12 mayo 2002

Intolerancias

Miren ustedes por dónde, ya no tenemos en Puerto del Rosario homenaje al podenco canario. La desgarbada efigie del animal, que poblaba el parque sito en la confluencia de la calle Duero, la Avenida de los Reyes de España y la carretera de los Pozos, ya hace meses que perdió su rabo. Hoy podemos contemplar en su lugar al perro de San Roque, aunque no fuera ésa la intención del escultor ni la del Ayuntamiento cuando erigió el monumento. No sabíamos que Román Ramírez (¿o era Ramón Rodríguez?) hubiese establecido su negocio en nuestra ciudad, pero así es: entre nosotros hay un desrabador de perros, un cercenapodencos. Un memo, en fin, de quien ni siquiera nos queda la esperanza de que nos lea y se sienta aludido, porque seguramente no es capaz.

Tampoco era la idea de Nicolae Fleissig colocar una obra mutilada junto a los juzgados de la capital; pero, contra los designios del autor y de las instituciones promotoras, prevalece el criterio del desmochador de canes o de alguno de sus simiescos congéneres, que se ha dedicado a destrozar la pieza de mármol eliminando metódicamente, no sabemos si a golpes de martillo o a puros cabezazos, los cubitos exentos que adornaban su parte trasera. Ya no vamos a volver a hablar de las pintadas, basuras y deyecciones que suelen adornar y aromatizar el reloj de sol de Javier Camarasa y el acceso subterráneo al barrio de Tamogán.

Esta tribu de neandertaloides, cuyo déficit intelectual les impide reconocer las notables diferencias existentes entre el patrimonio público y las ladillas que sin duda mortifican sus respectivas entrepiernas, arruinan porque sí un patrimonio que no les pertenece y que, aunque les perteneciera, no tendrían derecho a destruir porque, a poco que valiese, valdría más que la suma del contenido de sus respectivos cráneos.

Ya sabemos que no se hunde el mundo porque se rompa una escultura. Algunos, además, argüirán que el valor artístico de alguna de ellas no es para tanto. No obstante, estamos seguros de que el desmochacanes no actúa como el justiciero que ataca el mal gusto, ni como el objetor que muestra su desacuerdo con una política cultural que considera errónea. No: el cagarrelojes y el avasallamármoles actúan como actúan porque sus meninges defectuosas no les permiten obrar de otra manera. Lo malo es que si, en vez de vivir en Puerto del Rosario, vivieran en Afganistán, posiblemente serían lapidadores de mujeres. Sin embargo, tampoco entonces sería para tanto: no se hundiría el mundo.

Desde estas líneas invitamos a las fuerzas de seguridad y a las empresas de desinsectación a emplearse a fondo y con la mayor dureza en la búsqueda, captura y fumigación de los miembros de esta cáfila de verdugos. No vamos a pedir, aunque no será por falta de ganas, que les administren su propia medicina al pobre cortador de rabos (¿se lo imaginan?), al atacamármoles, al pobre que no tiene donde orinar sino en la rotonda del reloj. Sí pedimos que se vigile estrechamente la propiedad pública y que, si en algún caso el autor de las fechorías es detenido, se le aplique el máximo rigor de la ley. No se puede ser blando con los vándalos ni con los intolerantes. Canarias 7 Fuerteventura.