15 enero 2016

Criminalizar o actuar

Pasan los días y el análisis se abre paso sobre el clamor horrorizado de los primeros momentos. Lo que sucedió durante la pasada Nochevieja en Colonia y otras ciudades europeas –la oleada de violaciones y abusos sexuales perpetrados sobre mujeres occidentales por bandas de hombres de origen árabe– no es nuevo. Cuando ocurrió, recordé con nitidez noticias viejas de violaciones colectivas. La reportera Lara Logan publicó un testimonio conmovedor del brutal asalto colectivo que sufrió en la Plaza Tahrir de El Cairo en 2011 durante el desempeño de su trabajo, mientras cubría las manifestaciones relacionadas con la caída de Hosni Mubarak.

Logan lo explicó perfectamente: en el contexto de una fiesta multitudinaria, decenas de hombres la rodearon, la separaron de su equipo y la vejaron públicamente sin que sus gritos animasen a nadie a defenderla. No se trataba de un caso aislado: según la Federación Internacional de Derechos Humanos, la violencia sexual contra mujeres con motivo de grandes concentraciones callejeras es cotidiana y sistemática en Egipto, donde esta ONG identificó 250 casos similares al de Logan solo en ocho meses de 2012 y 2013, durante las protestas contra el entonces presidente, Mohamed Morsi. Es el destino de cientos o miles de mujeres norteafricanas cada año.

Conocido como taharrush, se trata de un juego de diversión en el que unos participan activamente y otros colaboran rodeando y ocultando la escena a posibles críticos y a las autoridades. Es una actividad tolerada en lugares donde la integridad de una mujer vale poco incluso para su propia familia. En Occidente es un delito execrable para quienes ahora empiezan a sufrirlo, pero para los que lo practiquen seguirá siendo solo un juego, propiciado además por la condición dudosa de esas mujerzuelas infieles que se atreven a caminar solas por la calle, mostrando cabello y piel, pidiendo que las ataquen... Esta contradicción cultural no debe hacernos más comprensivos con tan detestable conducta, pero sí inspirar nuestro entendimiento del mismo y guiar las políticas destinadas a erradicarlo.

Con todo y su complejidad, la obligación de las autoridades europeas es combatir el delito sin menoscabar aquello que nos hace sentir orgullosos de Europa, y de esta un refugio para los perseguidos del mundo: la protección de las libertades de todos, la presunción de inocencia, el rechazo radical de la xenofobia... En este difícil equilibrio hacen su agosto los populismos: el que culpa al inmigrante de todos los males y el que lo considera, per se, merecedor de impunidad; la primera batalla que hay que librar es contra esas presuntas soluciones definitivas, fáciles y sin matices que únicamente sirven para eludir una acción política eficaz y madura, a costa de la equidad y la paz. Pese a lo fácil que resulta a veces desatar las pasiones, Europa es un gran matiz.

Habrá que diseñar protocolos que permitan diferenciar al inmigrante económico del asilado político, garanticen con pelos y señales sus derechos y sus obligaciones, señalen estrictamente los requisitos y establezcan los supuestos de revocación de los permisos. Habrá que estudiar el fenómeno del taharrush –de nada vale ignorar que existe–, identificar los lugares de los que procede y las comunidades en que se tolera, desterrar toda generalización hacia colectivos tan complejos y plurales como los árabes o los musulmanes y perseguir, en cambio, cualquier germen de organización delictiva y sus canales de coordinación. Habrá que tomarse en serio la educación para la ciudadanía como asignatura transversal a todo el currículo escolar y redefinirla para hacer frente a los retos reales de una sociedad distinta a la que conocíamos. Pero también habrá que conversar con los líderes de las comunidades musulmanas, que son quienes verdaderamente influyen entre los suyos, formar en la nueva realidad a policía, jueces y trabajadores sociales e informar a la ciudadanía de las prácticas de riesgo sobrevenidas, sin perder jamás de vista que la responsabilidad del delito es del delincuente. Habrá que agravar sin contemplaciones, si es necesario, las penas contra estos simios.

Que las futuras celebraciones de la Nochevieja se conviertan en una pesadilla y la vía pública en zona de riesgo para las mujeres europeas –incluidas las de origen árabe– es una perspectiva intolerable. Europa no debe tener ningún complejo en defender los valores que la han hecho grande, y en particular la libertad y la igualdad de la mujer; no debe tener, de hecho, duda alguna sobre la superioridad de estos valores. Pero, precisamente en su virtud, conviene no olvidar que, además de la piara de criminales del 1 de enero, viven entre nosotros –son también nosotros– musulmanes justos que condenan y se avergüenzan de esos hechos, que han asumido las reglas de la sociedad que los acogió, que son gran mayoría y que, con razón, nunca entenderían una criminalización general. El Español.


01 enero 2016

Zoofilias

Es algo que está en el ambiente. Está en el mensaje lleno de generosidad que cuelga en su muro de Facebook mi querida, admirada y vieja amiga belga: perdió su mascota no hace mucho y acaba de recoger otra gatita en un refugio donde la han recuperado. “¡Espero que quiera adoptarme!”, dice. Está en los vídeos de gatitos y está, ad odium, en los de perros maltratados que terminan con una llamada a la prohibición del consumo de carne de perro en China.

No es muy diferente a cuando Beatriz Talegón, en Twitter, hace unas semanas se refería a Patrás como “el perro que vive conmigo”. Ante mi perplejidad, y sin llegar a confesarme si comparten los gastos de la hipoteca o se turnan para cocinar, bajar la basura y todas esas tareas que comparten los compañeros de piso, me explicó que “un ser vivo no es propiedad de nadie”. “Un ser vivo” incluye a Patrás, a Laika y a Rintintín, pero también el hibisco de mi jardín y el ficus que vive con Talegón, las bacterias que extermino en mi cocina y las que comparten su cuarto de baño; si, a efectos de avanzar, pasamos por alto la imprecisión y limitamos su afirmación a los animales, que creo que es a lo que se refería Bea, volvemos a encontrarnos en ese limbo intelectual en cuyo arcádico seno, por mucho que los animales no puedan hacerse cargo de sí mismos, tienen derechos y los humanos no debemos poseerlos, so pena de ser etiquetados como seres insensibles, neoliberales, antropocéntricos, franquistas o cualquier otro improperio digno del capitán Haddock. ¡Rizópodo! ¡Zapoteca!

Se acordarán de la que lió el diputado Toni Cantó en el Congreso cuando, durante un debate sobre la prohibición de las corridas de toros, se atrevió a mencionar algo tan obvio como que los animales no tienen derechos. De aquí a que lo llamaran asesino fue cosa de segundos: en las redes sociales se desató una brutal y multitudinaria cacería contra el actor y político que jamás tuvo lugar (ni se habría tolerado) contra, por poner un ejemplo, el corrupto Jaume Matas. Recordarán también el malhadado perro Excalibur, víctima de una medida elemental de profilaxis mientras su dueña cursaba ébola en una clínica madrileña. Todos los que no habían vertido una lágrima por la muerte de dos heroicos misioneros contagiados en Sierra Leona gritaron al unísono y se manifestaron en la calle contra las malvadas autoridades que osaban “asesinar” aquel desafortunado animal convertido en símbolo. Todavía cuando se cumple un año de su sacrificio, algunos lo conmemoran de forma similar a aquella en que cada año que pasa menos españoles conmemoran a las víctimas del terrorismo separatista. Y, en este sentido, es cada vez más frecuente en contextos animalistas y no animalistas sustituir la expresión “sacrificio” por “ejecución”. Frecuente y tanto más indignante por cuanto trivializa hasta extremos ofensivos las verdaderas ejecuciones: las de nuestros congéneres a lo largo y ancho de este mundo.

Cuando digo que es obvio que un animal no tiene derechos lo digo porque ser titular de derechos exige reunir las condiciones necesarias para disfrutar los propios y respetar los ajenos. No parece coherente que la ley establezca límites para el ejercicio de los derechos de menores y discapacitados porque entiende que existe un déficit de autoconciencia o responsabilidad y, sin embargo, vaya a reconocer derechos a seres que biológicamente se hallan muy por debajo de ese listón. Desde el momento en que reconozcamos ciertos derechos subjetivos a los animales porque a Martha Nussbaum se le ocurrió un día esa memez de que son “personas en sentido amplio”, nada impedirá que puedan poseer propiedades y, por tanto, legarlas y heredarlas; disponer de sus relaciones sexuales y, por supuesto, de su integridad física; afiliarse a sindicatos; elegir sus tratamientos médicos; recibir asilo en otro país en caso de persecución política; contraer matrimonio con miembros de su especie o de otras; y votar en las elecciones municipales. Como en La vida de Brian: aceptemos que un hombre no puede tener bebés porque no tiene útero, pero luchemos por su derecho a tener bebés... La pregunta clave, que pocos parecen dispuestos a hacerse, es por qué no; pero su respuesta no es asunto de vísceras, sino de filosofía, y nuestra triste España no está para zarandajas.

La zoofilia, no como sinónimo de bestialismo, sino de amor por los animales, puede derivar fácilmente en el wishful thinking tan caro al lábil izquierdismo patrio, porque no hay nada más susceptible de generar simpatía, aportar placer y alumbrar derechos sentimentales que un vídeo de gatitos. No se debe a otra cosa que nos dé apuro asumir que poseemos un perro o que adoptamos un gato, y no deja de ser contradictorio que, más allá del humor británico, alguien crea o finja que puede ser adoptado por un animal que solo otros humanos, posiblemente contra la lógica de la selección natural, salvaron de un destino cruel, medicaron y confinaron hasta que se repuso, y que llevará a su casa dentro de una cajita en el vagón de un tren…; o que no es propietario de un ser que, sin concurso de su voluntad, alimentará, vacunará e incluso esterilizará para evitarle enfermedades y hábitos perjudiciales. Mi pobre madre decía que, cuando el Diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta las moscas. Agitadoras.