19 septiembre 2001

Sed de justicia

En estos días de tribulación y alarma internacional, cualquier persona que albergue un mínimo sentimiento de humanidad experimentará sentimientos encontrados. Hemos escuchado voces que claman venganza. Personajes populares la solicitan en sus intervenciones televisivas. El presidente Bush habla de “cazar” al terrorista. La ciudadanía norteamericana convierte en objeto de sus iras a los musulmanes que residen en su país y a sus templos e intereses, y ya se han producido los primeros ataques. Reconozcámoslo: será muy difícil mantener la serenidad.

Pero ése es el talante de las naciones democráticas: la serenidad. No cabe duda de que los luctuosos hechos del pasado martes requieren contestación. No queremos, ni nadie podría, invocar ningún hecho ni derecho que se oponga a que los norteamericanos respondan a la matanza; pero, con toda la indecente brutalidad de ésta, cada quien se encuentra donde se encuentra, la brutalidad se nos supone ajena y no debería contagiarnos.

La lucha contra el terror, sea éste local o internacional, es necesaria y obligada, y cada vez resulta más claro que con los terroristas sólo caben medidas policiales. En buena lógica, los criminales, cuya actividad nada tiene que ver con la política ni con la fe y cuyas acciones no han de ser valoradas de forma benigna por presuntas motivaciones políticas o religiosas, han de ser detenidos, juzgados y condenados conforme a derecho. Contra el terrorismo, policías, jueces y autoridades han de emplear el máximo rigor de la ley. Y rigor, no lo olvidemos, significa dureza, pero también limpieza.

El apoyo que Occidente ha manifestado hacia los Estados Unidos es más que exigible; y se ha de concretar en la formalización de un frente informativo y represivo común. Pero la implicación militar de la OTAN y el entendimiento del ataque masivo contra los Estados Unidos como un acto de guerra nos parecen desafortunados. La guerra, con toda su crudeza, es un instrumento de defensa reconocido por el derecho internacional y tiene lugar entre estados. Los hechos del martes pertenecen al ámbito de la delincuencia; a gran escala, sí, pero delincuencia, de la misma índole que un atentado etarra. Sólo la negativa de un estado a entregar al responsable y a sus cómplices, incluso aunque éstos fuesen altos cargos ejecutivos de ese estado, supondría un casus belli que justificaría la acción armada.

Pero todos tememos que la forma de saciar la actual sed de venganza del pueblo norteamericano sea una acción de guerra. Y si esa sed es comprensible, nunca está de más recordar que son las elites políticas, elegidas supuestamente, entre otras cosas, por su calidad ética, las que deben reconducir ese sentimiento estéril hacia otro democráticamente más legítimo: la sed de justicia. Sólo cumpliendo las normas jurídicas y reclamando justicia nos diferenciamos de las bestias que volaron el corazón de Manhattan. Es bueno recordar que el Antiguo Testamento, esa recopilación de textos históricos, legales y religiosos en que se recoge el viejo criterio del ojo por ojo, diente por diente, fue redactado y recopilado hace varios miles de años en el seno de una sociedad semibárbara.

Una acción de guerra indiscriminada, sobre ilegítima, sería inoportuna; Oriente Medio ya acumula suficiente odio. El régimen de Afganistán, si es cierto que ha apoyado al cerebro de ésta y otras acciones terroristas y se le prueba, debe pagar sus culpas; pero el pueblo afgano también sufre la barbarie integrista y sería injusto sacrificarlo para calmar la sed de sangre de los más exaltados. Sobre todo, hay que recordar que Afganistán, además de con Irán, mantiene fronteras con tres potencias nucleares: China, Pakistán y, a través de las repúblicas exsoviéticas, Rusia; y pertenece al mismo contexto geocultural que otra, la India. De esos países sólo uno, Pakistán, es aliado estratégico de los Estados Unidos, y en cuanto a China ya sabemos que cada vez se toma más en serio su papel de potencia mundial, máxime en Asia. Una acción a gran escala en la zona sería una grave imprudencia, y la OTAN debería refrenar los deseos de venganza de su aliado americano para que comenzase a utilizar conceptos como embargo económico, tratado de extradición, tribunal internacional de justicia. El uso de la fuerza por la fuerza se ha demostrado inútil sobradamente.

La enorme tragedia, de la que sólo conocemos los aspectos más espectaculares y cuya magnitud sólo empezamos a entrever, debería servirnos para activar nuestra cara más humana. Su dramática simpleza (el terror siempre es simple y ése es precisamente su poder disolvente) no debe hacernos perder de vista la complejidad de la situación ni la capacidad de apreciar los conflictos en sus justos términos: Israel crucifica a la nación palestina con la connivencia de Occidente; en Irak, todo un pueblo sigue sometido a la doble opresión de su tirano y de los ejércitos occidentales; Oriente Medio y Asia Central son, por muchos motivos, peligrosos polvorines; el Islam es una religión tan digna o tan poco digna como las demás, y generalizar como solemos hacer los occidentales, identificar a todo musulmán con el fanatismo, es sencillamente estúpido. Todo esto no deja de suceder porque haya habido un atentado en Nueva York y Washington, por muy horrible que éste haya sido y por mucho que nos conmueva también aquí, en Puerto del Rosario, tan lejos y tan cerca de la catástrofe. Los terroristas han de pagar sus crímenes, pero su ceguera jamás justificaría la de Occidente. Canarias 7.