta de cumpleaños, siempre se tienen ya todos los años que indican las velas”: una persona cumple un año y comienza así su segundo año de vida; durante sus primeros doce meses ha contado días y meses sucesivamente, y todo ese año es previo a su primer cumpleaños. Podemos decir que las personas tienen, por tanto, un año 0 (su primer año de vida), un año 1 (cuando ha cumplido un año), un año 100 (cuando ha cumplido 100 años), etc. En el calendario cristiano, en cambio, al 31 de diciembre del año 1 antes de Cristo le sucede el 1 de enero del año 1 de la Era Cristiana. No existe un año 0. El calendario no lo necesita, porque no sirve para marcar la edad de nadie, sino para fechar acontecimientos. Por tanto y siguiendo la analogía que aplican mal los dos autores mencionados, el calendario tiene su primer cumpleaños el 1 de enero del año 2, su centésima tarta el 1 de enero del año 101 y sus 2000 velitas (y por tanto ahí termina el siglo XX y comienza el tercer milenio) el 1 de enero del año 2001.
El siglo XXI empieza dentro de un año. Se trata de una cuestión de aritmética elemental que sería indiscutible incluso si no lo hubiesen ya certificado los cronólogos del Cuartel General de la Armada, que son quienes en España llevan el cómputo del tiempo, pese a la desestima con que el señor Molina regala en su carta a matemáticos y astrofísicos, a quienes, Dios sabrá por qué enigmática razón, él engloba en la categoría de “expertos” en cronología junto a los “quirománticos”. A esto llama “sentido común” y a lo demás “disparate”, y se queda tan pancho. Seamos serios, por favor, y resistámonos a participar en la orgía de comercio e ignorancia que la televisión nos impone. La Opinión-El Correo de Zamora.
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