Por las noches, antes de dormir, estoy leyendo un libro apasionante titulado Exploradores, comerciantes y tratantes de esclavos: la Vieja Ruta Española (1678-1850). Su autor, Joseph P. Sánchez, que dirige el Spanish Colonial Research Center de Albuquerque, narra la historia de los hombres que, desde sus bases neomexicanas y californianas, exploraron, abrieron rutas y dieron impulso a la posterior colonización del actual suroeste de los Estados Unidos. Sí, tienen ustedes razón: uno está en el mundo porque tiene que haber de todo.
No obstante (y no es que quiera justificar mi excentricidad: a mis años la tengo muy asumida), a poca imaginación que uno tenga, el relato de aquellos pioneros suscita gran interés. Militares, frailes y civiles aragoneses, catalanes, castellanos, vascos o mallorquines fundan ciudades hoy metropolitanas, vadean a caballo ríos colosales, sufren frío en las Rocosas y sed en el Mojave, conviven con los hopis, negocian con los yutas, temen los ataques de apaches, navajos y comanches... Situar a aquellos pioneros carpetovetónicos en los escenarios en que estamos acostumbrados a reconocer a la familia de mormones en carreta o a John Wayne pegando tiros contiene el estimulante aroma de la paradoja.
Es aún más chocante, inmersos como estamos en una sociedad dominada en lo público por el aberrante prestigio de la exclusión, leer la siguiente frase del profesor Sánchez: “Junto a los incontables indios hoy anónimos que cazaban, vivían y morían en las desolaciones de Utah, y que guiaron a los españoles a través de sus territorios, esos antiguos exploradores forman parte de la historia nacional de los Estados Unidos”. A esto se le llama comprender las raíces plurales de toda identidad, entendida ésta de forma inteligente y, por tanto, generosa. A lo demás: nacionalismo. Última Hora. Luke. Periodista Digital.
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