Érase una vez un país que sufrió un terrible atentado terrorista. Tres días después estaban previstas elecciones. El líder de la oposición se hizo una foto al lado del presidente del gobierno y prohibió a sus seguidores hacer uso partidista de las luctuosas circunstancias. Así y todo, la ciudadanía castigó la colaboración del gobierno en la invasión ilegal de otro país y el líder de la oposición ganó las elecciones con un margen brevísimo.
En su programa, el nuevo presidente proponía iniciativas que afectaban de forma importante a la estructuración del estado y al concepto de nación y que eran cuestionadas por amplísimos sectores de la ciudadanía. Por sí solo, el partido del nuevo presidente no reunía escaños suficientes, pero si unía sus fuerzas a las de un partido muy minoritario, situado explícitamente contra la misma existencia del estado, podría formar mayoría. Sin duda ello le costaría concesiones impopulares, que no contribuirían a cicatrizar las heridas recién sufridas, pero tendría el poder asegurado. Mas el presidente electo era un estadista responsable y comprendió que su victoria se había producido en circunstancias muy extraordinarias y que las elecciones no son un cheque en blanco. En lugar de aprovechar la ocasión, decidió consultar a todos los partidos y formar un gobierno de concentración nacional en que estuviese representado el arco más amplio posible del electorado. El nuevo presidente y sus socios coyunturales emplearon sus esfuerzos en esclarecer con urgencia lo acaecido, porque lo consideraban una prioridad nacional, y pospusieron toda reforma que no fuera asumida por todos. Al cabo de dos años, con la sombra del atentado lejos y la atmósfera política normalizada, el presidente convocó unas nuevas elecciones y las ganó en paz. Última Hora.
1 comentario:
Yo discrepo con el fondo del artículo. No creo que haya que esperar a nada, ni gobernar como si no se hubiese ganado.
Un saludo.
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