Si analizamos la segunda mitad del siglo XX, concluiremos que no fue más pródiga en guerras sólo por temor a la definitiva. Y, sin embargo, entonces creíamos que, justas o enloquecidas, existían causas ideológicas. Caído el muro, las cosas vuelven a estar claras: las guerras las determina el afán de lucro. Ni siquiera la búsqueda de una prosperidad común; sólo la de unos pocos indeseables –júzguense las implicaciones empresariales en Afganistán o Irak–. Somos lo que siempre fuimos: carnaza para tiburones. Pero no como en 1939; como en 1914.
Última Hora.
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