Tendemos a errar en una parte indeterminada de nuestras decisiones. Es de suponer que, como cuando hablamos del desempleo, existe en nuestra actuación un porcentaje de yerro estructural, una cuota de error que nos impide ser divinos, con firmeza asienta nuestros pies en el suelo y, por otro lado, nos sirve de punto de comparación a la hora de valorar nuestros propios aciertos (ya que tan rara vez apreciamos los ajenos).
Hay, no obstante, un tipo de error en el que, pese a la facilidad con que podríamos evitarlo, incurrimos una y otra vez a lo largo de nuestra errante vida. Incluimos en esa modalidad todo fallo derivado de irreflexiva generalización. Todos sabemos, y lo repetimos en conversaciones al socaire de la barra de un bar, que “generalizar no es bueno”, que “toda generalización induce a error”. Una viejita de mi familia solía quejarse del vicio de la generalización por medio de un refrán castizo: “para una vez que maté un perro, me llamaron mataperros”. Cuesta poco evitar este estúpido género de equivocación, que no nos sirve ya para demostrar la condición falible del hombre, sino más bien la deplorable inclinación de algunos individuos a pensar poco y mal. Y, sin embargo, no hacemos sino caer en ella una vez y otra.
En triste ilustración de las líneas anteriores, no podemos sino sonrojarnos ante cierta campaña publicitaria reciente, mediante la cual un diario de Las Palmas pretende ganar lectores y, sobre todo, lectoras. En el anuncio, un satisfecho matrimonio se reparte los papeles conforme a la generalización más fácil y quizá inmoral de las que gastamos a diario: el marido lee el periódico, y la mujer, toda ñoñería y caricias hacia su cónyuge, consume con fruición el contenido de una revista del corazón célebre por su poca credibilidad y en general por su calidad infame, revista que ahora se adjunta al citado rotativo palmense los fines de semana. Creemos sinceramente que no caben comentarios ante semejante insulto.
Más y más doloroso si cabe: durante semanas, cierto diario nacional ha sacado en primera plana noticias en las que ciudadanos colombianos cometen graves delitos, al parecer, no en su calidad de delincuentes, sino en la de colombianos. ¿A qué, si no, titular “Dos colombianos asaltan, etc.”, o “Los crímenes cometidos este año por colombianos ascienden a, etc.”? La generalización proviene, en este caso, de la repetición, dado que si el lector se acostumbra a asociar “colombiano” con “delito”, difícilmente aceptará luego que haya colombianos honrados sino por excepción.
De nada vale que todos conozcamos mujeres que trabajan en la Universidad como catedráticas de literatura, ni que sepamos perfectamente que nuestro ginecólogo y nuestra asistenta son colombianos y honestos profesionales. La generalización es una taimada suerte de discriminación, que nos hace parecer razonablemente ecuánimes por cuanto de buena fe aceptamos como excepciones (“mis vecinos son colombianos, pero son muy buenas personas”) lo que no es sino desprejuiciada realidad. Nadie se ha molestado en proclamar en la primera página de un diario el siguiente titular (que evidentemente improviso): “El noventa y nueve por ciento de las asistentas de hogar colombianas no han robado nunca a sus empleadores, pese a que habitualmente trabajan para ellos en condiciones de explotación”; o “La práctica totalidad del colectivo de colombianos jamás ha participado en acciones de secuestro o asesinato”. No sería noticia. Ni nos confirmaría torpemente una de nuestras más atávicas convicciones secretas: la de que el extranjero es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Y así, en nuestro sólido imaginario, el colombiano delinque porque para eso vino a nuestro país, y la mujer lee la prensa rosa porque es incapaz de ocuparse de asuntos más serios (como, podríamos ironizar, la clasificación de la Segunda División del fútbol nacional). Hay algo más: lo que en el ciudadano es error reprochable, en un medio periodístico supone vil atentado.
Decíamos al empezar que seguramente hay que contar con un género de error insalvable, el que nos imponen nuestras humanas limitaciones; pero que hay errores, y entre ellos se encuentra la discriminación que conlleva la generalización, que entran de lleno en la categoría de lo estúpido, cuando no de lo llanamente interesado. Esta cuota de equivocación es vitanda y es evitable. El pensamiento, como todas nuestras capacidades, se puede entrenar; sólo hace falta pararse a meditar unos minutos todos los días (cualquier pretexto es bueno), hasta que el curso del pensar se convierta en algo natural y quede libre de los frenos y las cadenas del automatismo ramplón. Propongo que reduzcamos al mínimo nuestro margen de error: no generalicemos. Eludamos expresiones del tipo “Todos los colombianos son...”, o “Las mujeres generalmente prefieren...” Seamos un poco más justos con nosotros mismos y con los demás. Seamos y dejemos ser. Canarias 7.
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