Acabo de leer un debate en Internet a propósito de la medida mediante la cual el gobierno catalán pretende imponer que al menos un cincuenta por ciento de la programación de los cines se ofrezca en la lengua vernácula de aquella comunidad autónoma, lo que ha ocasionado un grave malestar en el colectivo de empresarios afectados. Como siempre, unos hablan de libertad de elección y de comercio, y otros de proteger un idioma que por sí solo -aseguran, ignorando cuarenta años de franquismo- no podría sobrevivir. Alguien, a propósito de las pintadas aparecidas en las fachadas de los cines más reacios a perder dinero ("Aquest cinema margina el català!"), las compara con los rótulos nazis de los años treinta a la puerta de establecimientos regentados por hebreos ("¡Resistid, alemanes! ¡No compréis en comercios judíos!"). Y algún comentarista critica la comparación por desmesurada. Es verdad que es contundente, pero también oportuna: las coincidencias nos resultarían bastante más evidentes si no fuera por el hecho de que sólo conocemos, horrorizados, las consecuencias históricas de una de las dos situaciones comparadas.
No es lo mismo decir "Fulano es nazi" que "los nazis empezaron haciendo cosas como las que hace Fulano". Tampoco es igual afirmar "este nacionalista es un nazi" (lo cual puede ser descriptivo) que "todos los nacionalistas son nazis" (lo cual es injusto). Sin embargo, lo importante aquí es que la pintada a la puerta del cine no aporta nada al debate democrático, ni a ningún debate; sólo puede tener el fin de amedrentar, coaccionar, señalar al que debe ser excluido de la comunidad, al que merece reprobación pública o tal vez castigo. En un estado de derecho esto corresponde a los jueces; pero al autor de la pintada el estado de derecho le da igual, porque él lo único a que alcanza a aspirar es una patria forjada en torno a un rasgo distintivo y excluyente: la lengua que él y los suyos han decidido que es la propia del territorio en el que conviven con otros que ni hablan ni opinan como él. El que pintó la fachada es, efectivamente, un fascista. Y las autoridades catalanas que no impiden ni condenan, sino que por el contrario alientan este tipo de comportamientos, son compañeros de viaje del fascista y responsables políticos de cualquier agresión que se derive de este estado de cosas. No todos los nacionalistas son fascistas, pero a mí sí me parece que todo nacionalismo implica un germen fundamentalista y totalitario sin el que no puede adquirir su sentido ni sostenerse, y que en demasiadas ocasiones deriva en imposición o violencia en alguna de sus diversas manifestaciones e intensidades. La imposición a los cines de la obligación de ofrecer al cliente contenidos en un idioma en concreto -como la previa de rotular en el mismo- pertenece a esa concepción totalitaria de cómo deben ser las cosas: "la realidad se equivoca, así que cambiémosla".
Imaginemos un país en el que la diversidad social no estribe en la lengua, sino en la religión, tal y como de hecho sucede en numerosos lugares como Bosnia-Herzegovina o Alemania. Un verdadero demócrata establecería en ese país la laicidad del Estado y la libertad de culto que permitiese que cada ciudadano (o cada comerciante, o cada consumidor) escogiese la religión en que manifestarse o relacionarse en su vida privada. En cambio, un nacionalista religioso legislaría que toda biblioteca contuviese al menos un cincuenta por ciento de libros luteranos; o que las televisiones privadas saludasen a sus espectadores al menos la mitad de las mañanas con una oración musulmana; o que en las empresas de más de diez empleados al menos la mitad de éstos fuesen católicos. Es decir: asociaría esa noción confusa -cuando no falsa- que se suele llamar identidad colectiva o nacional con uno de los rasgos sociales o culturales presentes -la religión o, mejor dicho, una de las religiones- y consideraría la preservación, la promoción y luego la imposición de ese rasgo aislado más importantes que la libertad individual de comprar, estudiar o trabajar sin más condiciones que la misma libertad y la eficacia (comunicativa, educativa, comercial, etc.). El nacionalista religioso legislaría ad hoc, dedicaría a ello cuantiosos recursos públicos y crearía además un funcionariado afín y una red clientelar lo más amplia posible, dependiente directamente de la prosperidad de los negocios vinculados con la religión, todo ello acompañado de una "política religiosa" que se acabaría imponiendo en administraciones, escuelas, medios de comunicación y todo tipo de servicios so pretexto de proteger la identidad colectiva, invadiendo sucesivamente el ámbito de lo público y el de lo privado... La religión es o puede ser un importante elemento de la personalidad individual libre, un rasgo cultural transmitido de padres a hijos que pertenece por tanto al ámbito privado y a cuyo respecto, según nos parece a muchos occidentales desde 1789, las competencias del Estado deberían limitarse a garantizar la libertad de ejercicio. La diferencia entre entender o no entender esta premisa es la que desgraciadamente ha habido entre Alemania y Bosnia. O entre la Alemania de 2010 y la de 1935. O, en fase germinal, entre respetar la libertad del prójimo y pintarle la fachada del cine con coacciones veladas.
Pues bien: el intervencionismo estatal que nos parece inimaginable y jamás toleraríamos en favor de una religión lo hemos aceptado sumisamente durante las últimas décadas en buena parte de España cuando se ha tratado de ese invento sociolingüístico de las "lenguas propias", para asombro de otros países europeos, escarnio nuestro, deterioro de nuestra libertad y quebranto de la economía, hasta el punto de amenazar hoy nuestra convivencia y propiciar manifestaciones públicas de protesta con frecuencia creciente... Sospecho, no obstante, que esto último es un signo del cambio. En nuestro país existe hoy una opción política nueva, radicalmente comprometida con las libertades y, por tanto, muy crítica con el nacionalismo, sea lingüístico o de cualquier otro tipo; y existen también ciudadanos que desean ventilar la democracia paupérrima que sufrimos: un régimen estancado en el clientelismo, el adocenamiento y el prejuicio. Sacudirnos la injusta y aburridísima tiranía de las lenguas es sólo una de las tareas pendientes, pero seguramente no la menos importante, en el camino hacia la regeneración democrática. Periodista Digital.
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