06 septiembre 2005

Pero, vamos, mejor que se dediquen a otra cosa

Enredado en la telaraña de unos estatutos que nadie, salvo los profesionales del nacionalismo, siente la necesidad de reformar, el trío cómico compuesto por Pasqual Maragall, José Luis Rodríguez Zapatero y Josep Lluís Carod-Rovira puede haber hecho más daño a la cohesión y a la serenidad nacionales que años de crímenes batasunos. El hecho es que en los últimos años hemos introducido en el lenguaje vicios que será difícil erradicar y que apuntan a un concepto no unitario de España conseguido por la puerta falsa: lo que ellos querían, porque así muchos seguirán comiendo del presupuesto del Estado.

Cuando el presidente Maragall habla de eurorregión o de Països Catalans, bascula entre lo regional y lo europeo, prescindiendo de cualquier instancia legitimadora que huela un poco a España, por mucho que las que él propone sean mucho más etéreas, cuando no ajenas a la realidad histórica y social. Cuando asegura no querer ofender a “los amigos de Aragón”, emplea una categoría similar a las que empleamos con nuestros amigos árabes, el país vecino o las naciones hermanas de Hispanoamérica: no son nuestros compatriotas, sino nuestros amigos, vecinos, hermanos o tal vez primos lejanos, y somos tan sumamente tolerantes que los admitimos en sociedad; condicionada, claro está, al cumplimiento de nuestros intereses antes que al de los suyos. Cuando cualquiera habla de otra nación que no sea España no está empleando una palabra sin mayor trascendencia, como se empeñan en hacernos creer desde el gobierno socialista: si no tuviera importancia, los nacionalistas no la reivindicarían tanto. Afirmar frívolamente que no nos vamos a pelear por las palabras es desconocer por qué el hombre es tan sumamente superior al chimpancé, pese a ese 99 por ciento de genética común. Cuando se habla de nación de naciones se cae en un absurdo conceptual y legal que no se sostiene, y alguien debería explicar este afán por caer en absurdos indignos de la categoría intelectual que se les supone a nuestros representantes. Es mucho más honesto –por inexacto que sea– manifestar la creencia de que España no es una nación.

Todo demagogo sabe bien que para medrar debe manipular los sentimientos de su audiencia a través de un lenguaje torticero, que no responda a la realidad sino a la visión de la realidad que más le conviene. Hoy la demagogia se disfraza de nacionalismo y, con el apoyo de los tontos útiles que gobiernan en Madrid y de los inútiles que les hacen la oposición a éstos, pasa de puntillas por encima de problemas muy reales como la corrupción en la financiación de los partidos o la gestión absolutamente impúdica de los recursos públicos en, por ejemplo, la apertura de canales de televisión ruinosos y sin interés alguno, imponiendo en el discurso cotidiano el sexo de los ángeles o la reforma del estatuto. El asunto no es preocupante por la reforma estatutaria en sí, que podría ser una aspiración legítima y que la autoridad constitucional pondrá en su momento y sin aspavientos electoralistas en el sitio que corresponda. Sí preocupa por los usos lingüísticos y sentimentales que contribuye a establecer y que hacen que el corazón de muchos españoles siga distanciándose poco a poco de su patria.

De ello se derivarán escasas consecuencias legales o políticas –nada aterroriza más a un poltrón nacionalista que un eventual cumplimiento de sus aspiraciones soberanistas: ¿qué tendrá que inventar luego?–, pero una ciudadanía sin apego a su país compone una nación desarticulada, desprovista de cierta ética pública que es muy necesaria y sin la cual no puede funcionar correctamente. A los señores Maragall, Zapatero y Carod-Rovira habrá que darles muchísimas gracias por su esfuerzo.

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