Me dice un amigo que no prodigue mis comentarios políticos. “Tú tienes tus reseñas de arte; el arte está por encima de todo eso”. Él, nada sospechoso de recelar de las libertades ni, en particular, de la de expresión, me habla desde el conocimiento y la experiencia. “No te conviene”, me asegura.
Parecen lejanos los tiempos en que dos españoles podían hablar de cualquier asunto desde posiciones políticas antagónicas, ceder a la vehemencia del debate y, a continuación, irse a tomar unas cervezas juntos, trabajar en la misma oficina, comprar el pan en la misma cola. Hoy, dirigir las simpatías hacia un partido supone un posicionamiento fatal: significa más contra quién me sitúo que a favor de qué ideas. Tal vez sea porque no nos quedan ideas y todo, al final, es una despreciable lucha por el poder. Ni siquiera se reconoce la buena fe: si uno piensa de una manera determinada es, a ojos de sus oponentes, porque es un descerebrado, en el mejor caso. En el peor, un cabrón con pintas. Y a alguien así no solamente no se le da la razón en el debate político, sino que se le cierran los círculos sociales, el acceso al trabajo, a la beca o a la subvención pública y, a la menor, se lo machaca en los medios de comunicación.
Sin embargo, le contesto a mi amigo, uno no sabe hacer otra cosa que opinar de aquello que le viene en gana y como le viene en gana. Sin renunciar al derecho de hacerlo ni a la determinación de no enfadarse con nadie. Pero me temo que mi amigo tiene razón y no me conviene. ¡País!, que diría Forges. Última Hora.
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