Una de las imágenes de la hipocresía que siempre me ha molestado
especialmente es la de esa señora tan típicamente carpetovetónica que,
envuelta en un grueso pellejo de animal muerto y deslumbrando a la
parroquia con sus joyas, añade a éstas el ornamento del carné de una
entidad filantrópica que los de su clase gestionan para, desde sus
alturas, favorecer a los desfavorecidos. Lo mismo organiza un mercadillo
de beneficencia que dona las migajas de su bienestar a los negritos y a
los chinitos del Domund o al lisiado que acampa en horario de misa a la
puerta de la iglesia. “No se lo gaste usted en bebida”, podemos
imaginar que aconseja la buena señora al mendigo como conveniente
guarnición de la moneda entregada, desde la tranquilidad que otorga
saber cómo son las cosas: como siempre han sido.
La caridad, que –como la fe y la esperanza– aparece definida en los
crucigramas y en algunos tratados como virtud teologal, me ha reventado
siempre porque no tiene por protagonista al que la recibe, sino al que
la practica: ¡valiente virtud! Soy caritativo porque, en el fondo, soy
mejor que el mendigo: yo sé en qué se debe gastar el dinero; pero, sobre
todo, sé cómo se gana –y él no. Practico la caridad porque soy así de
generoso y encima gano el Cielo. La caridad no es un derecho del pobre,
sino una gracia que el pudiente le concede mientras demuestra su buen
corazón y al mismo tiempo marca el abismo insalvable de la diferencia
social y garantiza que todo siga en el lugar en que siempre estuvo. Un
rito rentabilísimo.
A diferencia de la caridad, la solidaridad no presupone gracia ni
bondad, sino compromiso. Soy solidario porque considero que quien recibe
los frutos de mi solidaridad tiene derecho a ellos. En un planteamiento
solidario, y así es también en el derecho civil occidental desde los
tiempos de Justiniano, todos estamos en la misma posición, todos nos
reconocemos intereses comunes y, por tanto, todos nos hacemos
responsables de la solución de los conflictos con la convicción de que
aportaremos hasta donde podamos aportar porque asumimos que los
problemas del otro son también nuestros problemas. La solidaridad –la fraternité
de los revolucionarios– es una aspiración que, junto con las de la
libertad y la igualdad, permite tejer la malla social con el hilo de la
justicia. La ayuda solidaria pretende ir más allá del parche coyuntural,
ya que el solidario sabe ponerse en el lugar del otro y, por tanto,
intenta que las soluciones dadas afecten la estructura de su problema y
tiendan a minimizar o eliminar su necesidad ulterior de ayuda. Otra cosa
es que muchos entiendan hoy la solidaridad como la vieja caridad,
incluidas OONNGG, instituciones y políticos cantamañanas. Dar dinero a
determinadas causas para lavar la conciencia, para comprar la
respetabilidad social o porque está de moda o procura votos no es
solidaridad: es caridad en su modalidad más genuinamente farisea. O sea:
más que una virtud cristiana, una auténtica putada.
Y he aquí que, un poco por inercia socialdemócrata y otro poco por
la generalizada desactivación del sentido del compromiso moral que mina
nuestra sociedad, nuestro estado del bienestar zapateril se nos presenta
como la madre de todas las caridades. El presidente Zapatero pretende
resolver todos los problemas –incluidos los que nadie le llamó a
resolver– a golpe de talonario y sin prestar atención siquiera a la
progresividad que es exigible en todo mecanismo de redistribución de la
renta. ¿Que a la gente se le pone cuesta arriba pagar la hipoteca?
Suelto lo de los famosos 400 euros fantasma y listo. ¿Que a los jóvenes
les cuesta un ojo de la cara alquilar su vivienda? Cheque que te crió.
¿Que hay hambre en el mundo? Pues va Zapatero a la cumbre de la FAO y,
en plena crisis, promete nada menos que 500 millones de euros para
“garantizar la seguridad alimentaria” mediante reuniones “de alto nivel”
para hablar de la más absoluta nada, que es algo que le chifla, y –si
la cosa llega a materializarse en un programa real de acción– mediante
grandes sumas de dinero que, a través de las instituciones españolas de
cooperación al desarrollo, irán a parar de los bolsillos del
contribuyente español directamente a los de algunos dictadores africanos
ávidos de fotos y a los de sus cortesanos. No sé si me da más risa esta
nueva tontería de “garantizar la seguridad alimentaria” o la de la
Alianza de Civilizaciones, pero en cualquier caso me sirve como perfecta
ilustración de lo que quería afirmar: frente a la solidaridad, que es
progresista porque pretende atender la mejora de las circunstancias de
todos a través de un compromiso con la libertad, medidas planificadas y
concretas de acción sobre objetivos determinados y medidas de control y
evaluación de los resultados, la caridad, que es perfectamente
improvisable y mucho más acorde con la acción propagandística, que no
requiere grandes complejidades éticas ni controles posteriores porque se
perfecciona en el mismo acto de dar, es inequívocamente conservadora:
tiende a preservar las diferencias y a hacer que la solución (aunque sea
aparente) de los problemas siga dependiendo indefinidamente de los
mismos colectivos, personas o países.
No es que yo me quiera poner demagógico, pero no puedo evitar una
reflexión un tanto gráfica: si yo fuera una de esas personas que por
millones pasan hambre en África, me plantaría delante de Zapatero y le
diría: “Gracias por sus buenas intenciones, pero no me venga usted con
caridad. Si tanto les interesa combatir el hambre en el mundo, más bien
sean ustedes solidarios y no gasten tantísimo dinero en acumular
palabras; mejor dejen de fabricar las armas con que nuestros tiranos nos
masacran; dejen de apoyar en su política exterior las iniciativas con
que Francia nos somete y explota nuestros recursos; no dejen ustedes su
pretendida ayuda en manos de los gobiernos que nos esquilman, o al menos
no sin control. Y, sobre todo, no me sea usted cantamañanas, que me
ofende.” Lo malo es que no tendría ocasión de hacerlo, porque nunca me
invitarían a una de esas reuniones de alto nivel: la caridad se gestiona
entre iguales.
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