Me iba a ir a la cama, pero la noche de los atentados yihadistas en Bruselas no era una buena noche. Andaba inquieto; me enredé leyendo unos artículos, viendo algunos vídeos, escuchando música y compartiendo lo que me gustaba en mis redes sociales. Y luego, sin querer, reflexioné un poco. Una jiga sublime de Charpentier, un fantástico vídeo en 3D sobre la Domus Aurea de Nerón, un inocente tebeo de chicas en porretas que resume con gracia una obra de Aristófanes, el último poemario que leo, algunas canciones de Golpes Bajos, Nacha Pop y Radio Futura: disfrutar de cualquiera de estas manifestaciones de cultura que me hacen ser quien soy no sería posible si viviese bajo un régimen como el que defienden los que ayer atacaron Bruselas y pasado mañana atentarán en algún otro lugar. Casi todas serían pecado; algunas, blasfemia; otras atentarían contra el gobierno; en general, me certificarían como pagano, infiel, libidinoso y conspirador merecedor de castigo.
Por eso, entre otras cosas, sé dónde están los míos. Por eso no puedo ser equidistante. Mi rechazo va más allá del rechazo a los culpables de los asesinatos, sus cómplices y quienes los jalean, que deben ser juzgados y condenados. No, no se puede quedar ahí: mi rechazo es para una cultura que en el nombre de Dios alimenta el desprecio del conocimiento, de la individualidad y del genio humano. Una cultura en la que una deidad absurda, enervante y empobrecedora ha sustituido a Aristóteles, Miguel Ángel, Cervantes, Shakespeare, Velázquez, Bach (el único dios verdadero), Vivaldi, Kant, Rousseau, Montesquieu, Goya, Darwin, Rodin, Freud, Einstein… y ha ocupado el inmenso vacío resultante con la nada más miserable. Una cultura cuyos ministros la promueven, en el mejor caso, a latigazos, porque tu vida no vale nada si no se ciñe a la palabra de Dios. Por eso, además de la solidaridad con mis semejantes, de la pena y de otras muchas cosas que me acercan a cualquier víctima de cualquier barbarie, hoy yo también soy belga, como fui francés y como estaré siempre en la trinchera opuesta a la de unos bárbaros a quienes sólo podría querer aproximarme con espíritu de antropólogo. Porque, solidaridad y penas aparte, desde esta trinchera se defiende una forma de vida basada en sumar y no en cercenar. La que nos hizo progresar, la que nos acercó la siempre huidiza justicia social, la que les ofrecemos, la que vencerá. La nuestra.
Todo mi desprecio es para los fanáticos, y mi orgullo solo puede consistir en no ser como ellos. La construcción de una Europa unida en la defensa de los derechos y de las libertades, basada sin complejos en la cultura occidental que compartimos con naciones de otros continentes y que nos hace comprensivos, tolerantes y libres, es lo mejor que podemos dejar a nuestros hijos, y también a los hijos de los bárbaros. No dejemos que los malos políticos la hagan imposible, porque eso es lo que desean los enemigos de nuestra cultura. No confundamos firmeza con odio, ni tolerancia con poner la otra mejilla. Plantemos un pie firme en tierra y no cedamos ni un milímetro de nuestra confianza en que somos mejores, merecemos respeto y sabremos defenderlo. Ni un solo milímetro.
Y, ahora sí, buenas noches. El Español.
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