25 enero 2007

El caso de De Juana es sólo otro índice

La Audiencia Nacional ha puesto orden en lo que ya parecía la culminación del despropósito a que España se ve abocada permanentemente en los últimos tiempos. Posiblemente éste es el único país de los llamados civilizados en que puede suceder que el fiscal general del estado (un representante del Gobierno, y más concretamente el encargado por la sociedad de hacer que se cumplan las leyes y de actuar contra quienes las conculcan) pida a los jueces que suavicen la condena de un asesino en serie, pues esto y no otra cosa es Iñaki de Juana Chaos pese a la propaganda, con el argumento de que corre peligro la vida del criminal, que está en huelga de hambre.

Debo dejar constancia de mi desacuerdo con esa frase que hemos oído y leído tanto estos días: “que se muera”. No, yo no deseo que se muera: yo me tengo por mejor persona y más lista que los terroristas, y mi objetivo en la vida no es que muera nadie, ni siquiera De Juana Chaos, porque creo firmemente que hay mejores propósitos en la vida que la venganza. Considero que, en la presente situación, es obligación del Estado garantizar que se hace todo lo posible para que alguien sometido a su tutela conserve la vida y la salud en unas condiciones dignas. Por esto y otras cosas se supone que el estado de derecho es mejor que el que gustarían de imponer los etarras. Pero aquí acaban las responsabilidades: si pese a la diligencia del Estado el preso se ha propuesto sacrificar su vida y lo consigue, qué le vamos a hacer: será su decisión y de nadie más. Lo que un estado de derecho no puede hacer nunca es ceder ante el chantaje de sus enemigos. Y esto tiene menos que ver con “no bajarse los pantalones” (una expresión que tal vez retrata mejor a quienes la pronuncian) que con mantener intacta la autoridad de un estado legítimo en sí y que tiene la obligación de defender a sus ciudadanos contra aquéllos cuyo principal interés es dañarles. Si pensamos en positivo, lo cual -nos parece a muchos- no resulta tan complicado, nunca nos equivocaremos ni perderemos esa legitimidad.

Por esto no hay quien entienda la postura del gobierno socialista, cuyo presidente está dando una penosa impresión de confusión y debilidad. Las últimas declaraciones de Rodríguez Zapatero en su entrevista con el juez Garzón delatan un pensamiento más simple que el mecanismo de un chupete y una falta de claridad en las ideas que no pueden ocasionarle a España más que disgustos (y de la oposición popular podríamos hablar en términos muy similares). El llamado proceso de paz ha sido un fracaso. No hay ideas en relaciones internacionales; de hecho, no hay relaciones internacionales salvo la conexión turca, los abrazos al cantante Chaves y la solemne tontería de la Alianza de Civilizaciones, una entelequia sin fundamento alguno en la realidad, que nadie absolutamente toma en serio y que tantos dineros va a costar al contribuyente español –y Zapatero sigue vetado en la Casa Blanca, circunstancia única en Occidente y también en la historia de España, pues incluso Franco se entrevistaba con Eisenhower. Tampoco vemos avances en la cuestión sangrante de la vivienda, que es muy probablemente nuestro mayor problema, y sólo en la persecución de la corrupción urbanística parece que advertimos mejoras que podrían llegar mucho más lejos de dotarse mejor la oficina del fiscal correspondiente.

Pero lo peor de todo es que, cada vez más, los ciudadanos tienen la sensación de que su presidente no sabe defender ni los intereses de su partido (en el que ya empiezan a alzarse voces disconformes con la deriva absurda de su líder), ni los del estado que está obligado a defender: sin que hasta el momento nos conste contrapartida beneficiosa alguna, y sin que nadie haya renunciado a sus maximalismos, se alía con los enemigos de ese estado, como es el caso de ERC o Bloque Gallego, o los tolera, como es el caso de PNV o Batasuna, dando en trascendentes asuntos de estado más crédito a los que tradicionalmente lo han combatido y combaten o reniegan de él (lo cual es muy legítimo) que a quienes, sin fisuras e incluso aportando muertos, han defendido siempre su integridad y su dignidad, como es el Partido Popular (lo cual no solamente es igualmente legítimo, sino también mucho más conforme con la realidad, y aportaría sentido común y coherencia al discurso gubernamental).

Con todos los errores de la oposición, que son muchos y muy graves, ya hay encuestas que dan la victoria en las próximas elecciones al Partido Popular. La desconexión que existe entre la población y sus representantes no augura, sin embargo, que de las próximas elecciones vaya a salir nada mejor que lo que tenemos. Salvo Ciutadans, ninguna formación política se cuestiona ese terrible divorcio: todos se limitan a injuriar al adversario, sin encontrar ninguna materia en que poder coincidir. Y, todos lo sabemos, hay muchas materias en las que es razonable y necesario coincidir. En esto los franceses lo tienen muy claro: tú eres de izquierdas y yo de derechas y discrepamos en muchas cosas, pero la bandera tricolor y los principios civiles en que se basa nuestro contrato social desde hace siglos que no nos los toquen, porque nos daremos el brazo para embestir juntos contra los enemigos de la República... Ningún francés en sus cabales consideraría ni de lejos la posibilidad de que el fiscal general pidiese condiciones favorables para un asesino en serie, y mucho menos cuando el gobierno se hallase bajo la presión de una mafia criminal. Pero, claro, en Francia los políticos, hablemos de Chirac o hablemos de Royal, pasan por la ENA (Sarkozy es una brillante excepción) y son profesionales del gobierno, no de las elecciones. Estadistas, y no demagogos. Y luego, como en todas las casas, habrá unos más brillantes y otros menos, algunos corruptos y la mayor parte honestos; pero el ABC se lo saben todos de memoria. Ahí radica una importante diferencia. Periodista Digital.

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